Editorial

Cuando se quiere poco se dispara mucho (por los muertos en Valparaíso)

El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5

Por Arturo Ledezma

14/05/2015

Publicado en

Chile / Editorial

0 0


Alvaro_Hoppe

fotografía de Alvaro Hoppe

El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana

Crónica de una muerte anunciada / Gabriel García Márquez

A veces son los pacos los que disparan sobre el cuerpo imprudente de un mapuche que grita Huinca Tregua. Otras veces es, como hoy, un dueño de casa que se siente amenazado y descarga la ferocidad de una bala sobre el cuerpo de un cabro que hace un grafiti afuera de su casa. El caso es que: Las balas son las mismas cuando se percuta el odio sobre el bulto; cuando se le apunta sin temor a alguien a quien no conoces, con la única herramienta legal que la del miedo a ese sujeto otro que te resulta tan distinto a ti que hay que matarlo.

Hoy en la tarde murieron dos niños, o dos cabros, o dos jóvenes, -como se les quiera llamar- en una calle de Valparaíso, únicamente porque a un loco de mierda le dio por disparar todo el rigor de su violencia sobre el cuerpo de alguien que le rayaba un muro.

Diego Guzmán y Exequiel Borvarán murieron hoy en la tarde por estar en el lugar equivocado. Y ese lugar era una marcha que pedía Educación de calidad o lo que sea, y por ejercer ese derecho mínimo de juventud que alega y lucha por gritar más fuerte para pedir justicia, es que terminaron con la nuca sobre el suelo y rogando en quizá qué idioma por un poco de vida que, al final, se les fue sangrando sobre una vereda de Valparaíso.

Imagino esa mañana

Diego Guzmán y Exequiel Borvarán no se imaginaron nunca que hoy día se iban a morir. Cuando se levantaron en la mañana y tomaron el mismo desayuno de siempre no pensaron jamás en la posibilidad de terminar en una sala de autopsia de un hospital. Tal como tú que lees este artículo o como yo que lo escribo, no pensaron en que saldría un imbécil con una pistola y les dispararía hasta quitarles la vida en una tarde tonta de un 14 de mayo del 2015, porque nadie piensa que se va a morir en la mañana misma en que termina muerto.

Diego Guzmán y Exequiel Borvarán (no me canso de repetir sus nombres para que suenen en alguna parte de este país olvidadizo) no fueron a robar, no fueron a matar, ni fueron a destruir otra cosa que el status quo. Salieron de su casa una mañana con la mínima convicción de caminar un par de cuadras con el fin de decirle algo a Bachelet en medio del bulto que pide por una mejor educación y, sin embargo, terminaron muertos por la bala loca de un loco que se atrevió a ejecutar esa justicia ciudadana que tanto gusta a los matinales de ChileVisión o TVN.

Y como digo, esa mañana, la de ayer, no pensaron nunca en que por protestar o por rayar o por cantar a boca llena en una avenida terminarían boca arriba con la mirada puesta en ese cielo azul que es más azul para los que disparan que para los que mueren.

Rápido y furioso

Giuseppe Antonio Briganti Weber se llama el que dio los tiros. Giuseppe Antonio el fanático de los autos y de las películas de Vin Diesel. Giuseppe maldito que le puso balazos a dos personas únicamente porque creyó que la justicia es eso que pregonan en las películas de ficción.

Y Giuseppe es un hijo de aquella atrocidad pequeña que dice que en Chile aún se puede matar a la gente precisamente por pensar o actuar distinto. Hijo pródigo del Mamo Contreras y de Krashnoff. Hijo de Paty Maldonado y de todos esos bastiones de Pinochet. E hijo también de los programas reality show de los Carabineros y la PDI entrando a patadas en la casa de algún pobre. Giuseppe, estúpido, hijo de la televisión y de los noticiarios que nos enseñan que una botillería se defiende a cañonazos. Hijo de puta insigne de esa violencia tan apetecida por el proletariado que se duerme viendo los programas estupidizantes de la TV; hijo putativo de los consejos más fachos de 40 años de dictadura y violencia.

Veloz, rápido, furioso.Guiseppe en un dos por tres va y saca una pistola con la que atina tiros mortales sobre el primero que va pasando y así, sin más, mata y descerraja la vida y la historia de dos cabros que salieron a marchar. Punto. No hay más. Fin del cuento. Guiseppe ganó la apuesta del choro sobre el bulto y fue feliz porque cumplió el deseo perverso del videojuego y de su vida de mierda que se coronó en dos goles sobre el resto.

Otro muerto, qué más da?

En redes sociales la gente dice cosas que de repente a uno le hacen doler la guata. Cosas como “eran flaytes y bien muertos que están” o “por algo los mataron” son frases que uno se encuentra de bocajarro. Para alguien sensato (y sin querer desestimar previamente a mis oponentes) esas palabras son uñas sobre un pizarrón que gritan ese molesto sonsonete de la arbitrariedad o de la tozudez. Sin embargo, hay que reconocer que en un país como Chile ese tipo de argumentos tienen validez y tino.

Vivimos en un país en el que la muerte es tan común como rupestre. Somos una sociedad que levantaría un memorial por un perro atropellado con mucha más facilidad que lo haría por un mapuche o un estudiante muerto. Y eso quizá nos viene de la ferocidad de sentirnos siempre más “gente” que el resto del mundo; o quizá nos viene de saber que la fatalidad siempre le pasa a otra persona. Sin embargo, insisto, cuando Diego Guzmán y Exequiel Borvarán amanecieron la mañana del 14 de mayo de 2015 no se sintieron nunca perseguidos por la Parca y, aún así, terminaron siendo un fiambre mediático que endulzará mañana toda la diatriba programática de los noticieros que sacarán provecho de sus muertes para vendernos un rato de presencia. Aún cuando sabemos que no les importa una mierda un muerto más en la historia de Chile, porque cuando un muerto anónimo cae solo es noticia si es que cae vestido de la consigna pulcra de la normalidad del orden. El resto es simplemente un embutido con nombre de vecino.

Por qué escribir este artículo?

Siento que si uno calla algo se muere dos veces. Tengo la sensación de que a pesar de que en una semana a nadie le va a importar la vida y muerte de Diego Guzmán y Exequiel Borvarán es necesario volver a nombrarlos. Me queda en el pecho esa violencia pelotuda que le viene a uno cuando muere un cabro en una protesta únicamente porque a un loco se le ocurrió disparar sobre el tumulto.

Y no me puedo restar de pensar que un día puedo ser yo. O pueden ser mis hijos los que salgan y alguien les meta balas por pensar o por sentir distinto; o simplemente por estar ahí, en la línea de tiro.

Quizá este mismo ejercicio de escribir y de decir el nombre de los muertos no sea otra cosa que un ejercicio personal. Tal como una vela en la ventana que simula un rezo o una velatón. Tal como una bandera en la próxima marcha con el nombre de Diego Guzmán y Exequiel Borvarán. Quizá este artículo no sea más que una repetición de que siento (y sentimos) que Chile va por un camino muy distinto al que se canta en los colegios. O quizá simplemente esto sea un epitafio penca desde un medio de prensa de izquierda y tendencioso. No lo sé.

Solo sé que hoy día se murieron dos hijos de alguien en una calle en Valparaíso y siento la profunda amargura de tener que dejarles estas líneas, con el fin de que mañana salgamos con más ganas a gritar en la calle que a pesar de los disparos y los pacos y las leyes y la presidenta, estamos de pie, pensando, soñando, luchando por un futuro más grande que el que tenemos.

Diego Guzmán y Exequiel Borvarán los vuelvo a nombrar, para que un día alguien se acuerde de ustedes y de mí en este tiempo en el que aún creemos en esa libertad que sabemos que no existió nunca.

Síguenos y suscríbete a nuestras publicaciones