Plaza de la democracia

Te odio, México (1)

¿Conoces a Joel Roberts Poinsett?, él viajó a México para que las fronteras de los Estados Unidos avanzaran sobre territorio mexicano: él es unos de los primeros que solicita la anexión de Texas

Por Alfonso Yáñez

Buscando materiales para la columna Plaza de la Democracia, tuve la fortuna de encontrar un libro de 190 páginas editado en agosto de 1977 por Contenido, S. A., cuyo título Te Odio, México reproduce las memorias del primer embajador norteamericano en nuestro país, J. R. Poinsett, y advierte que “la primera edición inglesa fue publicada en 1825 con el título Notes on Mexico. En español, la edición más completa que circula actualmente (1977) es de la editorial Jus, S.A”.

La adaptación de las memorias al español, la hizo la excepcional periodista Cristina Pacheco que hace la presentación del autor y su obra misma que reproducimos a continuación:

El autor y su obra

A finales de 1822 llega a la ciudad de México un hombre elegante, refinado, culto y un tanto enfermizo. Ávido de sentir el pulso del país, no hay salón, paseo, tertulia o casa que no frecuente. Jamás escatima sus habilidades de gran conversador y su paciencia es infinita siempre que alguien esté dispuesto a contestar sus extrañas preguntas. Pero ¿qué intereses lo mueven?, ¿quién lo envía, qué compensación recibirá después de arrostrar los peligros e incomodidades de un país lacerado que está al borde de la guerra?

Ese viajero se llama Joel Roberts Poinsett y nació el 2 de marzo de 1799, en Charleston, Virginia. Hijo de una acaudalada familia de origen francés, a los 14 años comienza sus estudios en Connecticut y tres más tarde se dirige a Inglaterra, donde recibirá la educación que corresponde a una persona de su rango.

Cuando llega el momento de elegir, opta por la carrera de medicina. Con ese objeto su padre lo envía a la universidad de Edimburgo, en Escocia, allí, su salud, naturalmente débil, pronto se ve quebrantada a causa del clima y Joel tiene que abandonar sus estudios. Sale de Edimburgo en 1798 y retorna a Inglaterra, ahora con el propósito de entrar en la carrera de las armas. Presenta su solicitud de ingreso en la academia militar de Wooolwish, pero le es denegada.

El incidente lejos de apartarlo de sus propósitos los vuelve más firmes y no duda en contratar a un maestro para que le dé clases particulares de gimnasia, equitación y las demás disciplinas a las que tienen acceso los jóvenes cadetes de la academia militar de Woolwish.

Satisfecho de haber medido sus fuerzas en Inglaterra, siente la necesidad de regresar a Charleston, donde le expresa a su padre su renovado deseo de seguir la carrera de las armas. Éste, conocedor de la condición física de su hijo, le explica la conveniencia de elegir algo que sea igualmente atractivo, pero menos peligroso. Le sugiere dedicarse al derecho. El joven Poinsett, quizá por una simple cortesía o por la conciencia de un deber filial, acata la opinión de su padre, pero al año abandona los códigos. Sólo un viaje a Europa puede satisfacer sus inquietudes y parte hacia allá en año de 1801.

Nápoles lo fascina y en París donde -pronto es conocido como un hombre elegante, culto y espléndido -su casa se vuelve centro de reunión de los bonapartistas más notables, que aprecian en Poinsett sus extraordinarias cualidades y su amplia cultura, pero sobre todo sus dones de conversador– armas que después pondrá al servicio de sus misiones diplomáticas secretas.

El aventurero que había en Poinsett -este hombre voluntarioso que trata mediante una actividad ininterrumpida, de ignorar la tuberculosis que lo mina– encuentra una magnífica oportunidad para realizarse cuando un amigo le propone recorrer a pie Suiza e Italia. Así, llega hasta Nápoles y de ahí se embarca rumbo a Sicilia.

Estos viajes no solo le reportan conocimientos prácticos respecto a la política y la economía de otros países, sino que lo acercan a las personalidades más importantes de su tiempo, así, tiene oportunidad de cautivar, con su charla, a la exquisita madame de Stäel y a Guillermo Von Humboldt -hermano de otro de nuestros más ilustres visitantes- con quien sostiene una estrecha amistad. Desde la cumbre de su éxito social, desde la cómoda posición que puede comprar con su dinero, Poinsett lo observa todo, con una mirada crítica implacable que capta lo mismo al insecto, la trampa en mínima escala, que la gran corrupción, en todas partes floreciente. Por lo pronto no hay hotel, médico, fonda o mesón que no se convierta en blanco de sus críticas.

En Europa recibe la noticia de la muerte de su padre. Vuelve a América, donde se encuentra solo y rico. Dos años se aleja del mundo para meditar, quizá, acerca de sus enfermedades, sus verdaderos intereses o simplemente para trazar un plan que lo convierta en un hombre fuerte y poderoso, al menos como figura pública.

En 1806, vuelve a Europa, visita Suecia y Finlandia; después marcha a Rusia. En San Petersburgo fascina a la corte y la alta sociedad lo convierte en su ídolo. Atraído por su prestigio, el propio Zar Alejandro I le brinda una amistad estrecha y lo convierte en el depositario de su temor ante la inminente invasión napoleónica.

Poinsett prolonga durante 2 años su estancia en San Petersburgo y luego vuelve a Washington, donde inmediatamente se pone en contacto con el presidente Madison. Éste, deslumbrado por los conocimientos y el aire cosmopolita de Poinsett, trata de incorporarlo al ejército, pero la Secretaría de Guerra se opone a ello.

Ya para 1810 tiene la merecida fama de “el americano mejor informado acerca de la política europea”, cosa que llegará a ser de gran provecho para los Estados Unidos, que deseosos de ensanchar su poderío, quieren aprovecharse del momento en que con la independencia se abran al comercio mundial los territorios americanos que España explotó desde el siglo XVI.

El presidente Madison se da cuenta de que un hombre como Poinsett puede ser decisivo en momentos en que los Estados Unidos inician su expansión imperial y la guerra con Inglaterra parece inevitable; comprende que sólo él posee las cualidades y los conocimientos para introducirse en territorio americanos sin exponer sus intereses ni arriesgar el juego de la política norteamericana. Así, el 27 de septiembre de 1810 -en plena efervescencia de los movimientos independentistas- Poinsett es instruido por el ministro de estado, Robert Smith, quien lo comisiona para convencer a los insurrectos sudamericanos acerca de la ventaja de un trato comercial con Norteamérica. Se le pide, además, que pondere la buena voluntad de los Estados Unidos, para iniciar una relación amistosa y siempre al margen de sus formas de gobierno nacionales o sus relaciones con las potencias extranjeras. Finalmente, se le advierte que su misión será secreta, pues el espionaje internacional despliega todas sus capacidades, ya que Inglaterra azuza a España contra Francia. Se teme. además, que ocupe sorpresivamente Cuba y Florida y que ayude a sofocar los brotes rebeldes, cosa que le brindará oportunidad para apoderarse del comercio en Latinoamérica.

Bien aleccionado, consciente, capaz, Poinsett sale rumbo a Brasil a mediados de 1810. Allá permanece dos meses, al cabo de los cuales se le dan cartas que lo acreditan ante los miembros de la junta de Buenos Aires, a donde llega el 13 de febrero de 1811. Le bastan unos cuantos días para darse cuenta de que la influencia británica en esa provincia es decisiva. No se da por vencido. Este primer obstáculo le demuestra que sus actividades se ven limitadas por la falta de una posición oficial. Solicita credenciales diplomáticas a Washington. El presidente Madison se concreta a nombrarlo cónsul general en Buenos Aires, Chile y Perú.

Aún con este nombramiento sigue en desventaja frente a los británicos. Decepcionado, deja el consulado en Buenos Aires y a fines de 1811 toma la ruta de los Andes. Llega a Chile, donde encuentra un ambiente propicio y se apresura a desplegar todos sus conocimientos y habilidades. Muy pronto logra convertirse en un hombre importante y el 24 de febrero de 1812 lo recibe la junta de gobierno presidida por José Miguel Carrera, quien a la vuelta de unos meses se convierte en su amigo íntimo.

Poinsett conoce en Santiago de Chile una de las mejores épocas de su vida. Su influencia en los medios políticos llega a ser tan grande que se atreve a proponer que los chilenos se independicen el próximo 4 de julio, símbolo de una alianza tácita entre los Estados Unidos y Chile. El acontecimiento es celebrado con una suntuosa recepción a la que acuden los norteamericanos más importantes radicados en Chile.

La ambición de Poinsett ya no tiene límites, su actuación es más abierta cada día. Su influencia se prolonga durante cinco años.  En el Diario Militar, Carrera llega a calificarlo como “el mejor chileno”. Su posición se tambalea cuando aquél es fusilado y sus adeptos pierden posiciones.

Hábil, incansable, ambicioso, Poinsett comienza a planear su viaje a México, donde todo será para él motivo de crítica, escándalo, disgusto, burla…; todo, menos el paisaje que siempre encuentra magnífico.

De sus andanzas por la República mexicana nos habla este libro de notas donde Poinsett -hábil en el arte de la observación- recoge y capta los móviles y mecanismos que denuncian a la sociedad mexicana del siglo XIX, sobre cuyos hombros pesa la tambaleante figura de un emperador de pacotilla: Agustín I.

Pero ¿cuál es el objeto de este viaje?, ¿cuál puede ser la compensación ante los disgustos y peligros que a cada paso asaltan a Poinsett? ¿Simple curiosidad, cómo él dice? No. Entre otras cosas, el enfermizo y colérico norteamericano pretende que las fronteras de los Estados Unidos avancen sobre territorio mexicano: él es unos de los primeros que solicita la anexión de Texas.

Este hábil agente a quien se considera el precursor de la CIA, murió -tal vez satisfecho de su actuación política- el 12 de diciembre de 1852, luego de una larga existencia al servicio del imperialismo yanqui.

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