Como judío, frente al sionismo alemán radicalizado y su pasado antisemita compartido.

Yo acuso

Esta es mi declaración ante el tribunal de Berlín en el marco de mi defensa contra la acusación de incitación al odio racial y negación del Holocausto. El caso fue desestimado y el autor absuelto de todos los cargos.

Yo acuso

Autor: El Ciudadano
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Por Martin Gak

Mi nombre es Martin Gak, y soy judío. El judaísmo no es solo mi hogar, sino también el suelo sobre el que he construido mi vida: desde Argentina, pasando por Estados Unidos y Francia, hasta llegar finalmente a Alemania. Sobre este suelo he construido mi obra, mis intereses académicos, mi compromiso público, mi labor periodística y, en última instancia, mi modo de vida.

Como judío, decidí hace más de quince años establecerme en Alemania —un país que, a mi entender, aún carga con una enorme deuda moral y política. Pero que también fue para mí portador de la gran esperanza de apertura democrática, tolerancia y libertad. Lentamente pierdo esa esperanza según veo la apertura democrática de Alemania abandonada en favor de sus compromisos ideológicos que, una vez más, tienen extraños tonos nacionales, raciales y religiosos.

También como judío comparezco hoy ante este tribunal para defenderme. Como dijo Hannah Arendt: cuando uno es atacado como judío, debe defenderse como judío. Precisamente por eso estoy aquí hoy —arrastrado ante la justicia alemana para probarle al Estado alemán que soy un buen judío. Es sencillamente absurdo que la justicia alemana me haya llevado a juicio y me haya acusado de incitación al odio (contra judíos, supongo) y de negación del Holocausto, basándose en una declaración que no tiene absolutamente nada que ver con ninguna de las dos cosas o que, en el mejor de los casos, combate ambas.

A la tierna edad de 50 años, entro por primera vez en mi vida a una sala de audiencias, y lo hago como judío, y no solo como judío, sino como judío en un tribunal alemán. Y sí, creo que tanto el tribunal como yo llevamos nuestras respectivas historias a este encuentro.

No debería tener que estar ante un tribunal para probar que soy un buen judío. Consciente o inconscientemente, eso es precisamente lo que se me exige. No soy antisemita, no soy negacionista del Holocausto, y por supuesto no albergo odio hacia mí mismo, mi familia, mis amigos ni hacia muchos de mis héroes filosóficos, culturales, periodísticos o políticos.

¿De verdad creen apropiado pedirme que les cuente que participé en la fundación de dos sinagogas (Tarbut y Amijai, en Buenos Aires); que en los años 90 recogí piedras de los escombros de la embajada israelí y de la AMIA en Buenos Aires; que me gritaron en la cara —con una frase, por cierto, de la generación de sus abuelos— “Sé patriota, mata a un judío”?

¿De verdad creen decente que deba comparecer ante un tribunal para explicar que no soy antisemita, que no incito al odio, que no soy negacionista del Holocausto, cuando la frase en cuestión no guarda relación alguna con tales cosas?

Entre mis referentes intelectuales y morales se cuentan Emmanuel Levinas —sobre quien escribí mi tesis doctoral—, Hannah Arendt, que moldeó profundamente mi pensamiento político, Marcel Proust, a quien reivindico como parte de la llamada diáspora judía y que formó mi sensibilidad estética, Marek Edelman, segundo comandante del levantamiento del gueto de Varsovia, así como Einstein, Spinoza, Mendelssohn, Heine, Stefan Zweig y Joseph Roth. ¿Odio? Al contrario, me siento profundamente obligado a defender su legado, sus nombres y, en muchos casos, sus gestos heroicos individuales e históricos.

Comparezco ante este tribunal por una razón simple: tras haber sido atacado como judío —mediante uno de los clichés más antiguos del antisemitismo sionista—, decidí defenderme como judío.

Las acusaciones de incitación al odio y negación del Holocausto son simplemente escandalosas y contradicen casi treinta años de trabajo.

He aquí las palabras iniciales de mi artículo para Politico sobre el antisemitismo en Alemania:

“Para muchos alemanes, la reconstrucción del país tras la guerra fue tanto una tarea moral como económica y política. El empeño en expiar los crímenes de la Segunda Guerra Mundial —y erradicar el antisemitismo— ha definido la política del país durante los últimos 50 años.”

O en Deutsche Welle:

“De Washington a BudapestLos protocolos de los sabios de Sion —la obra maestra del antisemitismo, base de todo, desde los pogromos en Rusia hasta los asesinatos masivos en los campos de concentración nazis en Polonia…”

¿De verdad he perdido la cabeza y reniego ahora de mis treinta años de compromiso intelectual y político? ¿Puede alguien creerlo? ¿O es que en Alemania las palabras de mi tuit en inglés, sin importar su intención, constituyen por sí mismas un delito?

A mi entender, el Estado alemán, a través de sus instituciones, no ha sabido comprender ni evaluar lo que se dijo, dadas las dificultades que implica el inglés en que fue redactado el tuit y la complejidad de una conversación coloquial entre dos judíos. Por supuesto, una simple verificación de quién soy habría bastado para entender mi relación con el judaísmo y con el Holocausto.

Permítanme entonces aclarar ambos puntos ante este tribunal, y quizá dejar una advertencia a las futuras autoridades alemanas que pretendan definir qué es un “buen judío”.

Mi frase en inglés decía: “Jews were never victims”, etc.

La frase no era una nota aislada, sino una respuesta —como consta en la acusación— a la afirmación del señor que me denunció, que decía: “Jews are no longer victims”, etc.

Tomada literalmente, mi frase sería trivialmente falsa y contraria a todo lo que he dicho en los últimos treinta años. ¿Cabe reconciliar esa frase con mi defensa de los judíos, de la diversidad judía y de la memoria de las víctimas de sus campos? Por supuesto, pero para eso hay que entender el idioma y las palabras.

La afirmación original —“los judíos ya no son víctimas”— también es, tomada literalmente, trivialmente falsa. Pero, otra vez, comprenderla exige entender su lenguaje y su contexto.

Espero que todos podamos coincidir —y estoy seguro de que también lo hace quien me denunció— en que afirmar que “los judíos ya no son víctimas” es falso. El 7 de octubre lo demuestra.

Por tanto, es evidente que ni la frase ni mi respuesta se refieren a si los judíos sufren victimización, sino a si la identidad judía debe seguir siendo la de la víctima.

La afirmación a la que respondí remite a un viejo tropo antisemita del sionismo: el judío como víctima eterna. En hebreo incluso existe un término, korban nezihi —la víctima eterna—, usado con frecuencia en el discurso sionista.

Aún hoy, en el debate público sionista, se describe a los judíos de la llamada diáspora como víctimas eternas.

Existe un término general para esa difamación de los judíos no israelíes, no sionistas, fuera de IsraelShelilat ha-galut, la denigración de la diáspora.

Esa visión del judío se expresa con brutal claridad en los textos del propio padre del irredentismo hebreo, Theodor Herzl, quien escribió:

“Conocemos desde hace tiempo al Mauschel (ese judío despreciable de Europa, la víctima eterna). Solo su aspecto, no digamos su cercanía o, Dios nos libre, su contacto, bastaba para causarnos náuseas. Pero nuestra repulsión se mitigaba hasta ahora con compasión… ¿Quién es ese Jøde? Es una abominable deformación del carácter humano, algo indescriptiblemente bajo y repugnante.”

Y también en las variaciones de Vladimir Zabotinski:

“El jid es feo, enfermizo y sin decencia… es pisoteado y fácilmente asustadizo… todos lo desprecian… ha aceptado su sometimiento…”

¿Tendría hoy algún alemán, ochenta años después de Auschwitz, la osadía de pronunciar tales palabras?

En efecto, esto  tiene que ver con el Holocausto.

El término más perturbador es katzon litbach —“ovejas al matadero”—, con el que el público israelí se refería a las víctimas de la masacre alemana.

Para ser claros: este es el marco de referencia en el que se formula aquella frase sobre los judíos como víctimas. Decir que “los judíos ya no son víctimas” no significa negar su sufrimiento, sino afirmar que su identidad moral ha cambiado: ya no son despreciables, mansos, enfermizos, sometidos o cobardes. Sobre todo, ya no aceptan la sumisión.

Quienes difunden ese discurso han degradado a los fantasmas de Auschwitz y a sus sobrevivientes, describiéndolos como víctimas dóciles, ovejas que iban voluntariamente a las cámaras de gas, igual que los judíos bajo el sable cosaco o en las hogueras de la Inquisición.

Y dentro de esa frase —imperceptible para un no judío— se esconde también la calumnia contra Marek Edelman, quien defendió su comunidad y el alma de Europa desde el gueto de Varsovia con cócteles Molotov y sus propias manos.

La grandeza titánica del intelecto de Einstein, que marcó el siglo XX; la brillantez monumental de Maimónides o Spinoza; el coraje de mi maestra académica Agnes Heller, que escapó de las balas nazis en Budapest para convertirse en una de las mejores encarnaciones de lo que aspiro a ser como judío, como humano y como europeo; y, finalmente, el valor y la dignidad de mi padre, que fundó dos sinagogas en Argentina y reconstruyó una tercera: ninguno de ellos merece ser insultado como “víctima eterna”.

Y ninguno merece ser obligado, desde la tumba, a tolerar en silencio la crueldad antisemita escondida en el nacionalismo hebreo.

Reconozco que para un Estado que ha pasado los últimos 80 años practicando un filosemitismo sin judíos es imposible comprender el lenguaje y el contenido de este intercambio. Pero es deber del Estado alemán desprenderse de la vieja y siniestra costumbre de dictar quién es o no es un “buen judío” en Alemania.

Reconozco también la dificultad que implica la responsabilidad especial que este país asume desde que el primer judío de Europa fue asesinado por balas alemanas. Pero esa responsabilidad, a mi juicio, se ha entendido mal.

Alemania no destruyó un proyecto sionista de exclusión nacional. Lo que Alemania destruyó fue la vida judía en Europa.

Y es precisamente con respecto a esa vida judía en Europa que Alemania tiene una responsabilidad especial.

Si un judío en Berlín —que vino voluntariamente a contribuir a reconstruir esa vida judía— es atacado por antisemitas, el Estado y sus instituciones deben decidir de qué lado están.

Y si las expresiones antisemitas provienen de sionistas o de apologistas del Estado de Israel, exijo que el gobierno alemán cumpla con su deber de proteger la vida judía en Europa… incluso frente a los abusos del Estado de Israel.

En suma, mi declaración fue evidentemente malinterpretada por la fiscalía alemana. La frase “los judíos nunca fueron víctimas” es una afirmación sobre la identidad judía y constituye, en su forma y contexto, una defensa absoluta de los judíos, de su historia y de su vida en Europa, así como de quienes murieron en las cámaras de gas y en las masacres alemanas —entre ellos, miembros de mi familia en Moldavia y Ucrania—, que no fueron cobardes ni víctimas eternas, sino judíos.

Por último, quiero abordar un punto final. Considero un acto de intimidación que el Estado alemán me haya llevado ante un tribunal por un tuit, con el enorme costo financiero —y emocional— que eso conlleva. Independientemente del veredicto, ese precio ya lo he pagado.

Es inevitable que, después de treinta años escribiendo y publicando, ahora tema expresar mis opiniones.

Solo cabe imaginar qué significaría esto para cualquiera en este país que alguna vez haya pensado en pronunciarse abiertamente sobre Israel, Palestina o la historia judía, si un judío de 50 años con cierto reconocimiento puede ser llevado a juicio por un tuit.

Consciente o inconscientemente, no debe pasarse por alto que estos casos tienen un efecto intimidante sobre la libertad de opinión y de expresión.

Son los cimientos de una democracia, por lo que insto al tribunal y a las instituciones a considerar cuidadosamente el alcance y las consecuencias de sus aspiraciones morales, para no terminar destruyendo aquello que buscan proteger.

Por Martin Gak

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Ideas Inconclusas, 10 de noviembre de 2025.

Nota: Martin Gak fue sobreseído por el tribunal de Berlín el pasado 5 de noviembre. La Fiscalía tuvo que pagar los costes de la acusación.

Fuente fotografía


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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