Carta Ciudadana: Me sacaron los choros del canasto (cosas del fútbol)

Violentar es un verbo

Violentar es un verbo. Se puede conjugar.

Yo violento, tú violentas, él violenta, nosotros violentamos, vosotros violentáis, ellos violentan.

O sea, se puede convertir en acción.

Esta semana ellos me han violentado severamente, una vez más, entonces, escribo.

Tengo miles de cosas oficiales que hacer, pero su violencia, violenta mi deber ser, trasgrede mi deber ser, y me empuja, violentamente, a ser, a vomitar un hilo de palabras enhebradas, tejidas, enlazadas.

La pregunta se instaló como un martillo golpeando mi esternón desde que vi las noticias de medianoche, anoche.

¿De qué hablamos cuando hablamos de violencia?

¿A qué nos estamos refiriendo cuándo hablamos de violencia?

¿Quién determina lo que tenemos que entender por violencia?

¿Existe un límite para la usurpación del sentido de las palabras, de las experiencias?

¿Debo entender violencia en la imagen de un bus del transantiago incendiándose, como una evidencia de su existencia?

O ¿debo entender violencia en las declaraciones de un ministro del interior que afirma que las medidas de seguridad adoptadas por la intendencia de Santiago para la comuna de Las Condes “evitaron situaciones de violencia”?

Claro está que permitir la reducción de su percepción a señalización vial destrozada, letreros quebrados, basureros o micros quemadas, es un acto mayor de usurpación de su significado, implicancia y sentido.

En los últimos meses hemos podido presenciar diversas manifestaciones de lo que se podría llegar a entender por violencia: pedazos de adoquines volando por los aires, piedras quebrando vidrios; lacrimógenas lanzadas a destajo, palos, gigantescos chorros de agua, caballos y balas cayendo sobre conciudadanos. Desinformación respecto a lo trascendente y sobresaturación de los contenidos sostenedores del imperio de la banalidad. Saqueos mediante repactaciones ilegales de deudas. Prohibición de manifestación colectiva (con consecuencias mortales), de reunión y de circulación. Y es sobre esta última forma de violencia en donde concentro mi atención.

La trama de violencias que dejó al descubierto la situación generada por la decisión de los directivos del equipo de fútbol de la Universidad Católica, resulta ser una de las experiencias de percepción de la violencia más singulares de los últimos meses, porque en una semana de acciones ha mostrado, casi como en una clase didáctica, la maniquea secuencia y dinámica con la que ciertos grupos de dirigentes deportivos, económicos, políticos, gubernamentales y de las fuerzas de orden, se coordinan y articulan para activar el ciclo de segregación, disciplina y castigo, que permite asegurar la mantención del status quo de la sociedad chilena. Esa que no permitirá entrar a sus parcelas a todos por igual, nunca, aunque su actividad dependa de la presencia, gastos e incluso endeudamiento de quiénes excluye. Esa que moviliza y movilizará transversalmente diversos estamentos del sistema de la sociedad para garantizar la preservación de la exclusión, y el recordatorio implacable –mediante un severo rayado de cancha– del lugar físico y simbólico que ocupamos miles y miles de chilenos en el mundo que dirigen. Rayado de cancha que impúdicamente negó el tránsito en buses, en el metro o en las calles, a cualquier persona, sin distinción de edad, que hiciera evidente su filiación a Colo Colo, que incluyó detenciones arbitrarias a los mismos, y que además señaló a todos los vecinos de las comunas en donde no protegen intereses o propiedades personales – y en donde se realizan regularmente encuentros futboleros– su condición de ciudadanos de «segunda clase, sin privilegios y sin honor»(parafraseando versos de Los Prisioneros). Y todo esto a propósito del ejercicio del deporte popular por excelencia: el fútbol.

A fin de evitar “actos de violencia” en la comuna de Las Condes, en las cumbres de ese sector llamado San Carlos de Apoquindo –digo sector porque para barrio, en rigor, no alcanza, no existen casi espacios de confluencia común para los habitantes, las calles se han construido anchas para procurar una buena circulación de los vecinos sobre sus 4×4 y es incluso difícil circular como peatón pues no existen buenos cruces para ellos en las esquinas de las calles, el flujo de transporte público así como paradas oficiales son muy escasas–, se realizaron otros actos de violencia, por toda la ciudad, que no fueron consignados como tal porque se ampararon en la oficialidad y la ley. Algunos de los más flagrantes: detenciones arbitrarias, golpes, impedimento del derecho de reunión, impedimento de la libre circulación por las calles. Pero todo esto último no fue entendido desde la dirigencia de la mega industria económica que es el fútbol, ni desde los políticos de turno, ni desde los funcionarios del gobierno o carabineros, como violencia, sino como “acto de legalidad”. El propio ministro del interior, Hinzpeter, lo corroboró, señalando en televisión que las medidas adoptadas en conjunto con los dirigentes de la UC, la intendencia y carabineros había: “evitado los actos de violencia”. Y aquí es donde me sacó los choros del canasto este señor. El lenguaje funda realidad. Y que este señor usurpe las profundas dimensiones de la violencia reduciéndola a destrozos en el mobiliario público o de un estadio, desafía la tolerancia a la banalidad, a la estupidez, que posee el ser humano. O, también, puede dar cuenta de que el ministro subestima la capacidad de observación, reflexión y generación de pensamiento propio de sus conciudadanos.

Recuerdo unos versos (que iría a gritar afuera de la Moneda, a grito pelado, a grito cantado) que tienen todo que ver con esto:

Afirmo señor ministro

que se murió la verdad

Hoy día se jura en falso

Por puro gusto no más

Engañan al inocente

Sin ni una necesidad

Y arriba la libertad (Violeta Parra, Yo canto a la diferencia)

Y ya acabo.

El gobierno no habla de violencia cuando habla de violencia. Habla de destrozos a objetos, a la propiedad pública y a la propiedad privada. Ignora los cuerpos que son atravesados simbólica y físicamente por la exclusión. Porque la mayor violencia está en la estructura de la sociedad. Es aquella que parece invisible, aquella que está completamente naturalizada porque es parte del sistema. Esa violencia que la ley no clasifica violencia, sino norma. Masa madre de otras violencias. Aquellas que explosionan cuando la presión de la violencia normativizada desborda los límites de lo tolerable. Culturalmente, y no naturalmente, los celadores de la violencia normativizada han señalado y seguirán señalando con escándalo los rebalses o trasgresiones al orden de su sistema porque ese desborde de violencia física, u objetual, coloca en flagrante evidencia, la crueldad de la violencia estructural sobre la que sustenta su funcionamiento.

Los estudiantes chilenos se han dado cuenta de esto hace tiempo y nos han demostrado que así es. A ellos, agradezco infinitamente por contagiarnos de alerta, por hacernos sentir la verdadera vida.

Por Ana Harcha Cortés

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