¿Quién acredita al acreditador? El caso de la Comisión Nacional de Acreditación

                                                                           Durante la segunda mitad del siglo XX la Universidad chilena fue concebida bajo la relación entre Estado desarrollista, bienes públicos -o bien común- y las definiciones programáticas del país mediante políticas de alcance nacional

Por Director

18/11/2013

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Columnas / Educación

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Durante la segunda mitad del siglo XX la Universidad chilena fue concebida bajo la relación entre Estado desarrollista, bienes públicos -o bien común- y las definiciones programáticas del país mediante políticas de alcance nacional. Lo anterior se expresaba en una concepción de la institución universitaria que hacía confluir dimensiones formativas, cualidades ciudadanas no cuantificables, y beneficios asociados a las prestaciones profesionales en el mundo del trabajo. Algo muy similar a la demanda que la sociedad industrial hizo de las profesiones liberales. Esa fue, muy a grosso modo, la condición moderna del programa universitario nacional. Cabe subrayar que hasta hace cuatro décadas las universidades tradicionales se concentraban en estatales, tradicionales laicas y tradicionales confesionales. Allí, bajo una modernización estatal, tuvo lugar una importante expansión de la cobertura educacional –donde el 25% del global de la matrícula correspondía a la formación docente.

Décadas más tarde y como parte de un viraje hacia la gestión privada, que en el caso chileno tuvo lugar tras una modernización autoritaria sin precedentes históricos, presenciamos la crisis de autonomía que afecto a la institución universitaria. En nuestro caso la evidencia empírica tiene hitos insoslayables respecto al control de las Universidades por parte de rectores designados por la autoridad militar. En ese marco el nombre más emblemático recae en la figura de José Luis Federici y su malogrado “plan de racionalización Universitaria” (1987). De otro lado, y como parte de una tendencia global, los diversos programas de investigación también se vieron afectados por el declive del aporte fiscal directo (ADF). Creemos que aquí está el quid de un problema mayor que debemos tratar de descifrar, sin la pretensión de agotar su complejidad. Lo cierto es que por muy diversas razones, tras la modernización post-estatal los programas de investigación en ciencias sociales migraron hacia el plano de aplicaciones instrumentales y estudios medicionales ad hoc a los requerimientos del mercado laboral (tecnopols). Sin perjuicio de reconocer una tendencia global, ello ha debilitado la condición soberana del conocimiento científico-social y ha dado paso a una “fábrica imperfecta de profesionales” (Luis Riveros, 2013). Cabe advertir que una cosa fue el programa clásico de las ciencias sociales, su vocación comprensiva, científico-social o crítica bajo el ideario desarrollista (1950-1970) y otra -muy distinta- es la  operacionalización en diversas tecnologías de medición instrumental.

 Actualmente los criterios de acreditación para las universidades chilenas se centran –fuertemente- en el campo de la gestión institucional y la sustentabilidad financiera en materias de infraestructura, recursos humanos, equipamiento y actualización tecnológica. Este somero balance nos indica que la controversial definición de la “calidad”, antes resguardada por planteles académicos identificados con un proyecto nacional -más la inversión en investigación científica- ha cedido a otros mecanismos de regulación donde destacan los intereses de diversos “grupos de presión”, o bien, criterios directamente asociados a mecanismos de mercado. El bullado informe OECD* del año 2009 no escatimó adjetivos para advertir que “…las instituciones [universidades chilenas] harán todo lo posible por conseguir la acreditación, pero no está tan claro si esto está logrando un mejoramiento significativo de la calidad de la enseñanza y el aprendizaje en la sala de clases, que se pueda medir a través de los resultados y la experiencia de los alumnos. Hay quejas con respecto a que los actuales criterios de acreditación son vagos y subjetivos y que dejan un amplio margen a la interpretación personal por parte de los pares evaluadores que pueden favorecer a instituciones similares a las propias y perjudicar a aquellas que cumplen misiones distintas” (p.74. Las cursivas son un énfasis nuestro). Se trata de una primera voz de alerta que no ha sido comentada en el debate público.

 

En la actualidad constatamos que las carreras de ciencias sociales implementan formaciones instrumentales, que se expresan en planes curriculares que estimulan el dominio técnico-instrumental del egresado –en una tesina- con vistas a mejorar su inserción (practico-instrumental) en los “focos de empleabilidad”. Así lo refuerza el “Manual para el desarrollo de procesos de auto-evaluación” de la Comisión Nacional de Acreditación inicialmente gestionado por la Comisión Nacional de Acreditación para el Pregrado (CENAP), especialmente, en el plano del perfil de egreso referido a i) fundamentos científicos, disciplinaros y tecnológicos ii) orientación fundamental proveniente de la declaración de misión y los propósitos de la institución en que se inserta y iii) el perfil establecido en los criterios evaluados  por la CNA. Todo este encuadre, sin perjuicio de su coherencia interna, obedece a un criterio gestional que trata de potenciar “conocimientos técnicos” y “conocimientos prácticos”

 En nuestra opinión, el problema no se agota con delimitar una amplia gama de universidades bajo la modalidad de instituciones docentes. Más aún si consideramos que una parte importante de la educación superior cae en esa categoría, con excepciones bastante puntuales. Por ello, y sin el ánimo de desestimar los requerimientos técnicos aquí consignados, la investigación social –salvo honrosas experiencias que tienden a monopolizar los mecanismos de indexación– queda desmedrada respecto de su tradicional función donde el “saber” tenía un poder creativo en las políticas del desarrollo. Desde nuestro punto de vista es necesario retomar la discusión, por cuanto hoy en día se ha establecido como axioma la acreditación de universidades en docencia y gestión institucional y se ha dejado en un segundo plano los programas de investigación, y menos la constitución  de discursos críticos. Más del 90% de las acreditaciones –entre el 2008 a la fecha- no consideran el ítem de investigación, sino que centran buena parte de su cuestionario en indicadores de sustentabilidad. Simultáneamente aquellos criterios referidos a la retención de cohortes, tasa de titulación, expansión de la matrícula con relación a la extensión de la planta académica, está relacionada con una casuística de mercado de difícil proyección. Esta fue la situación que –entre otras- afecto a la Universidad de las Américas y se tradujo en rechazar su acreditación, pese a que internamente pueden existir programas acreditados; ello lleva a la paradoja de titular profesionales de una carrera acreditada desde una institución que a su vez no goza de acreditación institucional. Esta vez la explosión de la oferta académica sugerida por la propia CNA no mantuvo el equilibrio con la tasa de retención.

Esto se ha visto agravado porque el rasero de la CNA se sirve “esencialmente” de indicadores de logro (retención, cobertura, inserción laboral, morosidad, tasa de titulación) que no apoyan necesariamente un programa de ciudadana como parte del proceso formativo, sino que supervisa la adecuada entrega de “servicios”. Todo ello debe ser considerado a propósito del informe OCDE. Cuando nos referimos a la dimensión pública no hacemos mención a lo estrictamente estatal. Como nos enseña la experiencia internacional los “territorios de lo público” pueden tener más de una expresión. La peculiaridad del caso chileno es que todo ámbito que se ubica por fuera del plano estatal queda ipso facto relegado a la más cruda gestión privada.

Lejos de negar la relevancia de los indicadores de logro, ellos tampoco  pueden fundar per se una política académica, pues los resultados se traducen en una docencia sin insumos investigativos, restringida al modelo par time, y la prestación instrumental en el mercado del trabajo. El desmantelamiento de la matriz estatal bajo la des-regulación de los años 80’ estableció las bases de una modernización que fue alevosamente profundizada en los últimos dos decenios. Originalmente la CNA buscaba conciliar dos cuestiones esenciales, de un lado, la expansión de la cobertura y la diversidad institucional, y de otro, la “libertad de elección” de los padres o los propios estudiantes. De allí que bien vale reconocer que esta institución en sus comienzos se disponía a establecer una prevención regulatoria frente a los “ciclos políticos”. Sin embargo, ha quedado en evidencia que este impulso inicial no pudo trascender el juego de intereses corporativos. El año 2012 tuvo lugar un escándalo que no vale la pena comentar. Ese mismo año, en pleno proceso de acreditación, la CNA de modo algo inexplicable externalizó una función financiera en una “aseguradora de riesgo” como Feller Rate, cuyos criterios están más bien asociados al mundo del “raitil” (y riesgos de la banca), a diferencia de una Universidad y sus externalidades -intangibles. A pocos días fue la propia Superintendencia de Valores y Seguros quien rechazo públicamente la función complementaria de la “asegurado de riesgos” designada por la CNA. Se trata de otro síntoma.  

Si bien conviene revisar los límites de la matriz estatal (intervencionista) respecto de otras formas de instrucción educacional donde se reconozca una mixtura entre bienes públicos y gestión privada, no podemos obviar  la ausencia de un debate nacional sobre la liberalización educacional durante los años 90’. Ello agravo la instauración de nuevas instituciones de educación superior –muchas veces- se sustentaban en base a decretos administrativos, o bien, en virtud de su carácter legal. Como si la expansión de la cobertura resolviera per se el difícil tema de la “calidad”. Es parte de la evidencia pública que en el caso chileno el proceso de des-regulación también estimuló la constitución de unidades con un débil fortalecimiento académico-institucional (falta de infraestructura, difusos estándares de calidad, problemas de inversión), como asimismo, la escaza entrega de información sobre la inserción laboral. No podemos desconocer que ello responde a un problema estructural por cuanto no se cauteló la relación entre formación profesional (perfil de egreso) y las demandas del mercado laboral –referidas al enrolamiento en focos de empleabilidad.

Hoy es necesaria la elaboración de un marco regulatorio (Superintendencia) que no implica el retorno a un estatismo educacional intrusivo. La Ley Beyer constituye una variante -extremadamente controversial- si atendemos a los ciclos de movilización del período 2011/2012.  Ahora es posible una mirada creativa sobre las nuevas mixturas público-privado, sus aportes y sopesar la constitución de modelos complejos de educación que bien pueden contribuir a una educación que –inclusive- pueda salvaguardar los territorios públicos de la ciudadanía. No podemos negar la existencia de Universidades privadas con vocación pública, este es el caso de una serie de instituciones que emergieron con un discurso crítico hacia la Dictadura –y que se harían parte de la invocada diversidad institucional. Convengamos que una Universidad puede defender una concepción pública sin estar sujeta a los dictámenes del Estado. Como antes señalamos “lo público” no es exactamente igual a lo Estatal; el ciclo de secularización que experimenta la sociedad chilena nos hace prever que se trata de un debate en desarrollo para los próximos cuatro años.

Conviene recordar que bajo el ancestral programa docente (1938-1970) los subsidios eran entregados a la educación superior sin mecanismos de auditoría en el uso de recursos estatales, y que alcanzaron en promedio más del 5% del PIB. Esto arroja un aspecto sustantivo dado que la inclusión estatal –contra el sentido común- también promovió la educación selectiva en la sociedad chilena durante el periodo desarrollista (1950-1970). Debemos señalar que el Estado chileno indirectamente  contribuyo a fundar una élite de la reforma. Aunque resulte contradictorio, la educación pública fue una experiencia reformista y al mismo tiempo “elitaria” que da cuenta del carácter selectivo de la Universidad Chilena  (1950-1970). En un nivel más operativo el reclamo actual pasa por una mayor asignación del PIB destinado a educación, tal cual lo han practicado sociedades europeas, más allá de su apego al modelo de bienes y servicios. El promedio de la OECD nos habla de un promedio  cercano al 5% del PIB, en cambio el modelo Chileno (pese a la des-bancarización) aún no alcanza esos niveles.

Más allá de la relevancia de las dimensiones sancionadas por la CNA para medir “calidad” (propósitos, integridad, estructura curricular, resultados del proceso de formación, recursos humanos, infraestructura y vinculación con el medio), existe un “vacío” referido a una dimensión más integral en torno a una ciudadanía con cualidades éticas y solidarias –expuesto en otro registro por el CRUCH. Esto resulta fundamental, a saber, la educación como un espacio de convivencia colectiva; como una extensión torna especialmente relevante dada la disgregación social en una sociedad de bienes y servicios. Más aún, cuando actualmente las fluctuaciones del mercado laboral y el déficit de cobertura estatal expresado en focos de empleabilidad; asesorías, diplomados, OTEC, cursos a distancia, que han ido fortaleciendo procesos que difieren de los clásicos postulados universales, culturales e ideológicos que eran el soporte de la educación integración social en el marco de un proyecto país. Se trata de un mercado educacional –con pocas prevenciones regulatorias- que expresa demandas inarticuladas y ello es un problema del mercado educacional.

Con relación al paradigma de turno de los últimos dos decenios cabe hacer una importante precisión. Los gobiernos de los últimos 20 años adoptaron una política que favoreció la continuidad de un diseño elaborado en los años 80’ referido a la educación superior, su privatización y el virtual desmantelamiento de las universidades públicas. Pero curiosamente los primeros informes de la OECD (2009), como también, políticas del BANCO MUNDIAL, estimularon –en el caso chileno- una insospechada vocación tecnocrática en los lineamientos educacionales, toda vez que destacaron el mejoramiento de la cobertura para el caso nacional. Es muy interesante consignar este punto porque nos ayuda a comprender la perpetuación de “enfoques” imperfectos. Esta es una fundada discrepancia técnica por cuanto no sabemos con qué evidencia y en qué tipo de juicio analítico la OCDE pudo concluir que –originalmente- no hubo una “disminución general en la calidad de la educación chilena”. No sabemos a que alude el concepto de “general” ni tampoco a qué dimensión de “calidad” se estaba refiriendo. Parece que aquí han primado más bien juicios de valor que un análisis objetivo de la realidad que interesaba abordar. En opinión de Luis Riveros (2013) este controversial informe sirvió para brindarle un sustantivo apoyo a todos los sectores que desde la Concertación eran los encargados de diseñar cambios que ordenaran el sistema educacional.

Sin perjuicio de la necesidad y relevancia de este proceso cabe consignar que los indicadores de logro (expansión de la matricula, retención, infraestructura, perfiles de egreso, calificadoras de riesgo) si bien representan “magnitudes necesarias” de preservar en la gestión académica, también pueden exacerbar el campo de “indicadores instrumentales” dejando en un segundo plano el carácter integral de ciudadanos con vocación publica: esta mixtura del rol privado en la gestión económica y de reforzamiento de la solvencia académica es un síntoma de la contradicciones de la mentada modernización en impuesta de facto a comienzos de los años 80’. Se trata de un aspecto que apenas consignamos pero que creemos también merece una reflexión más de fondo –sin perjuicio de la necesidad de las variables cuantitativas.

Por último, si bien cabe ponderar los aportes fundacionales de la cuestionada CNA, debemos subrayar que su acento en la dimensión presupuestaria  obstruye un debate de excelencia encabezado por figuras académicas nacionales –con prescindencia de las representaciones corporativas. Ello, como ya lo señalamos, quedó al descubierto el año 2012 en un incidente bochornoso y de ribetes públicos que enlodo gravemente la institucionalidad de la CNA. De allí que la Superintendencia de Educación podría constituir una institución que permita mejorar los mecanismos de acreditación que eran parte del aporte fundacional de la CNA. Pero estos aspectos deben trascender radicalmente la tentación administrativa y financiera –y los mecanismos de mercado- que hemos visto en los últimos años. El problema de fondo se relaciona con que la acreditación funciona como un subsidio a la demanda por cuanto el crédito con aval del Estado (CAE) se obtiene bajo la visación de la CNA: ello estimula una “mezcla” entre asignación de recursos y mecanismos de aseguramiento de la calidad. Estos aspectos “defectuosos” deben ser corregidos si la Universidad Chilena no quiere padecer la desazón de un “acreditador no acreditado”.     

 

Por, Mauro Salazar. Sociólogo. Magister © en Estudios Culturales. Investigador  Asociado. Universidad ARCIS , y

Juan Carlos Orellana. Doctor en Educación y Sociedad. Universidad Autónoma de Barcelona.

El Ciudadano



* Disponible en WEB. http://www7.uc.cl/webpuc/piloto/pdf/informe_OECD.pdf

 

                                                         

 

 

 

 

 

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