No hay espacio para la ingenuidad. Las redadas masivas que las autoridades migratorias de Estados Unidos han emprendido en varias partes de Los Ángeles, California, no son un acto aislado, ni una respuesta técnica o rutinaria de las agencias migratorias. Son, más bien, un acto político premeditado y perfectamente orquestado por la administración de Donald Trump, en momentos en que la popularidad del presidente republicano ha caído notablemente en las encuestas. Lo que sucede en Los Ángeles es, por encima de todo, un espectáculo de poder que se alimenta de la vulnerabilidad de los migrantes y del miedo como recurso de legitimación política.
Las redadas masivas no son nuevas en la historia de Estados Unidos. Desde la época de las deportaciones masivas de mexicanos en los años treinta, pasando por la “Operación Wetback” en los cincuenta, el uso de la fuerza migratoria como herramienta de control y propaganda es una práctica recurrente. Lo que distingue a estas redadas bajo la administración de Trump es la deliberada teatralidad que las acompaña. No son operativos discretos, sino redadas diseñadas para la exhibición mediática, para la cámara y la propaganda.
En Los Ángeles, la ciudad santuario por antonomasia, el epicentro de la cultura latina en Estados Unidos y uno de los bastiones demócratas más visibles, las redadas han encendido un polvorín político. Para Donald Trump, estas acciones son oro molido: cumplen varios de sus objetivos mediáticos y políticos, todos perfectamente en sintonía con su retórica radical y xenófoba. Primero, reafirman su compromiso con su base electoral más fiel: la América profunda, esa porción del país que ve en la migración no un fenómeno humano complejo, sino un peligro inminente para su seguridad y su modo de vida. Segundo, le ofrecen la oportunidad de confrontar directamente a California, el estado gobernado por los demócratas más influyentes, y por extensión, a la narrativa progresista que este estado representa. Tercero, permiten medir la lealtad y el desempeño de su equipo más radical, aquellos halcones y halconas antiinmigrantes que desde el inicio de su administración han visto en la represión migratoria un objetivo político central. Cuarto, y no menos importante, las redadas sirven como una cortina de humo para desviar la atención de sus fracasos económicos, como el desastre de sus políticas arancelarias, el aumento de la inflación, su cada vez más evidente debilidad política y por supuesto su rompimiento con Elon Musk.
Las protestas que se han multiplicado en Los Ángeles no son solo una respuesta espontánea, sino un grito de resistencia que articula no solo a la comunidad latina, sino también a diversos grupos que ven en Trump un peligro real para las libertades civiles y los derechos sociales. Las imágenes de estas manifestaciones, particularmente la de un manifestante montado en una motocicleta, con máscara antigás y ondeando la bandera mexicana frente a un incendio, son potentes y ambiguas. Para algunos, son la viva expresión de la rebeldía y la dignidad frente a la represión. Para otros, son la representación misma de la violencia que puede surgir de la desesperación y la rabia.
Esa imagen icónica encierra una verdad incómoda: la violencia no nace de la nada, es provocada por un Estado que convierte a los migrantes en enemigos internos, en chivos expiatorios perfectos para justificar su autoritarismo. No es casualidad que Trump calificara las protestas como “una invasión de migrantes y delincuentes” que no permitiría. Su discurso busca criminalizar no solo a los migrantes, sino también a cualquier forma de disidencia.
En términos numéricos, el saldo de estas redadas es relativamente bajo. Según reportes oficiales, al iniciar esta semana se habían detenido a menos de 50 personas. Pero el número no es lo que indigna a la comunidad latina y a los defensores de los derechos humanos; lo que indigna es la forma y el fondo de las detenciones. Los migrantes han sido capturados con lujo de violencia en sus centros de trabajo, a la salida de entrevistas migratorias donde supuestamente revisarían su situación legal, y en operativos que violan no solo la dignidad de las personas, sino también los principios básicos de cualquier Estado democrático.
Las redadas no son una política aislada. Son la culminación de un discurso de odio y de una estrategia de represión que lleva años gestándose. Desde su primera campaña presidencial, Trump no ha cesado de describir a los migrantes como criminales, como una amenaza a la identidad y la seguridad de Estados Unidos. Esa narrativa no solo alimenta el racismo estructural, sino que también legitima el uso de la violencia estatal como solución a lo que es, en esencia, un fenómeno social y humano.
Lo más grave de este escenario no es solo el sufrimiento de las personas detenidas y sus familias, sino el precedente que se está sentando. Cuando un gobierno utiliza el miedo como herramienta política, cuando convierte la represión en espectáculo mediático, está minando las bases mismas de la convivencia democrática. Las redadas masivas en Los Ángeles son una advertencia: la democracia estadounidense está siendo secuestrada por un discurso de exclusión y autoritarismo.
Pero si algo ha quedado claro en estos días es que la comunidad latina no está dispuesta a callar. Las manifestaciones de protesta, que han congregado a estudiantes, trabajadores, organizaciones de derechos humanos y ciudadanos de todas las edades, son la prueba de que hay una sociedad que no está dispuesta a normalizar la injusticia. Más aún: que está dispuesta a enfrentar la violencia del Estado con la fuerza de la organización y la solidaridad.
La responsabilidad histórica en este momento recae en todos aquellos que, desde posiciones de poder o de activismo, tienen la posibilidad de construir una narrativa alternativa. Porque Trump no solo está construyendo muros físicos, también está levantando muros simbólicos que buscan dividir a la sociedad estadounidense. Cada redada, cada discurso de odio, cada deportación arbitraria es un ladrillo más en ese muro invisible que separa a los “ciudadanos de bien” de los “otros”, los indeseables.
Por eso, es necesario que las protestas no se limiten a la indignación momentánea. Se requiere articular un movimiento amplio que entienda que la lucha por los derechos de los migrantes es también la lucha por la democracia misma. Porque cuando se normaliza la violencia contra un grupo vulnerable, se sienta el precedente para normalizarla contra cualquier otro.
En medio de este escenario, hay otro elemento que no podemos pasar por alto: el papel de los medios de comunicación. Si bien algunas cadenas han mostrado la brutalidad de las redadas y han dado voz a los migrantes, otras han caído en la trampa de la narrativa oficialista que asocia migración con delincuencia. Es imperativo que los medios asuman su responsabilidad histórica y se nieguen a ser cómplices de la manipulación política.
Mientras tanto, la imagen del manifestante con la bandera mexicana frente a las llamas seguirá circulando por el mundo. Es un símbolo poderoso, pero también un recordatorio de la urgencia de actuar con responsabilidad y sensatez. Porque, como bien se sabe, Trump está feliz de seguir jugando al filo de la navaja. No le interesa la concordia, no apuesta por el diálogo. Su estrategia es la provocación constante, la polarización como método de control.
Ante este panorama, la sensatez y la responsabilidad deben estar del lado de la sociedad. La historia está llena de ejemplos de líderes que, ante la debacle política, recurren a la represión como forma de supervivencia. Trump no es la excepción, sino la confirmación de esa regla. Pero también la historia nos enseña que la resistencia organizada, la solidaridad y la movilización pueden contener la violencia estatal y revertir los discursos de odio.
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Las redadas en Los Ángeles son una herida abierta en el corazón de la democracia estadounidense. Pero también son una llamada a la acción para todos aquellos que creen que otro mundo es posible, uno donde los migrantes no sean criminalizados, donde la dignidad humana no sea pisoteada, y donde la política no se convierta en un espectáculo de odio.
La pregunta que queda en el aire es si la sociedad estadounidense está dispuesta a enfrentar ese desafío. La historia dirá si la imagen de la bandera mexicana ondeando frente al fuego fue solo un instante de furia o el inicio de una nueva etapa de dignidad y justicia. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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