Neoliberalismo y la dictadura que nunca se fue

Ahí te vimos, como nunca antes, de boca al suelo

Por Mauricio Becerra

17/01/2016

Publicado en

Chile / Justicia y DD.HH

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narco

Ahí te vimos, como nunca antes, de boca al suelo. El resultado: mil golpes a la indiferencia de nuestras vidas. Mientras tanto las tv siguen intactas en las vitrinas de la multinacional

Que se haya vuelto un hecho excepcional el prestarle atención al vecino es cosa de conferirle toda nuestra inquietud. ¿En qué momento pasó eso? ¿Que suscitó que el vínculo comunitario se fuese diluyendo hasta volverse una excepción? Bien podría traer a colación lo que implica la lumpenización (del que ataca a su misma clase social) que el neoliberalismo chileno ha instalado sobre todo en las poblaciones más precarizadas de nuestro tejido social, y con ello poner de relieve toda la caja de herramientas cognitivas y categoriales ad hok, mas, en este caso me inclino a dialogar desde la tormenta que suscitó la muerte alevosa de una tía, hermana, madre, abuela, amante, amiga, vecina etc., cuestión que acontece en la memoria propia como un torbellino que bota con un viento inasible.

Comprender la vida a partir de la muerte no es más que comprender la vida en su totalidad y complejidad. Esto quiere decir que todos sabemos que en algún momento vamos a morir. Por tanto, la muerte como momento, parte o culminación de la vida, es algo que debiera presentársenos como lo más familiar del mundo. Sin embargo, en el cómo del morir es donde todo se tambalea de manera tal que nos hace marearnos. La muerte es familiar, no obstante, se vuelve profundamente infamiliar, siniestra cuando aquella toca la puerta de una persona amada , y más aún, cuando no toca esa puerta, sino que la golpea y echa abajo con una violencia sin precedentes para nuestra memoria. La muerte es infamiliar cuando la impotencia inunda cualquier posibilidad de dar respuestas a ¿por qué murió? ¿Por qué murió así? ¿Cómo murió? ¿Habrá sufrido?. Lo siniestro emerge desconsoladamente cuando sabemos que podría no haber muerto y más todavía, cuando merodeamos la idea de que nuestras fuerzas pudieron haber evitado ese desenlace.

II

Si se pudiera hacer cierta secuencial de los hechos, rezarían así:

El teléfono celular fue el testigo y la señal puntual para dar aviso que algo iba mal; su sonar sin parar daba muestra de que no estaba ni la tía, madre, abuela, hermana, amiga, etc. para contestarle. Advertimos dicha situación por lo que tu hermano se aproximó a tu casa para revisar qué sucedía. Allá llegó y el pánico lo inundó. La alerta no tardó en aproximarse a nuestros oídos y sin pensarlo nos abalanzamos de manera tal que por motivo de llegar a tu casa, la calle y su arquitectura comercial solo se convirtieron en simples imágenes desfiguradas. Llegamos y te vimos como nunca antes, de boca al suelo, y solo el pulso acelerado de quienes te tocamos mostraba algún indicio de vida. Los momentos seguidos son un tanto inciertos, hay un borrón nervioso que impide hilar la secuencia. El celular volvió a ser el agente para dar aviso, los autos volaron por las carreteras para llegar con toda prisa al lugar siniestro. No obstante, antes de que eso sucediera, en la medida que intentábamos contener la excitación de la impresión mortal, logramos pensar en frío; darle aviso a la policía, pero por otro lado, con el pulso agitado intentamos dar con el tuyo, el cual no respondía, y es por ahí dónde vamos armando la escena. Allí dónde nos esforzábamos por encontrar algún signo vital, estaban las marcas punzantes, cuestión que descartaba automáticamente la causal accidental, de una caída por ejemplo, de la sangre que ocupaba el piso del living manteniendo sumergido tu cuerpo. Al mismo tiempo dábamos con que ni tu televisor, dvd, ni aspiradora, estaban en el lugar de siempre. La secuencia se iba articulando; alguien te había asesinado con el fin de llevarse consigo esas tres fútiles mercancías, alevosamente, no con una, con dos, con tres, con cuatro ni con cinco cortes, sino que con seis, y en el mismo lugar. Tu cuello que en antaño cobijó y calmó el llanto de tu único hijo, era violentado para no volver a servir de sostén más que a la ajena e inevitable muerte.

Ni tan inevitable, al menos la tuya.

Un estruendo de llantos por la muerte inesperada que azotaba la vereda ponía helado a cualquiera. El desarrollo protocolar de sitiar pericialmente la escena del crimen fue cosa de minutos, ya nadie salía ni entraba al pasaje, esa cinta amarilla simbolizaba lo peor. Algo poco usual llamaba la atención: los vecinos de casas pareadas no eran los primeros en salir a dar explicaciones ni comentarios de lo acontecido, al contrario, de sus casas solo salía un halo de mal oliente indiferencia. Así lo ponía en evidencia cuando el pastor evangélico que tenías de vecino, o más bien, de cohabitante de un pedazo de terreno, se defendía argumentando que su vida no se metía con las otras vidas del pasaje.

Por ahí se empieza a armar el asunto; Cómo poner el nervio frío ante la brutalidad y la infamiliaridad de la muerte, y no de cualquier muerte, sino que de una inesperada, alevosa. Veamos…

III

Sospechoso no culpable durante 120 días de investigación, prisión preventiva mientras se logra armar un relato que muestre alguna verdad. <<Me pitié (maté) a una vieja>>, se vanagloriaba mientras jugaba un partido de baby futbol unas horas después del acontecimiento. Cabro chico, choro que se salva con la gente de su población, corta caras, usuario de Facebook con fotos que muestran falopa (cocaína) en cuerpos de mujeres sin ropa, pistolas 9 mm apostadas como insignias, etc . Resulta que quien dio muerte no era un desconocido, sino que era ese que pasaba algunos días de la semana por el pasaje pidiendo algún peso o alguna comida. Ya ni recuerdo como le decían, pero le conocían bien, también la tía, hermana, mamá, abuela, a la que dio muerte. Ahí está el resto más desquiciado de este modo de vida neoliberal. “Pitearse a la vieja”, esa que no importando la precariedad de una jubilación irrisoria, de unos pesos que caían por allá o por acá a expensas de algún trabajo esporádico, de la ayuda mensual del único hijo, apañaba de igual manera, no dudaba en prestarle ropa al cabro flaco que se veía que lo necesitaba. Matar a quien lograba desaprehenderse de la frivolidad de la vida individual a través de ese instinto tierno-maternal de supervivencia del otro.

Lo que se deja ver, por tanto, es la máxima de conseguir a costas de cualquier precio algún objeto que sea rentable a corto plazo; el LCD, la aspiradora, etc. No reconocer quién es quién. La guerra es total; intimidar a los míos, esos que alguna vez pudieron mirar con ternura como corría el niño, y que tampoco pudieron hacer nada para que dejara de correr y aproximarse hasta caer abruptamente al abismo. La población narcotizada no de narcóticos, sino que de narcos. Las imágenes más estúpidas del espectáculo moldeando los instintos de los más chicos, ahí lo terrible. El narco es el empresario ilegal, pero que “la hace toda”. El que todo lo consigue cómo y cuándo quiera. Un financista cualquiera que poco le importa si hay que eliminar a alguien para conseguir el acceso al objetivo deseado: mercancías de las más absurdas. El imperio de la mercancía es el que pone y torna invisible el límite entre la vida y la muerte. La aspiración e inspiración del estilo narco no deja de ganar terreno, no cesa de continuar convirtiendo espacios que alguna vez fueron comunes en campos de batalla de día y noche, un trazado de dominación bastante claro; el estatus existencial y social es medido de acuerdo a quien pueda dar más muerte. Los vecinos no dejan de susurrar que viven y caminan con miedo, ese que justifica que las policías al interior de las poblaciones sean la solución más rápida y menos efectiva al problema. El modelo aspiracional narco rápidamente se transforma en una fábrica de pequeños dictadores que instalan la ley del más armado al interior de sus propias poblaciones, esos que irrumpen con la actitud de “no tenemos nada que perder” e instalan un miedo paralizador, desertizador que pulveriza cualquier relación comunitaria y colectiva en los espacios comunes de una población, una villa, un barrio, un pasaje, etc.

Tanto el narco como el universiario taxi (1) , el trabajador a contrato, sub contrato u honorario, el estudiante PSU o SIMCE, el postulante a CONICYT, FONDART, FONDECYT, etc., no son otra cosa que las partes constituidas y que constituyen una modulación del capital que han denominado como neoliberalismo, la modulación que la economía política chilensis, en un principio con el shock económico y de guerra de la dictadura militar y sucesivamente con la solidificación que llevó a cabo La Concertación, tatuó en la carne y en los huesos de una sociedad atemorizada por el desfile de los militares en las calles, por un lado, y deseosa de un modo de vida capaz de adquirir todo tipo de mercancías, por otro. Cuando el Estado dejó de hacerse cargo del bienestar de las personas para dar paso a la privatización de los derechos sociales, fue cada cual según sus propias habilidades, es decir, poder adquisitivo, el que tuvo que comenzar a forjar su propia trama de supervivencia; así lo muestran la lógica de las AFP’s, ISAPRES, etc.

Finalmente, lo que este desgarrador modo de vida neoliberal pone al descubierto, es que no son tanto el amor, la patria, ni la hospitalidad los sentimientos que regulan nuestra vidas, sino que la competencia para acceder a un modo de vida deseado de mercancías, el que se proyecta como el horizonte hacia el cual orientar nuestras fuerzas, lo que no es otra cosa que la destrucción de cualquier vínculo comunitario posible.

IV

Nos percatamos que la condición que permite que el narco azote las poblaciones no es otra que la de, por un lado, la prescripción como ilegales de una serie de drogas (marihuana, cocaína), y la de dejar a la intemperie quienes padecen una enfermedad, como la adicción a la pasta base por ejemplo, pues solo los mayores de edad en Chile pueden acceder a planes de rehabilitación de drogas, pero sabemos que la mayoría de pastabaseros no comienzan a los 18 años, sino que a los 12, 14 14, 15. Por otro lado, alrededor del 90% de los centros de rehabilitación de drogas y alcohol son privados. Lo que esto pone al descubierto, es que el problema de las drogas, que según la ley 20.000 (ley de drogas) y sus predecesoras, es uno de salud pública, no es así, sino que más bien se trata de un asunto de orden policiaco-penal. Ante el desolador panorama nos damos cuenta que el asunto pasa ante todo por uno de orden gubernamental: por poner en cuestión una lógica que no ha cesado de dar muestra de su fracaso desde el momento de su puesta en marcha por allá por la década de los 70’: la guerra contra las drogas que EEUU declaró en 1971, política que el Estado chileno hizo suya inclusive desde los vientos populares del gobierno de Salvador Allende, lo cual traza una línea explicativa en torno a todas las leyes de drogas hasta le fecha, las cuales se han enmarcado en el paradigma prohibicionista. Desde 1971 hasta 2005, lo que los distintos gobiernos de turno -la Concertación, la Alianza y actualmente la Nueva Mayoria-, han procurado, es tecnificar y sofisticar cada vez más los medios de cómo volver más efectivo una función punitiva, y de esta manera convirtiendo a la salud pública, como concepto y preocupación articuladora de las políticas públicas sobre drogas, en una palabra, significante vacío que pulula en una deriva infinita por las calles, barrios, poblaciones, pasajes, en donde transitan ciudadanos narco-tizados.

. . .
¿Qué es lo que queda? La impotencia de depositar la justicia en las manos del Estado, el cual deja al descubierto otro mecanismo igualmente de disfuncional; la cárcel. Lo anterior solo nos recuerda que el Estado actual, al igual que el narco, no cesan de anular nuestra potencias colectivas.
Así versaba la broma de que en Chile las instituciones funcionaban, pero qué más se puede esperar de un marco representativo de políticos profesionales por un lado y de una sociedad más civilizada que organizada, por otro. ¡Que se vayan todxs!

Gustavo Yáñez González

* La imagen que acompaña este artículo corresponde al facebook de quien punzó hasta dar muerte

NOTAS:

(1) Llamamos estudiante taxi al que se desliza por la universidad, por la instituto o el CFT, con ningún otro fin que el de profesionalizar su vida para lanzarse hacia el campo laboral y existencial competitivo y así surcarse una vida en constante competencia con el otro. El taxi es el que llega y se va, el que se mueve sigiloso por las calles de la ciudad para conseguir algún pasajero.

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