Ninguneados, reprimidos y criminalizados:

¿Qué esperan los estudiantes peruanos para movilizarse?

Un repaso por el movimiento estudiantil chileno tras doce años de 'La revolución pingüina' y cómo se reproducen las mismas estrategias con los estudiantes peruanos para deslegitimar la protesta social.

Por Wari

25/04/2018

Publicado en

Columnas

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Fueron ninguneados por padres y autoridades. Reprimidos por la policía. Criminalizados por los medios. Pero los estudiantes chilenos no se quedaron allí: marcharon en todo el país, tomaron colegios y consiguieron establecer a la educación como prioridad nacional. Han pasado doce años desde esa primera marcha y una nueva generación sigue en pie. Ayer -19 de abril- más de 100 mil estudiantes chilenos volvieron a salir a las calles para exigir el fin del lucro. Esta es la historia resumida de un esfuerzo colectivo que sigue dando frutos, y que los peruanos merecen conocer.

LA CRIMINALIZACIÓN DE LA PROTESTA: UNA CONOCIDA ESTRATEGIA PARA FRENAR AL MOVIMIENTO SOCIAL

En mayo de 2006, más de 400 colegios en todo Chile se encontraban tomados por estudiantes que reclamaban una reforma en la educación. Jóvenes de entre 14 y 17 años de edad, que por primera vez formaban parte de un proceso colectivo, ocuparon un espacio y lo transformaron, mediante un proceso organizado, en un lugar donde ellos tomaban las decisiones. Pintaron los baños, quitaron las sillas de las aulas -que luego se convirtieron en habitaciones-, reemplazaron las clases tradicionales por asambleas, estudiantes provenientes de otros colegios en toma compartieron sus experiencias; se realizaron ciclos de cine y charlas a cargo de profesores que ayudaron a los estudiantes a entender las dimensiones que tomaba el conflicto estudiantil. Se establecieron normas de convivencia, rutinas de aseo y horarios de vigilancia (corrían rumores de supuestos nazis en busca de pleito, que rondaban por los colegios).

El gobierno había anunciado una alza en el valor de la Prueba de Selección Universitaria y no tomó en cuenta las protestas de los estudiantes en las calles. Yo tenía 16 años cuando mis compañeros, indignados ante la indiferencia de las autoridades, se tomaron el colegio. Bloquearon las tres entradas del establecimiento con sillas y mesas amontonadas en desorden, armando como una fortaleza. Así se inició a la llamada ‘Revolución pingüina’, que logró movilizar a 600 mil estudiantes de colegios públicos y privados en Santiago y en regiones, por una mejora en la educación. Una toma, por más transgresor que parezca, es un acto de justicia.

Los colegios públicos, entonces, eran un desastre, y tampoco es que la situación haya cambiado demasiado. Profesores mal pagados y sobrecargados de trabajo que no llegaban a clases; asignaturas que no tenían profesores; goteras y techos a punto de desplomarse; baños en mal estado. Estudiantes que pasaban horas encerrados en sus colegios, producto de la Jornada Escolar Completa, sin hacer nada productivo. Y los colegios particulares subvencionados -es decir, aquellos establecimientos privados que además recibían aporte del Estado- no eran regulados ni fiscalizados. ¿Cómo no iba a tener sentido protestar?

Pienso en los estudiantes de la Universidad de San Marcos, en Lima, que fueron tratados como ociosos, criminales y terroristas por las autoridades peruanas y los medios de comunicación, por denunciar que su universidad presenta deficiencias en su infraestructura. Me hizo recordar que en Chile los estudiantes pasamos por lo mismo.

En cada movilización estudiantil la pantalla chica repetía el guión de siempre. Encapuchados. Piedras. Barricadas. Fuego. Agresiones a Carabineros. Farmacias saqueadas. Paraderos y semáforos destruidos. Comerciantes agredidos. Transeúntes tapándose la cara con las manos, escapando del gas lacrimógeno (el ‘zorrillo’) y del carro lanza agua (el ‘guanaco’). “Víctimas inocentes”, titularon en la televisión y en los grandes medios impresos del país, poniendo el foco en las consecuencias del movimiento y no en la causa, una sencilla y conocida estrategia para criminalizar la protesta, muy usada también en el Perú.

De hecho, que el locutor peruano Phillip Butters impidiera que el dirigente estudiantil de la San Marcos explicara a los auditores por qué recurrieron a la medida de presión, forma parte de esa misma lógica que busca deslegitimar el discurso disidente. Los expertos en comunicación le llaman “la matriz colonial -o las trampas coloniales- de los medios de comunicación” y nos explican que el mismo discurso de los funcionarios de la corte real española, que se referían a la insurgencia indígena con un discurso colonial -usando palabras como: “ellos [los indígenas] son ciertamente malos, traidores, rebeldes”-, se sigue reproduciendo hasta el día de hoy -y se manifiesta claramente en el conflicto con los estudiantes-, moldeado por los medios que se extienden a escala global, de un modo que nos hace pensar que es inconsciente, pero no: es conocido que los medios de comunicación protegen y construyen todo aquello que se puede «mercantilizar».

Un día antes de que Augusto Pinochet dejara el poder, promulgó la llamada LOCE, que estableció el predominio del mercado en la educación. Entonces, tener una buena o una mala educación pasó a depender exclusivamente del tamaño del bolsillo de nuestros padres: en el 80% de las familias eran sus ingresos los que definían si íbamos o no a la universidad. En otras palabras, existía una educación para ricos y una educación -la pública- para los pobres. No era, entonces, un problema inventado por los estudiantes, era la penosa realidad de la educación chilena, y no lo es tampoco ahora, en Lima, cuando los sanmarquinos denuncian un déficit en la plana docente y una infraestructura inadecuada. Es la también penosa educación peruana.

“Cuando seas mayor, vas a entender”, nos decían los amigos de nuestros padres, frase con la que dábamos por terminada la discusión (“así son los jóvenes de hoy”, volvían a decir, y nos llamaban intolerantes). Fuimos pocos los que tuvimos la suerte de tener a los viejos de nuestro lado. Las madres que apoyaron la causa de sus hijos prepararon grandes ollas comunes para los estudiantes en toma. Pero también hubo otras madres; las que respetaron la decisión que habían tomado sus hijos de asistir a las tomas -que fue, más o menos, lo más parecido a mi caso-; y las que exigieron a los directores que pusieran fin a la acción de los estudiantes, y terminaron prohibiéndoles a sus hijos ir al colegio mientras se mantuviera en paro. No era un caso aislado. La mitad de las estudiantes del emblemático Liceo de Niñas de Santiago que se tomaron el colegio se fugaron de sus casas y dejaron una carta informando a sus padres sobre su decisión. Lo más probable es que no hubieran escuchado explicaciones.

Para nuestros viejos, protestar era cosa de ociosos, y los ociosos habían echado a perder al país. Protestar en democracia, luego de vivir 17 años en dictadura, no tenía sentido. Y ni hablar de política en la sobremesa, era como jugar a la ruleta rusa: no sabías -o sí sabías- en qué momento -usando cuáles palabras- podías hacer estallar una discusión. Lo que para nosotros era justo, para ellos era inverosímil, era temerario, era peligroso. Nos querían hacer creer que con el voto podríamos cambiar lo que no nos gustaba, y ya. Nuestro único deber, según ellos, era estudiar.

Pero tentamos al fracaso y pusimos a prueba nuestro pequeño mundo, convencidos de que estábamos del lado correcto de la historia. Y no nos equivocamos del todo. A la protesta social se sumaron universitarios, sindicatos y organizaciones sociales, y este respaldo dejó en evidencia que había una crisis latente en la educación, así que un lunes 5 de junio de 2006 los dirigentes secundarios realizaron un paro nacional. La televisión no pudo seguir engañando a nuestros padres. Y los ‘pingüinos’ -con sus uniformes tonos blanco y negro- se dieron cuenta de que se habían convertido en sujetos válidos en la discusión por una mejora en la educación. La prensa recién comenzó a tomarlos en serio, luego de que medios internacionales ya los habían entrevistado. Ante la nula reacción de las autoridades, los mismo estudiantes que se movilizaron en secundaria se tomaron nuevamente las calles en 2011, muchos de ellos siendo ya universitarios.

Y ayer, a doce años de la ‘Revolución pingüina’, bajo el lema “Chile ya decidió”, más de 100 mil estudiantes marcharon por la educación, luego de que el Tribunal Constitucional declarara inconstitucional poner fin al lucro en la enseñanza superior. Es la primera movilización en el nuevo gobierno de Sebastián Piñera y el historial de represión se volvió a repetir: sin mediar provocación, la policía atropelló a un estudiante y lo dejó en estado grave, mientras que Fuerzas Especiales ingresaron a un liceo emblemático en el centro de Santiago disparando perdigones y golpeando con culatas de sus escopetas a los secundarios. No importa cuál sea el gobierno, la represión es una institución.

Que no quepa duda, estudiantes peruanos, que ese tanque que derribó las puertas de la San Marcos en Lima, es el miedo del gobierno al surgimiento de un nuevo movimiento social -que, por cierto, el Perú pide a gritos.

Por Esteban Bigotes

Publicado originalmente el 20 de abril de 2018 en lamula.pe

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