Por qué no llorar a Steve Jobs, el hombre que mordió la manzanita

Mi padre murió a los 56 años, víctima de severas complicaciones hepáticas

Por Cesarius

24/11/2011

Publicado en

Columnas

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Mi padre murió a los 56 años, víctima de severas complicaciones hepáticas. Para él no había trasplante, pues la lista de personas en espera llegaba a las 300 y de esas, la mayoría eran niños. Los viejos no tienen derecho a prioridades, menos si la plata no existe. Mi viejo ya había gozado, sufrido y vuelto a gozar su vida. Su corta vida. Ese fue su último consuelo, cuando se cumplieron los cinco meses de vida que los doctores le habían pronosticado. Con la exactitud de un relojero suizo, lo vi morir precisamente en cinco meses producto de una falla multisistémica de sus órganos. Mi padre, un mecánico externalizado, murió en un pasillo de un hospital público reventado en sus propios coágulos de sangre que se le escapaban por todas su cavidades.

Hace no mucho, me enteré de la muerte del cineasta chileno radicado en Francia, Raúl Ruiz, un amante del vino y la buena mesa al igual que mi viejo. Ruiz murió eso sí a los 70 años, pues un transplante de hígado le había dado nuevos aires para recorrer un año más de su tercer tiempo lo más dignamente posible. Sólo semanas después, un tercer hombre, totalmente distinto al mecánico de mi padre y al cineasta, dejaba este mundo también a los 56 años. Ese hombre era Steve Jobs, creador del Mac, iPod, iPhone y el iPad.

El único punto que hermanaba a estas tres personas, era sus complicaciones hepáticas. Los tres sufrieron problemas al hígado que de una u otra forma, terminaron con sus vidas. Sin embargo, ellos se constituyeron como individuos totalmente distintos, al igual que sus legados. Y claro, pues uno fue proletario, el otro intelectual, y el último empresario.

Quizás esa misma definición laboral de sus vidas fue la que determinó sus abruptas despedidas. La dialéctica quizás, entendiendo el término como contemporáneamente se utiliza, diría que las probabilidades de vivir de un obrero, versus las de un intelectual y un empresario, enfrentados al mismo problema, son mucho menores. Y claro, pues sus posibilidades materiales también lo son. Pero entonces, ¿por qué Jobs murió a los 56 años y no a los 70 como Ruiz?

La pregunta es difícil de responder y estás líneas tampoco pretenden hacerlo, pues todo lo que involucró la vida del fundador de Apple estuvo rodeado de secretos y mitos, los mismos que lo han catapultado a un sitial casi divino y que sus seguidores no dudan en defender. Pero lo cierto es que tras el denominado genio de la tecnología no había más que viejas prácticas de explotación laboral. Conocidas son las vulneraciones a los derechos de los trabajadores y los suicidios masivos que se sacudieron en 2010 a los proveedores chinos de Apple, como Foxconn, Dafu y Lian Jian Technology.

Esa externalización brutal de los trabajadores, sumado a una personalidad empresarial dictatorial de Jobs que ha sido denunciada por muchos de sus ejecutivos, constituyeron sin dudas las bases de una de las compañías con mayor valor de mercado en el mundo. Y es que explicar el éxito de Apple sólo a partir de sus productos, sin considerar que sus obreros deben tener un salario acorde a lo que producen, entre otros elementos, es reducir el análisis simplemente a una visión capitalista de los hechos. Pero bien sabemos que esa no era la premisa de Jobs, al contrario, el creador del iPhone era una fiel practicante del neoliberalismo: Un héroe del capitalismo, como se ha planteado.

Basta con revisar su discurso en la universidad de Stanford en 2005 para descifrar las fuerzas ideológicas que lo movían. Ahí, Jobs expresa, con otras palabras, una de las máximas de Adam Smith en su libro “La Riqueza de las Naciones” (1776): “Al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios” -chorreo puro-.

Precisamente ese interés propio fue el que movió a Jobs en su vida laboral. En otras palabras, no fue más que un clásico exponente de los dueños de los medios de producción que, como tantos otros, aprovechó las modernas formas de organización laboral a través de la externalización de trabajadores y abuso de derechos, buscando siempre su propio beneficio en la materia. Su legado, sin embargo, estará marcado por la innovación de sus productos, que a pesar de todos sus defensores, serán superados más temprano que tarde.

El legado de Jobs también está precisamente en sus defensores, “viudas” que lloran a un empresario que quizás efectivamente tuvo la idea de ir más allá que el resto con sus productos, pero que, no obstante, no lo justifican ni definen en sus 56 años de vida. Jobs también tuvo otras esferas que vale la pena recordar, para que su figura no sea endiosada en desmedro de toda una fuerza laboral que también ha dado su vida por construir el imperio Apple.

Raúl Ruiz y mi viejo, un mecánico externalizado al igual que los trabajadores de Jobs, también dejaron un legado, pero que no está marcado por la máxima maquiavélica: “El fin justifica los medios”. Por eso y muchas otras razones, yo no lloro a Jobs.

Por Sergio Jara Román

Periodista

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