Sobre la violencia, el estado y el gobierno

Columna de Sergio Martín Tapia Argüello

Sobre la violencia, el estado y el gobierno

Autor: Sergio Tapia

Existen en la actualidad, innumerables definiciones sobre lo que es el estado. Cada una tiene un grado distinto de complejidad y amplitud, e incluso podríamos decir, algunas no son realmente muy afortunadas para describir lo que el estado es en el mundo real, sino que se concentran en lo que, a juicio del autor, debería ser.

A pesar de esta multiplicidad, es posible encontrar en las diversas definiciones un elemento común, que es considerado de manera unánime, como un punto mínimo para la construcción de este concepto político: el estado goza -articula, tiene, se constituye a partir de- el monopolio de la violencia legítima en un territorio determinado. Sin importar si le vemos desde una forma institucional o normativa; si preferimos constituirle conceptualmente a partir de sus estructuras o los subsistemas que le componen, en todos los casos se asumirá que la existencia del estado se vincula necesariamente a un control sobre lo que se entiende como violencia y a la aplicación de ella sobre un territorio. Es decir, que estado es aquello que puede aplicar violencia sin que ello sea visto como tal, y que incluso cuando lo es, cuando sus actuaciones son vistas como “violentas” esa violencia se encuentra socialmente justificada.

Sería no solo inocente, sino además totalmente equívoco, pensar que eso significa que para que un estado exista, no debe haber formas de violencia que se le opongan o bien, que si existen fuerzas más allá del estado que ejercen violencia en un territorio, eso significa que el estado “no existe”, “está ausente” o es “fallido”. Digo que no es solo inocente, sino equívoco, porque quienes hacen esas calificaciones no lo hacen casi nunca desde la ignorancia o el desconocimiento, sino con una intencionalidad política específica. En una sociedad desigual, como lo son las nuestras -como están destinadas a ser todas las sociedades que se articulan bajo la idea capitalista- la violencia está siempre presente, en todos lados, y en todas direcciones.

Lo que hace la diferencia, sin embargo, es la justificación social de la violencia. Su legitimidad, es decir, la forma en que la gente acepta que la existencia de ciertas formas de violencia son “normales”, que existen y que no podemos hacer nada contra ellas o bien, que son incluso positivas. Pensemos por ejemplo, en cómo durante mucho tiempo, se asumía como normal que un profesor pudiera golpearnos por hacer algo indebido, que una persona totalmente extraña nos reprendiera verbal o físicamente. Esos componentes de violencia cotidiana, eran vistos como elementos positivos de nuestra sociedad, algo que algunos ven incluso con una nostalgia que me parece incomprensible. Esa forma de violencia, era aceptada, era legítima, era socialmente justificada y por ello mismo, no se oponía al estado, sino que era una parte central de la forma en que el estado, el “gran padre”, el “gran maestro” del estado, se podía comportar con y contra nosotros sin recibir ningún tipo de repulsa social.

En algún momento, sin embargo, esa justificación social fue cambiando. El acto en sí mismo no desapareció, porque en muchos espacios, en muchos lugares, mucha gente, continúa pensando que es adecuado y repitiendo la acción. Pero ella dejó de ser parte integrante de lo que se asume como la violencia estatal permitida, y comenzó lentamente, a volverse una violación del principio de exclusividad de la violencia por parte del estado. Y con ello, el ente político comenzó a castigarlo, a perseguirlo e impedirlo. De formas más o menos efectiva, pero expulsándolo de su propio seno. El estado deja de verse a sí mismo como el padre o maestro bondadoso que puede darte todo pero que es inflexiblemente violento si fallas en algo, para empezar a pensar en otra articulación social respecto al ciudadano.

En este sentido, Walter Benjamin, un pensador antifascista muy importante y del que ya he hablado antes, decía que una de las razones por las cuales el estado intentaba ser abrumador contra las violencias que estaban fuera de él, era porque si las permitía, ellas se convertirían por si mismas, en un estado nuevo; toda violencia lleva en sí el germen de una nueva constitución estatal si no es adecuadamente combatida. 

Usando estas ideas de una forma muy laxa, hay quienes intentan decir que el actual gobierno mexicano está creando un “narcoestado”, pues a través de sus acciones legitima y justifica la violencia del narcotráfico, mientras que ataca a aquellos que se oponen a ella. Como saben que su equiparación no hace ningún sentido -pues confunde, por principio, estado con gobierno, para después asumir que la ineficacia para luchar contra una forma de violencia delincuencial significa necesariamente que en realidad no se lucha contra ella-, entonces utilizan como voz autorizada a cualquiera que diga ello. Es decir, no se busca tener la razón a través de construir un argumento, sino de repetir muchas veces algo que no hace sentido para fingir que hay algo que hablar sobre el tema.

Esto no es ninguna sorpresa. Se trata de una estrategia retórica común que resulta bastante efectiva para naturalizar ideas que no son verdad. El problema, en este caso concreto, es que al usar como fuente de sus dichos a alguien que se ha reconocido a sí mismo como un racista anti-mexicano, y que es además, el líder político de un movimiento contra nuestro pueblo, la gente de derecha en el país naturaliza su discurso y sus posturas. No es que diga que el “gobierno” está con el narco -sea porque “le tiene miedo” o bien porque, dicen, en realidad “le deben el puesto” a ellos, comentarios ambos igualmente vacíos- sino que cuando dicen eso, están sustentando la idea de que el narcotráfico es el estado natural del mexicano. Y ese argumento de Donald Trump, está siendo asumido como algo normal por parte de quienes apoyan sus dichos.

La distinción entre el gobierno y el estado es importante porque al hablar de un estado fallido, de un estado cooptado por el narco y de una “narco realidad” en nuestra patria, lo que se está diciendo es básicamente que nosotros, todos, somos esencialmente narcos. No que el gobierno falle en su lucha contra el narco, ni que haya gente en esta administración que tenga relaciones con el narco (¿en verdad alguien lo duda?). No se problematiza en absoluto la existencia de redes criminales, ni los largos procesos capitalistas que hacen del narco una realidad en los países todos, con violencia sistemática como componente esencial en el tercer mundo, sino que se indica que nosotros como mexicanos tenemos alguna clase de naturaleza narca, que se actualiza a través de nuestras costumbres, nuestras formas y nuestras acciones.

La naturalización de ese prejuicio se arraiga en una forma colonizada de pensamiento que nos ha sido enseñada en muchos espacios. Durante años, el sistema educativo ha impulsado la idea de una supuesta inferioridad cultural de nuestro pueblo; los medios de comunicación se esfuerzan por presentar ideales y cánones estéticos y artísticos que no se corresponden con nuestra vida cotidiana: lo bueno, lo bonito, es lo blanco, lo “güero”, lo extranjero. Aquello que es puesto como “lo nuestro” -como si una y otra cosa no fueran igualmente nuestras- es presentado como inferior y secundario.

De la combinación de ambos elementos: un odio acrítico al gobierno en turno, por un lado -aunque ellos, los odiantes, insistan en que en realidad son “críticos” porque se ponen criticones- y un sistema que insiste en colocarnos culturalmente como inferiores, muchas personas escuchan en las palabas de Donald Trump y otros actores en los Estados Unidos, verdades absolutas que deben ser repetidas de forma sistemática y que no pueden ser cuestionadas en absoluto. Si lo haces, entonces no estarás intentando dialogar, discutir ni, mucho menos, resolver el problema social del crimen organizado, sino tan sólo “defender al gobierno”. Que por un pase mágico, se convertirá en un equivalente del estado.

El problema del narcotráfico, lo he mencionado ya en muchas ocasiones y lo sabemos todos, es un problema profundo y complejo, que no tiene una solución local ni nacional, porque su materialización en cada país se encuentra conectada con el flujo internacional de consumo de sustancias prohibidas y la creación de mercados ilegales para obtener mayores ganancias por parte de todos los actores económicos relevantes del planeta. Los grandes capitales jamás se oponen a la delincuencia, es más, la incentivan y la promueven de formas generalizadas, si eso les implica beneficios económicos. Su oposición a ella se encuentra contenida siempre a la conveniencia: están en contra si y sólo si su existencia perjudica más de lo que otorga a sus cuentas bancarias.

Por ello considero que hablar de que el actual gobierno desarrolla un “narcoestado” es un sinsentido que se dirige a atacar los pocos -poquísimos- elementos positivos cuyo reconocimiento se ha logrado en las últimas dos administraciones. No va, ni puede ir, en contra de la violencia criminal -que resulta un importante negocio para las fábricas de armas, empresas de seguridad, industria militar, de vigilancia, médica y de cuidados, así como para todos los partidos políticos, medios de comunicación y organizaciones- ni para limitar el narcotráfico -que es necesario para la supervivencia del presente sistema de explotación-, sino a conseguir mejores condiciones económicas. El delito sirve como forma de contención y como amenaza hacia el pueblo; y cuando un gobierno intenta mejorar las condiciones de vida y laborales de ese pueblo, se utiliza igualmente como ariete en su contra.  

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Cuando escuchamos las voces de actores extranjeros al respecto, debemos tener siempre eso en mente y no repetir lo que escuchamos sólo porque odiamos al gobierno en turno o porque no nos gusten sus políticas. Aceptar, de nueva cuenta, acríticamente, lo que se dice sobre México, implica necesariamente normalizar la deshumanización de los mexicanos en general y, más peligroso aun, de los mexicanos migrantes que se encuentran en esos países. Es atacar las reformas que han beneficiado a la gente que mas lo necesita en el país y es, en última instancia, asumir una inferioridad personal respecto a ellos.

Esto no puede significar, por supuesto, que pugne por no realizar una crítica al gobierno. O que sea ciego al enorme problema de seguridad que se está desarrollando a pasos agigantados alrededor nuestro. Es una invitación a dejar de ignorar lo obvio en ese tema y empezar a cuestionar sobre los beneficiarios de esos espacios de excepción que se están construyendo en el país entero. Estoy seguro, totalmente, que muchos funcionarios de todos los niveles se encuentran en esa lista, como también lo están, lo he dicho ya, otros actores políticos internacionales y nacionales -desde asociaciones civiles y “militantes” hasta organizaciones internacionales y empresarios-. Es, al final del día, la búsqueda de abandonar esa crítica débil de la derecha, que no se dirige a resolver nada, sino a empeorar las cosas para obtener más poder para ellos. Lo vimos con Calderón. Lo vimos con Peña Nieto. Y no quiero que continuemos viéndolo.

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