Un triste bicentenario

Desgraciadamente, hemos sido incapaces en 200 años de vida independiente de generar una sociedad mínimamente democrática y con justicia social; pese a que esos fueron los ideales que inspiraron teóricamente la Independencia de Chile y de los demás países del continente

Por Wari

28/09/2010

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Columnas

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Desgraciadamente, hemos sido incapaces en 200 años de vida independiente de generar una sociedad mínimamente democrática y con justicia social; pese a que esos fueron los ideales que inspiraron teóricamente la Independencia de Chile y de los demás países del continente.

Es cierto que experimentamos progresos políticos, económico-sociales y culturales; desde la virtual autocracia que rigió hasta 1891; la república exclusivamente oligárquica que se extendió hasta 1925; la república oligárquica-mesocrática que se impuso hasta 1958; y el frustrado experimento democrático que se desplomó trágicamente en 1973.

Pero también es cierto que hasta 1958 las grandes mayorías populares fueron excluidas de una efectiva participación política y del disfrute de sus derechos económicos, sociales y culturales. Fundamentalmente, a través de un sistema electoral que por medio del cohecho y del “acarreo” del inquilinaje distorsionaba profundamente el sufragio universal; y de un sistema semifeudal de hacienda que convertía a la generalidad de los campesinos en virtuales siervos o en trabajadores de temporada que vivían en la más extrema miseria y precariedad.

Además, los pueblos indígenas chilenos en el curso de los siglos XIX y XX fueron expoliados y sometidos (los mapuches); virtualmente esclavizados (los rapanui); segregados (los aymaras); o exterminados (los del extremo sur).

Asimismo, la emergencia de un fuerte movimiento obrero a comienzos del siglo XX fue reprimida con recurrentes masacres efectuadas con extrema crueldad por gobiernos que representaban intereses exclusivamente oligárquicos o que incluían también los de sectores medios. Las peores fueron, sin duda, la matanza de Santa María de Iquique realizada por el gobierno de Pedro Montt en 1907 y que dejó cerca de 2.000 personas asesinadas; la de La Coruña hecha por el primer gobierno de Arturo Alessandri en 1925 y que dejó alrededor de 1.000 víctimas; y la de Ranquil efectuada por el segundo gobierno de Alessandri en 1934 que se tradujo en la desaparición forzada de cerca de 400 personas, luego de haber sido detenidas.

Además, en aparente contradicción con la ampliación de la república exclusivamente oligárquica, a partir de 1925 se desarrollan francas dictaduras –como la de Alessandri en 1925 que impuso una nueva Constitución ; la de Carlos Ibáñez entre 1927 y 1931; y la de Carlos Dávila en 1932- o se va generando una legislación restrictiva de los teóricos derechos garantizados por la Constitución de 1925: Particularmente la Ley de Seguridad Interior del Estado de 1937; la Ley de Zonas de Emergencia en 1943 y, sobre todo, la Ley de Defensa de la Democracia en 1948, vulgarmente conocida como la «Ley maldita».

De tal manera que los notables progresos económicos experimentados en un siglo y medio de vida independiente se distribuyeron de forma muy desigual y especialmente excluyentes para las grandes mayorías de la sociedad nacional conformada por campesinos y obreros. El corto paréntesis democrático que se abrió en 1958 –con la aprobación de la cédula única que impidió el cohecho y el acarreo del inquilinaje y derogó la Ley de Defensa de la Democracia- redundó en el establecimiento de gobiernos profundamente reformistas (de Eduardo Frei, en 1964; y Salvador Allende, en 1970) que eliminaron el sistema de hacienda; chilenizaron el cobre primero, y luego lo nacionalizaron; y que -en el caso de Allende- intentó terminar con los grandes grupos económicos financiero-industriales.

Sin embargo, el mesianismo y la radicalidad excluyentes de los proyectos demócrata-cristianos y de la Unidad Popular no generaron solamente una franca disposición golpista en la derecha; sino que crearon también una división y antagonismo suicida entre el centro y la izquierda chilenos. Su resultado final fue el golpe de 1973 y el aprovechamiento por parte de la derecha de unas Fuerzas Armadas que –además de su natural mentalidad autoritaria- habían sido adoctrinadas por décadas en la doctrina de la “seguridad nacional” impartida en la Escuela de las Américas, establecida por los gobiernos estadounidenses en el marco de la guerra fría.

De este modo, la derecha impuso –a sangre y fuego, dejando una estela de gravísimas y sistemáticas violaciones de derechos humanos- una virtual refundación de la sociedad chilena sobre la base de la ideología neoliberal inspirada en la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago. Como lo ha reconocido Andrés Allamand, “Pinochet le aportaba al equipo económico… el ejercicio sin restricciones del poder político necesario para materializar las transformaciones (económico-sociales). Más de alguna vez en el frío penetrante de Chicago los laboriosos estudiantes que soñaban con cambiarle la cara a Chile deben haberse devanado los sesos con una sola pregunta: ¿Ganará alguna vez la presidencia alguien que haga suyo este proyecto? Ahora no tenían ese problema”. (Allamand – La travesía del desierto; Edit. Aguilar, 1999; p. 156)

Así, la dictadura destruyó el poder de los sindicatos, las juntas de vecinos y los colegios de profesionales y técnicos; privatizó en beneficio de los grandes grupos económicos –y a vil precio- buena parte del aparato productivo y de servicios públicos creado por el Estado hasta 1970 o estatizado por el gobierno de Allende; desmanteló la intervención económica del Estado en beneficio de los sectores medios y populares; concentró notablemente el poder económico y la distribución del ingreso; mercantilizó los servicios educacionales, de salud y previsión social; creó una legislación destinada a reprivatizar la mayor parte de la gran minería del cobre; abrió unilateralmente la economía al resto del mundo y desarrolló una política económica de inserción solitaria en los mercados mundiales; destruyó la generalidad de los medios de comunicación del centro y la izquierda; y, en general, impuso todas las medidas imaginables para convertir a Chile en uno de los países más neoliberales –sino el que más- del planeta.

Para consolidar estos cambios en el largo plazo, la derecha –a través de Pinochet- impuso una Constitución que estableció una democracia nominal a partir de 1990. En ella, un artilugio central fue el sistema electoral binominal –que no existe en ningún otro país del mundo- que neutraliza las mayorías populares en la representación parlamentaria. Otro, fue establecer altos quorum para las reformas constitucionales y de las leyes orgánicas constitucionales destinadas a normar aspectos esenciales de la vida del país. Aunque la derecha cometió el “error” de no regular a través de dichas leyes los ámbitos económicos, sociales y culturales; con excepción de la educación y la minería.

Con lo que ciertamente no contaba la derecha -¡ni por cierto el país!- fue con el giro copernicano experimentado a fines de los 80 por el liderazgo de la Concertación que lo llevó, en palabras del propio Edgardo Boeninger, a una “convergencia” con el pensamiento económico de la derecha, “convergencia que políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones políticas de reconocer”, añadiendo también que “la incorporación de concepciones económicas más liberales a las propuestas de la Concertación se vio facilitada por la naturaleza del proceso político en dicho período, de carácter notoriamente cupular, limitado a núcleos pequeños de dirigentes que actuaban con considerable libertad en un entorno de fuerte respaldo de adherentes y simpatizantes”. (Boeninger – Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello, 1997; pp. 369-370)

Todo esto explica un comportamiento de dicho liderazgo, aparentemente irracional, que ha sido ocultado hasta el día de hoy y que es inédito en la historia de la humanidad: ¡El regalo de la mayoría parlamentaria simple que iba a tener el gobierno de Aylwin!, regalo efectuado a través del acuerdo de reformas constitucionales plebiscitado en 1989. En efecto, de acuerdo a los términos originales de la Constitución del 80 (Arts. 65 y 68) –y pensando que Pinochet sería ratificado como presidente en el plebiscito de 1988 y que la derecha continuaría con su histórica minoría electoral- el futuro gobierno tendría mayoría parlamentaria simple en el Congreso, solo con mayoría absoluta en una cámara y un tercio en la otra. Así, con el sistema binominal más los 9 senadores designados, Pinochet habría alcanzado ilegítimamente mayoría en el Senado. Y el mismo sistema binominal le habría asegurado con creces un tercio en la Cámara de Diputados. Pero la derrota de Pinochet hizo que dicho prospecto le fuera favorable al inminente presidente Aylwin y la Concertación. Ésta habría logrado con seguridad mayoría absoluta en la Cámara y el tercio en el Senado, pese al sistema binominal y los senadores designados.

Sin embargo, en el marco del acuerdo de 54 reformas aprobado a mediados de 1989 entre Pinochet y la Concertación –la gran mayoría positivas, aunque ninguna eliminaba los más trascendentes dispositivos autoritarios de aquella- se incluyó nada menos que la modificación de los artículos 65 y 68, estableciendo que para aprobar las leyes simples se exigiría mayoría absoluta en ambas cámaras. Este requisito, teóricamente democrático, en el marco de la peculiar Constitución del 80 significaba que la mayoría electoral de la Concertación ¡no se iba a traducir ni siquiera en mayoría parlamentaria simple!

Este acuerdo, que ha sido silenciado y ocultado hasta hoy por sus autores, le permitiría aducir plausiblemente al liderazgo concertacionista que las propuestas de profundas reformas de los sistemas sindical, laboral, previsional y de salud –y de derogación del decreto ley de autoamnistía- al que se había comprometido en el Programa de Aylwin, no las podía cumplir; en lugar de tener que admitir que no las quería cumplir.

Este giro copernicano en materia económica nos permite entender también los demás vuelcos en cientochenta grados de aquel liderazgo en materia política, social, comunicacional y de derechos humanos. En primer lugar, el cambio en la concepción de la democracia que llevó a Aylwin a señalar en agosto de 1991 que ya vivíamos en democracia, en circunstancia que ninguno de los “enclaves autoritarios” de la Constitución del 80 había sido eliminado a esa fecha. Y a Lagos y todos sus ministros ¡a suscribir la Constitución del 80 en lugar de Pinochet!, luego de reformas que siendo importantes no han convertido a nuestro sistema político en auténticamente democrático.

En segundo término, el ningún intento efectuado –pese a que Lagos obtuvo mayoría parlamentaria entre agosto de 2000 y marzo de 2002, gracias a los desafueros de los senadores Pinochet y Errázuriz; y a que Bachelet también la logró por varios años desde el inicio de su gobierno- por revitalizar los sindicatos, las juntas de vecinos y los colegios profesionales y técnicos.

En tercer lugar, la virtual autodestrucción del conjunto de medios de comunicación escritos concertacionistas creados en la década del 80, a través del bloqueo de las ayudas ofrecidas por Holanda a esos medios a comienzos de los 90; la discriminación del avisaje estatal en su contra; y la compra de algunos de ellos por personeros concertacionistas para cerrarlos prontamente. Además de la férrea oposición a devolverle los bienes del diario Clarín a su propietario confiscado por la dictadura: Víctor Pey, ¡consolidando de este modo el duopolio El MercurioCopesa!

En cuarto lugar, la sistemática búsqueda de impunidad de las más graves violaciones de derechos humanos de la dictadura, que culminaron en el caso de Pinochet; en la negativa de la derogación del decreto ley de autoamnistía, pese al fallo en ese sentido de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de septiembre de 2006; y en la aprobación por ley, en 2004, de la virtual impunidad de los torturadores, al prohibirle de manera aberrante al Poder Judicial tener acceso a las denuncias de aquellos presentadas ante la Comisión Valech.

Por todo lo anterior no nos debiera extrañar que los gobiernos de la Concertación hayan consolidado en estos 20 años la obra de la dictadura. Así, más allá del significativo aumento del gasto público social que redundó en una notable disminución de la indigencia y en un gran desarrollo de las obras públicas; nuestro país es estructuralmente el mismo de 1990. No solo se mantuvieron, sino que se acrecentaron las privatizaciones de servicios públicos y empresas del Estado. Se ha preservado el conjunto de las “modernizaciones” impuestas por el régimen de Pinochet, con pequeños ajustes concordados con la derecha: El Plan Laboral; las AFP; las Isapre; la Loce cosméticamente transformada en la LGE; la ley de concesiones mineras; el sistema tributario; el sistema financiero; la ley de universidades; etc. Han continuado despojadas de todo poder real las organizaciones de los sectores medios y populares. Se ha continuado incrementando el poder de los grandes grupos económicos y la desigualdad en la distribución del ingreso. Se ha logrado la privatización de cerca del 70% de la gran minería del cobre. Se ha acentuado la integración subordinada y solitaria del país al mercado internacional a través de múltiples tratados bilaterales de libre comercio. Y –entre otras cosas- se ha consolidado nuestro perfil de país exportador de productos con bajo valor agregado.

Por lo mismo, tampoco nos debieran extrañar las apologías de connotados líderes de la Concertación a la obra de la dictadura. Como las de Alejandro Foxley: “Pinochet… realizó una transformación sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo… Hay que reconocer su capacidad visionaria… de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etc. Esa es una contribución histórica que va perdurar por muchas décadas en Chile (y que) ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar”. (Cosas; 5-5-2000) O como las de Eugenio Tironi: “La sociedad de individuos, donde las personas entienden que el interés colectivo no es más que la resultante de la maximización de los intereses individuales, ya ha tomado cuerpo en las conductas cotidianas de los chilenos de todas las clases sociales y de todas las ideologías. Nada de esto lo va a revertir en el corto plazo ningún gobierno, líder o partido… Las transformaciones que han tenido lugar en la sociedad chilena de los 90 no podrían explicarse sin las reformas de corte liberalizador de los años 70 y 80… Chile aprendió hace pocas décadas que no podía seguir intentando remedar un modelo económico que lo dejaba al margen de las tendencias mundiales. El cambio fue doloroso, pero era inevitable. Quienes lo diseñaron y emprendieron mostraron visión y liderazgo”. (Tironi – La irrupción de las masas y el malestar de las elites. Chile en el cambio de siglo; Edit. Grijalbo, 1999; pp. 36, 60 y 162)

Ni tampoco nos debieran extrañar las apologías que, a su vez, le han hecho al liderazgo de la Concertación destacados exponentes de la derecha nacional e internacional. Por ejemplo las de uno de los principales artífices de la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago, Arnold Harberger, quien respecto de una intervención de Ricardo Lagos en un seminario en Colombia, luego de dejar la presidencia, señaló que “su discurso podría haber sido presentado por un profesor de economía del gran período de la Universidad de Chicago. El es economista y explicó las cosas con nuestras mismas palabras. El hecho de que partidos políticos de izquierda finalmente hayan abrazado las lecciones de la buena ciencia económica es una bendición para el mundo”. (El País, España; 14-3-2007) O las de Oscar Godoy, quien consultado si observaba un desconcierto en la derecha por la “capacidad que tuvo la Concertación de apropiarse del modelo económico” de la derecha, respondió: “Sí. Y creo que eso debería ser un motivo de gran alegría, porque es la satisfacción que le produce a un creyente la conversión del otro. Por eso tengo tantos amigos en la Concertación; en mi tiempo éramos antagonistas y verlos ahora pensar como liberales, comprometidos en un proyecto de desarrollo de una construcción económica liberal, a mí me satisface mucho”. (La Nación; 16-4-2006)

Lo más triste del bicentenario que conmemoramos es que el modelo soñado “en el frío penetrante de Chicago” y que fue impuesto a sangre y fuego por la dictadura, fue consolidado y legitimado pacíficamente en estos 20 años por el liderazgo de la Concertación. Y peor aún: Que paradójicamente dicha consolidación y legitimación no la hubiera podido alcanzar la derecha de haber triunfado Pinochet el 5 de octubre de 1988…

Por Felipe Portales

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