Por Felipe Guerra (*)
En enero de 2020, un hombre falleció en el río Pilmaiquén en el contexto de un bautismo evangélico. La cobertura mediática de ese hecho fue sobria y empática: se habló de un accidente trágico, incluso de un acto heroico al intentar rescatar a dos menores, y se destacaron los esfuerzos de los equipos de emergencia. Nadie puso en duda la legitimidad de la práctica religiosa. Nadie culpó al pastor ni a la comunidad. Nadie sugirió que el rito fuera peligroso o cuestionable. Tampoco se publicó el nombre ni el rostro del pastor que dirigía la ceremonia. La escasa cobertura mediática que tuvo el accidente se limitó a consignar el hecho como una desgracia fortuita que generó pesar y solidaridad.
Cinco años después, el 19 de agosto de 2025, dos personas fallecieron en el mismo río durante una ceremonia mapuche que oficiaba la Machi Millaray en el antiguo centro ceremonial que existe en torno al río Pilmaiquén en el sector de Maihue-Carimallín. La reacción mediática fue radicalmente distinta. De inmediato se instaló un discurso de sospecha y criminalización. No solo se responsabilizó públicamente a la Machi y a las comunidades, sino que se llegó a calificar la ceremonia como un “rito satánico”, insinuando incluso la idea de un “sacrificio humano”. El dolor de las familias se transformó en espectáculo morboso, y el sentido espiritual de la ceremonia —una práctica de sanación (lawen)— fue invisibilizado. En contraste con el caso del bautismo evangélico, en esta ocasión casi todas las noticias se publicaron con el nombre y la fotografía de la Machi, exponiéndola directamente a la condena social.
El contraste entre ambos casos no es menor. En 2020 el bautismo evangélico se interpretó bajo el prisma de una fe legítima, reconocida socialmente, donde la tragedia se atribuyó a la mala fortuna y no a la religión misma. En cambio, en 2025 la espiritualidad mapuche se retrató como sospechosa, peligrosa e incluso demoníaca. Lo que en un caso fue un accidente heroico, en el otro se convirtió en un supuesto acto ritual perverso. Esa diferencia habla más de nosotros como sociedad que de los hechos en sí: revela el racismo estructural que opera en el tratamiento de las prácticas indígenas.
¿Qué explica este doble estándar?
Primero, porque en Chile existe una jerarquía de legitimidad religiosa: el cristianismo —en todas sus variantes— goza de reconocimiento y respeto, mientras que la espiritualidad mapuche todavía es vista como superstición o brujería. Esa mirada colonial persiste en el discurso público y en los medios, que no dudan en transformar una ceremonia ancestral en espectáculo sensacionalista.
Segundo, porque la figura de la Machi concentra múltiples estigmas: es mujer, es indígena y es autoridad espiritual. Esa triple condición la convierte en blanco fácil para discursos racistas y patriarcales que buscan deslegitimar su rol de guía y sanadora. En lugar de reconocer su autoridad, se la reduce a sospechosa.
Tercero, porque el río Pilmaiquén no es un territorio cualquiera. Es hoy escenario de un conflicto prolongado entre comunidades mapuche y la empresa estatal noruega Statkraft, en torno a la construcción y operación de centrales hidroeléctricas. Ese trasfondo marca una diferencia crucial: mientras el bautismo evangélico no estaba atravesado por disputas territoriales ni intereses económicos, la ceremonia mapuche se desarrolla en un espacio cargado de tensiones políticas, económicas y culturales. En este contexto, criminalizar a la Machi y deslegitimar la espiritualidad mapuche resulta funcional a un relato que favorece a la empresa y al Estado, al desplazar la atención desde el conflicto por el agua y el territorio hacia la supuesta “peligrosidad” de un rito indígena.
Esta comparación muestra que no se trata solo de cómo se narran las tragedias, sino de cómo se jerarquizan los derechos. Cuando muere alguien en el marco de un rito cristiano, el hecho se cubre con respeto, se reconoce la fe de la comunidad y se guarda silencio sobre cualquier responsabilidad colectiva. Cuando mueren personas en el marco de una ceremonia mapuche, la espiritualidad es cuestionada, las autoridades tradicionales son culpabilizadas y el pueblo entero queda bajo sospecha.
El pueblo mapuche tiene el mismo derecho que cualquier otra comunidad a practicar su fe sin ser estigmatizado. Y nuestra sociedad tiene la obligación de reconocerlo. No podemos seguir reproduciendo discursos que transforman las prácticas espirituales indígenas en objeto de sospecha, ni permitir que tragedias humanas sean utilizadas como cortinas de humo para invisibilizar conflictos territoriales de fondo. El Pilmaiquén no solo es escenario de accidentes; es también un territorio en disputa donde se juegan derechos, memorias y futuros colectivos. Y cómo contamos lo que ocurre en sus aguas dice mucho sobre quiénes somos y qué jerarquías seguimos sosteniendo.
(*) Abogado y Doctor en Derecho de la Universidad Austral de Chile. Académico del Departamento de Ciencias Jurídicas de la Universidad de La Frontera. Miembro del equipo jurídico del Observatorio Ciudadano
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