Una presunta historia de amor que me relató un taxista

¿Le molesta la radio? ¡Ah!, escuche que bonita es esta canción, “Óleo de mujer con sombrero”, del pelao Silvio

Por Wari

12/05/2012

Publicado en

Columnas

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¿Le molesta la radio? ¡Ah!, escuche que bonita es esta canción, “Óleo de mujer con sombrero”, del pelao Silvio. A mí me gusta esa parte de que una mujer se ha perdido conocer el delirio y el polvo, y de que la cobardía es asunto de los seres humanos, no de los amantes. Es que el amor es todo amigazo ¿Ah? ¿O no, dice usted? Mire, ¿lo llevo por la Alameda o por Ecuador? Vámonos por aquí no más.

Mire, le voy a contar una presunta historia de amor como yo le digo. Esta historia comienza con una fiesta en el lado noreste de la ciudad, hace 51 años. Es mi cumpleaños número siete, pero además hay otro motivo de celebración. Es que a la casa llega también una tía soltera a sus cuarenta y dos primaveras con un novio del brazo. El primero que le conocemos. Es mi tía Blanca Rosa, acompañada de Tomás. Los recibieron amablemente mi madre y mi padre. También estaba invitado mi abuelo materno y padre de mi tía. El otro motivo de la fiesta es que Tomás viene a pedir la mano de la ya mencionada señorita. El novio era muy alto y elegante, recuerdo. También frisaba los cuarenta y tantos. Es muy caballero y los adultos brindan en el comedor por los siete años del mayorcito, que soy yo. A la hora del postre, los niños, llevados democráticamente a la mesa de los adultos, contamos chistes de Condorito y cantamos “Marcianita”, es decir “…quiero una chica de Marte que sea sincera/ que no se pinte, no fume, ni siquiera sepa lo que es rock and roll./ Marcianita/ blanca o negra/ en el año sesenta seremos felices los dos, etc. , etc.” ¿Usted no la oyó nunca?, es que usted es más joven que yo.

Bueno, el mundo -tal como mi tía Blanca Rosa y Tomás- quería otra oportunidad. Estaba atrás la guerra mundial y empezaba la guerra fría con Cuba soltándose de las ataduras. Además, se pensaba que llegaríamos luego a Marte donde estarían estas marcianitas puras e incontaminadas. En yanquilandia estaba que ardía el conflicto racial y odioso de los más reaccionarios blancos y creo que por eso la canción decía que la Marcianita fuera blanca o negra no importaba. Sutil saludo anti-racista a la lucha de los hermanos y hermanas de color en el vientre del imperio. Los tiempos cambiaban pero había eternos conflictos limítrofes entre nuestros paisitos, que los gobernantes de turno avivaban de vez en cuando para desviar la atención de sus problemas internos.

De pronto, los adultos empezaron a tocar este tema. En un lado mi abuelo diciendo que había que arrasar con los argentinos que ya nos habían quitado media Patagonia. De otro lado, el novio de mi tía que decía que los problemas limítrofes deberían terminar de una vez por todas porque solo servían para entronizar a los gobiernos derechistas y dividir a los pueblos. Mi padre, con instinto de buen piscis y presintiendo que se venía algo grande, solo bebía vino y escuchaba. Mi madre y mi tía Blanca Rosa, a medida que la discusión iba subiendo de tono, hablaban cada vez con menor entusiasmo de los preparativos de la boda; y a nosotros, y a los niños, nos sacaron al pasillo aledaño al comedor.

De pronto, mi abuelo, recordando múltiples hechos heroicos de pasadas guerras, y gritando “¿Qué te creís antipatriota conchetumare? ¿Estai con Chile o estai con Argentina?”, se abalanzó sobre quien sería nuestro futuro tío con un cuchillo en la mano. Se interpuso mi padre gritando: “¡No don Luis, no don Luis!”, mi madre y mi tía chillaban llamando a las dos nanas (la nuestra y la de mi tía), quienes aprovechándose del caos insultaban a mi abuelo diciendo en voz baja: “La cagó el viejo reculiao”. El novio de mi tía, ya ex-novio a esas alturas de la noche, tomó su impecable impermeable y despidiéndose fugazmente salió a la helada noche del invierno santiaguino.

Muchos años después le pregunté a mi solterona tía Blanca Rosa que qué había ocurrido con Tomás. Me dijo: “Nada mijito, nunca más lo vi. Estaba tan avergonzada que no traté nunca más de ubicarlo. Pero desde esa fecha en adelante, cada 30 de agosto, para Santa Rosa, yo llegaba a mi oficina y en mi escritorio había un fresco ramo de rosas blancas como mi nombre y una elegante tarjetita de Tomás saludándome. Así, por muchos años. Yo pensaba ¿y éste no se cabrea nunca? El 30 de agosto del ‘74 no hubo ramo de rosas. Se habrá olvidado, pensé yo. El 30 de agosto del ‘75 tampoco hubo rosas frescas en mi escritorio. Se debe haber casado, pensé yo. El 30 de agosto del ’76, llegué al trabajo guardando la ilusión… pero no, el regalo había cesado definitivamente como diría Borges. Traté de ubicarlo en el que yo recordaba era su trabajo. Fue fusilado el mismo once de septiembre del ’73, me dijeron. Es que era socialista, me argumentaron como lo más lógico del mundo. O sea, 12 días antes de morir aún tenía mi nombre en sus pupilas”, agregó mi tía. Hace una semana sepultamos a mi tía, murió a los 93. También, creo yo, llevaba el nombre de Tomás en su extinta mirada ¿Lo dejo en la esquina o pasado el semáforo?

Por Mauricio Redolés

El Ciudadano Nº121, segunda quincena marzo 2012

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