Los cabildos y la AC

Con el camino casi irreversible hacia el fin de la dictadura, la Asamblea Constituyente estuvo siempre latente como una vía necesaria para conquistar una democracia plena

Por Jose Robredo

02/05/2016

Publicado en

Columnas

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Con el camino casi irreversible hacia el fin de la dictadura, la Asamblea Constituyente estuvo siempre latente como una vía necesaria para conquistar una democracia plena. Sin embargo, los artífices de la transición se impusieron la tarea de aislar esta y otras iniciativas calificadas como maximalistas, y aseguraron el respeto irrestricto a la institucionalidad de 1980. A más de dos décadas, nuevas generaciones y nuevos retos han impulsado la demanda por una Asamblea Constituyente desde un activismo ciudadano cuya pertinencia ha sido imposible de desoír.

Tanto es así que pasamos de una sola candidatura presidencial en 2008 que la promovía a, en 2013, tener cuatro candidatos que la apoyaban y una que decía no promoverla, pero tampoco descartarla. Asimismo, se han organizado variadas plataformas sociales y políticas que trabajan impulsando la iniciativa. Por si ello fuera poco, sectores liberales que ayer no estaban plenamente convencidos con esta idea, hoy forman parte de los promotores de esta bandera que, desde luego, es plenamente compatible con sus planteamientos políticos. Y lo más importante, según diversas encuestas, la preferencia ciudadana por la AC se encuentra siempre en torno al 60% y más.

Desde que en Chile la ciudadanía se pronuncia mayoritariamente en favor de una Asamblea Constituyente, la élite política comenzó a abrirse a la posibilidad de realizar un proceso que satisfaga en alguna medida esta demanda. En algunos casos es presumible que aquella postura favorable responde a procesos de conversión, así como en otros resulta evidente que prima un afán de contención. Es claro, a su vez, que dentro del denominado progresismo hay todavía ambigüedades y sectores de alta resistencia al proceso constituyente. Pero, independiente de todo esto, la permeabilidad experimentada con esta reivindicación ciudadana demuestra nuevamente que las ideas que con justicia se plantean y con perseverancia se defienden, tarde o temprano se posicionan en el debate público.

Sin embargo, el consenso que prima en el orden social respecto a la necesidad de una nueva Constitución, elaborada por medio de una Asamblea Constituyente, no necesariamente se impone en el orden político. Ello conduce necesariamente a que la propuesta de proceso constituyente que de ahí ha emanado tiende a ubicarse todavía en el espectro de las alternativas conservadoras. Una muestra es que el diseño sitúa el momento constitucional en el Congreso de 2018 y establece mecanismos participativos previos que no logran conectarse con el principio vinculante ni con el momento constitucional. La llave al cerrojo institucional aún es monopolio del viejo orden.

El Congreso de 2018 (que sólo será nuevo en un 50%, pues la otra mitad ya fue electa en 2013 con sistema binominal, incluidos los parlamentarios vinculados a los casos Penta y SQM) será quien decida si tenemos AC, Comisión Bicameral o cualquier otro sucedáneo. Para quien quiera hacer la distinción entre un proceso constituyente originario y uno derivado, resulta evidente que no estamos en presencia del primero. Esto quiere decir que el actual diseño no consigue que los ciudadanos, liberados de los límites impuestos por el orden constituido en 1980, puedan darse para sí una Constitución realmente nueva.

Con lo anterior resuelto, los Cabildos toman la forma de una instancia participativa cuyos resultados no tienen asegurado impacto institucional. Por el momento, estos sólo son concebidos como una guía para el proyecto que el Ejecutivo enviará al Congreso en caso de desarrollarse finalmente un debate constitucional, pero nada asegura que las orientaciones allí expresadas vayan a formar parte decisiva del asunto en discusión. Parte de esta naturaleza testimonial se evidencia en la metodología de la convergencia deliberativa establecida para los cabildos, modelo que no da cabida a discutir aquellos temas sustantivos sobre las cuales hay controversias, sino a centrarse exclusivamente en aquello en lo que tenemos acuerdos fundamentales (y en sentido tan general que los conceptos debatidos son vaciados de su complejidad política). Y es que no puede ser de otro modo cuando la instancia no tiene por objetivo decidir sino sistematizar una lluvia de ideas.

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La manera en que fue concebido este proceso no se logra sacudir de la cultura política del tutelaje que ha caracterizado nuestra incompleta y paradojal República. La naturaleza de los cabildos pone de manifiesto a una élite aún temerosa a la participación efectiva y todavía reticente a disputar el poder más allá de los límites diseñados para concentrarlo.

Puesto así el asunto, todo lo anterior puede constituir argumento para restarse de participar. Sin embargo, el propósito de estas líneas es el opuesto: Se hace necesario extender el espíritu autorreflexivo y crítico, pero sin desaprovechar los espacios, por más escasos que estos sean.

Corresponde esta actitud más bien al honesto pesimismo que merecen las condiciones objetivas poco favorables, pero sin pasar por alto el optimismo que amerita nuestra voluntad. Si bien los cabildos no fueron pensados para incidir de manera real, pueden abrirnos la oportunidad para verificar colectivamente la necesidad de superarlos. Correctamente aprovechados, pueden constituir, tal vez, la posibilidad de generar masa crítica de cara al momento constitucional y conseguir fuerza suficiente para empujar una Asamblea Constituyente originaria. Ello depende, entre otras cosas, de la habilidad movilizadora del activismo constituyente.

Práctica común de las fuerzas políticas excluidas del sistema político ha sido restarse de los procesos que consideran espurios. El fracaso de la estrategia de denuncia extramuros parece ahora animar nuevas formas de conformar resistencias y ofensivas democratizadoras. Conscientes de los límites del proceso, varias organizaciones sociales y nuevas orgánicas políticas han decidido aprovechar estos espacios carentes de atribuciones para intentar llevarlos un paso más allá. Y es que se sabe que en ocasiones los intentos de relegitimación acaban por detonar su opuesto, es decir, las crisis de legitimación.

Es posible que las viejas maquinarias políticas puedan más que la voluntad de las nuevas organizaciones ciudadanas y nacientes partidos, de modo que los esfuerzos no se materialicen en resultados inmediatos. Pero los cabildos, que no tienen carácter vinculante, pues no fueron pensados para incidir de manera real, pueden ser una oportunidad para estructurar una base social de apoyo que sustente una ofensiva en favor de una Asamblea Constituyente.

De nuestra capacidad de llevar los cabildos al límite de lo impensado dependerá, entre otras cosas, cuánto se constitucionalice el debate en las parlamentarias venideras. En la posibilidad de generar masa crítica estará el potencial futuro de la ciudadanía. En definitiva, la tarea de todo activismo constituyente genuino se centrará en convertir los cabildos en aquello para lo que no fueron pensados.

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