Opinión

Amistades forzadas

Nos encontramos cada vez más cerca al aniversario del que Roosvelt bautizó como "el día de la infamia", y con esto el entender qué relaciones tuvieron que haber existido para terminar la II Guerra Mundial

Por El Ciudadano México

06/12/2021

Publicado en

Columnas / México / Puebla

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Por Enrique Condés Lara

El 7 de diciembre de 1941, hace 80 años, tuvo lugar el ataque aeronaval japonés contra la flota estadounidense estacionada en Pearl Harbor que hizo verdaderamente mundial a la II Guerra. El presidente Roosevelt lo calificó como “el día de la infamia”, pero el primer ministro Winston Churchill exclamó: “Desde luego, esto simplifica las cosas…ver a los Estados Unidos a nuestro lado, constituyó para mí una inmensa alegría” (Memorias. T. VI. Orbis, Barcelona, 1985. p.203). La agresión, sin embargo, generó un conjunto de realineamientos de países y fuerzas más amplio.

La alianza que durante la II Guerra Mundial integraron a partir de entonces Inglaterra, Estados Unidos y la Unión Soviética, bajo la cual se arroparon en segundo término los franceses libres de Charles de Gaulle, los partisanos yugoslavos de Tito y los nacionalistas chinos de Chiang Kai-shek, en un tercer nivel los gobiernos en el exilio de Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Grecia, Luxemburgo, Checoslovaquia y Polonia y, como furgón de cola, las naciones latinoamericanas que declararon la guerra a los países del eje, fue una asociación no deseada ni buscada por sus integrantes, impuesta por las exigencias militares del momento.

A lo largo de 1938 y 1939, la Unión Soviética presentó diversas iniciativas a Inglaterra y Francia para enfrentar en común a la Alemania nazi. Pero los ingleses empeñados en apaciguar a Hitler cediéndole terreno, descartaron las propuestas. No veían con malos ojos las aspiraciones alemanas sobre el este de Europa, Ucrania y la URSS; y a la vez que desplegaron iniciativas diplomáticas y políticas para pactar con la Italia fascista de Mussolini. En respuesta, a fines de agosto de 1939 la URSS firmó un pacto de no agresión con Alemania que dejó manos libres a los nazis para irse contra los ingleses y franceses (y la chiquillada: polacos, daneses, noruegos, belgas, holandeses). La antisoviética campaña de insultos y satanizaciones que veinte años abanderó Winston Churchill y quien poco después sería designado primer ministro de la Gran Bretaña, gran fuerza cobró entonces, solamente para dar lugar, tras el ataque contra la Unión Soviética en junio de 1941, a una cantidad de elogios y reconocimientos de la “bravura” y “heroicidad” del Ejército Rojo y del pueblo ruso, preparatorios para alcanzar un acuerdo con Stalin. Abundantes estudios, memorias y relatos han registrado suspicacias, intrigas y sordas maniobras que mediaron las entrevistas, discusiones y convenios entre Churchill y Stalin, a los que poco después se agregó Roosevelt y, a partir de abril de 1945, Harry S. Truman. 

Con tales antecedentes, a Stalin nunca pudo quitársele de la cabeza que sus aliados occidentales posponían deliberadamente la creación de un segundo frente occidental porque buscaban que la maquinaria militar nazi se desgastara lo más posible en el frente ruso. Y no estaba del todo errado: en 1943, Churchill convenció al presidente norteamericano, quien tras la campaña en África del Norte pretendía llevar a cabo cuanto antes los desembarcos en Francia, que debían golpear a los nazis en sus “partes blandas”, esto es, atacar Italia a partir de Sicilia. Detrás estaba el interés británico por recuperar, tras la guerra, su predominio en el Mediterráneo, afianzar su influencia en los Balcanes, en Hungría, en Checoslovaquia y en Austria y, desde ahí, de ser posible, detener la influencia soviética sobre Europa Occidental. Pero la Wehrmacht contuvo a los aliados en Italia y frustró sus planes. 

Aún cuando había decidido plegar su política exterior y militar completamente a las directrices norteamericanas, Churchill nunca pudo desembarazarse de sus viejas nostalgias imperiales. Fue esa una de las principales razones que lo llevaron a chocar con Charles de Gaulle y los ímpetus colonialistas guardados tras de sus proclamas de “restablecer la Gran Francia”. Ambos personajes soñaban con mantener sus posesiones de ultramar y, como había sido desde antes de la guerra, existían zonas en el Levante por las que rivalizaban: Irak, Siria, Líbano. 

Churchill estaba sentido con la “arrogancia” de De Gaulle. A tal grado era su disgusto que en la primavera de 1943 decidió impedir que saliera de Inglaterra rumbo a Argelia. Entonces, De Gaulle le reclamó: “Soy su prisionero. ¡Pronto me va a mandar a la isla de Man!”. –No mi general, respondió el primer ministro británico, para usted, tan distinguido, siempre está la Torre de Londres. (Francois Kersaudy: De Gaulle y Churchill. El Ateneo, Buenos Aires, 2004. p. 311). Mucho peores fueron las relaciones entre Roosevelt y De Gaulle, quienes nunca simpatizaron entre sí, ni se entendieron. Para el líder de la Francia combatiente era inaceptable que los Estados Unidos sostuvieran relaciones con el gobierno pelele de Vichy al que los americanos pretendían neutralizar a fin de que los considerables destacamentos militares franceses estacionados en África del Norte no resistieron, en su momento, a los aliados. Más aún, veían a varios personeros de Pétain como posibles cabezas de un gobierno francés de posguerra; De Gaulle, por tanto, les estorbaba. “Una vez que América se había involucrado en la guerra —escribió de Gaulle—, Roosevelt entendía que la paz había de ser la paz americana, que le correspondía a él dictar las leyes de su organización, que los Estados aniquilados por la adversidad habían de someterse a su juicio, que en el caso particular de Francia había de ser su salvador y su árbitro… Políticamente no sentía, pues, ninguna inclinación a ponerse en mi favor”. (Memorias de Guerra. Planeta, Barcelona, 2006. p. 286) En junio de 1942, cuando De Gaulle supo que ingleses y norteamericanos preparaban una operación contra Dakar y Níger excluyendo a las fuerza francesas y de que había la idea de entregar Madagascar a Vichy, decidió emigrar a Moscú y pidió al embajador de la Unión Soviética que preguntara a su gobierno si aceptaría acoger a la Francia Libre. Finalmente, se mantuvo en Londres debido a que, conciliadoramente, Churchill le ofreció garantías sobre Madagascar.

Las suspicacias llegaron al extremo de que británicos y americanos ocultaron a De Gaulle hasta el último momento el lugar y el día en que se realizaría el desembarco en Francia, pasando por alto que fuerzas francesas formaban parte de los contingentes participantes y del importante papel que deberían jugar las fuerzas galas del interior (resistencia). No fue antes del 23 de octubre de 1944, cuando el gobierno norteamericano reconoció oficialmente a Charles de Gaulle y al Gobierno Provisional de la República de Francia. El enorme prestigio público adquirido entre los franceses y la opinión pública inglesa y estadounidense, tras cuatro años de resistencia y de lucha, fueron decisivos (Roosevelt no quería que este asunto le afectara en las elecciones de noviembre de 1944).

Más que por antipatías personales o, por el contrario, afectos particulares, el comportamiento y decisiones de Stalin, Roosevelt, Churchill, De Gaulle, Tito, Benes, Truman, Chiang Kai-shek y otros, respondían a proyectos e intereses del Estado o nación que encabezaban, a correlaciones de fuerza, cálculos políticos y conveniencias. Distintos entre sí, convergentes ocasionalmente, reunidos por necesidad, pero estratégicamente diferentes, al fin del conflicto bélico continuaron en las nuevas condiciones, sus planes, ambiciones y viejas rivalidades.

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