No es cuestión de culto, pero porto los collares
Santería que casi nadie trae, por ahí va.
Con estos dos versos comienza “Ch y la Pizza”, tercer sencillo del álbum Pa Que Hablen del grupo californiano Fuerza Regida, grabada en colaboración con Natanael Cano, cantante al que le podemos hacer justicia reconociéndolo como precursor de los corridos tumbados, previo al éxito comercial que consiguió el subgénero con Peso Pluma en 2022.
No soy entusiasta del tumbado, sin embargo, reconozco que desde que escuché esta canción y atestigüé el poder de convocatoria de Fuerza Regida en la Sierra Norte de Puebla en diciembre del año pasado, la he repetido cientos de veces y hoy quiero reflexionar un poco en torno a su letra y a algunos fenómenos que la enmarcan, específicamente en dos aspectos: estos dos versos y una somera explicación al origen de muchas confusiones que tenemos presentes las generaciones que vivimos azoradas por la guerra contra el narcotráfico.
La premisa de la canción no me parece tanto una apología del narcotráfico en el sentido de ensalzar un modo de vida, más bien, opta por narrar la cotidianidad de la Chapiza, facción perteneciente al Cártel de Sinaloa, asociada a la descendencia de Joaquín “El Chapo” Guzmán. O al menos la cotidianidad que los compositores conocen o se imaginan.
Fragmentos como “Sushi Ranch Roll llevo pa las plebes / Y un antro fresón, el que puede, puede”, “Soy una eminencia / Pa la fiesta y el desmadre / Pero si toca jale, las botas y un pasesón” y “Póngase bien verga que cargo un cuernón /Traiciones no aguantan, pa buenos los santos” son lugares comunes desde los cuales se habla del narcotráfico: privilegios y lujos que contrastan con un sentido del deber condicionado por la práctica de la violencia.
Lo realmente interesante son los dos versos con los que abrí este texto. Natanael Cano, en algún video que subió a sus redes sociales, enfatizó su molestia por cantarlos. “Yo no la quería cantar, yo no apoyo al diablo, yo no apoyo a los demonios vestidos”, declaró en referencia a la santería.
En primer lugar, su perspectiva hacia dicha religión no es precisa. En la práctica, la santería se vale de correspondencias entre tradiciones espirituales cubanas y africanas como la religión yoruba, y de referencias religiosas católicas. Esto es resultado de los procesos de sincretismo y colonización que han experimentado las poblaciones caribeñas, europeas y africanas a lo largo de quinientos años.
Por ejemplo, Yemayá, deidad del áfrica occidental asociada al mar y la fertilidad de la religión yoruba, tiene su correspondencia en Cuba con la Virgen de la Regla, que es patrona de una comunidad de esta isla desde inicios del siglo XVIII al ser llevada desde España. Una manera de rendirle culto y contar con su protección es llevar consigo collares de cuentas blancas y azules.
Es decir, en estricto sentido, la santería no hace referencia a ninguna figura diabólica, entendida como entidades contrarias a un dios bondadoso, creador y omnipotente.
Sin embargo, esta imprecisión de Natanael Cano no es culpa suya. El intérprete de 22 años, originario de Hermosillo, Sonora, puedo inferir que creció en un contexto lleno de información y discursos acerca del narcotráfico llenos de morbo y hasta falsedades, desde mitos sobre la vida y obra de grandes capos del narcotráfico, hasta el mismo origen de la guerra contra el narcotráfico que azota a nuestro país desde el 2006.
¿Cuántos de nosotros no escuchamos en repetidas ocasiones acerca de narcotraficantes que realizaban ritos satánicos con los cuerpos decapitados? ¿Qué tan difícil puede ser confundir un culto a una deidad extranjera con las prácticas -si es que existieron- de una minoría dentro de un gran grupo criminal?
Y lo más importante ¿Por qué existen discursos generalizados en los cuales podemos asociar ciertas prácticas religiosas con el crimen organizado de manera acrítica y casi automática?
Una posible referencia para responder esta última pregunta la plantea Oswaldo Zavala en su libro Los Cárteles no existen: cultura y narcotráfico en México de 2018.
Para el autor, apoyado en los trabajos previos del sociólogo Luis Astorga, todo aquello que entendemos sobre los traficantes de drogas -en un sentido casi mitológico– es parte de un discurso gubernamental acerca del uso de la violencia hasta en un carácter simbólico por parte de los cárteles de las drogas en México y cómo ha permeado en la producción literaria, televisiva, periodística y musical en nuestro país y en Estados Unidos.
Zavala plantea que casi todo lo que se ha escrito en torno al tráfico de drogas en México desde hace casi tres décadas carece de una crítica -en cualquier sentido- al discurso gubernamental planteado, que va desde la razón del combate del ejército mexicano a los supuestos cárteles de las drogas, hasta la indumentaria y accesorios que portan los capos sinaloenses y sonorenses. Dentro de este espiral de representaciones casi fabricadas a modo del modelo de seguridad interior de Felipe Calderón, podemos asumir que, si se hizo referencia a un narco satánico, los traficantes que usan collares de la religión Yoruba también pueden ser satánicos.
Estos discursos, llenos de prejuicios y apoyados por imágenes que oscilan entre la violencia exacerbada y el contraste de un joven precarizado que con el padrinazgo de un importante capo sale de la pobreza para acceder a un mundo lleno de lujos, son muy difíciles de identificar: parafraseando a José Ortega y Gasset, las personas podemos tener ideas, pero estamos inmersos en creencias.
Así, para una generación que mientras jugaba por las tardes en su casa escuchaba en las noticias sobre fosas clandestinas y operativos en lujosas fincas donde encontraban cabezas de animales y cantidades ingentes de dinero en efectivo, es fácil aceptar de manera automática y sin crítica alguna cualquier representación que se nos ofrezca, sin saber que estamos replicando no una producción cultural, sino un discurso oficialista.
Foto: Archivo El Ciudadano
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