Murió como vivió: fiel a su tiempo, a su gente y a sus convicciones. José “Pepe” Mujica, expresidente de Uruguay y figura icónica de la izquierda latinoamericana, falleció este lunes a los 89 años, tras enfrentar con entereza un cáncer de esófago que lo mantuvo activo hasta los últimos meses de vida. Su partida no solo marca el cierre de un capítulo político, sino la despedida de una generación que conjugó la utopía con la lucha concreta.
De guerrillero tupamaro a presidente austero, Mujica transitó los extremos de la historia uruguaya con la misma coherencia que lo convirtió en referente internacional. La cárcel, la clandestinidad, las armas y las cloacas fueron parte de su pasado revolucionario, pero también la tribuna, el escaño, la palabra pausada y el mate compartido como símbolo de cercanía y diálogo.
Encarcelado durante 13 años —en condiciones que rozaban la tortura—, Mujica no salió de prisión clamando venganza, sino democracia. Fue en 1985, con el retorno institucional al país, cuando decidió canalizar la lucha a través de las urnas. Desde entonces, su trayectoria política fue ascendente: senador, ministro, presidente y nuevamente senador, siempre bajo el alero del Frente Amplio y con la consigna de que otro mundo —menos injusto, más humano— es posible.
Si sus discursos eran sencillos, su vida lo fue aún más. Vivió en una chacra, manejaba su viejo escarabajo y renunció a buena parte de su salario presidencial para donarlo a causas sociales. Esa forma de habitar la política —como quien no se separa del pueblo ni desde el poder— lo transformó en un emblema ético, admirado más allá de las fronteras del progresismo.

En agosto de 2023, ya afectado por su enfermedad, sorprendió con una última jugada: respaldó la candidatura al Senado de la periodista Blanca Rodríguez, gesto que confirmó que su instinto político seguía intacto. Su popularidad, de hecho, permanecía incólume: compartía los primeros lugares en las encuestas con el actual presidente, Luis Lacalle Pou.
Pero si Mujica fue una leyenda política, también lo fue por sus raíces y memoria histórica. Hijo de migrantes vascos e italianos, encarnó la historia misma de su país: la mezcla, la lucha por la tierra, la influencia de los relatos porteños, las contradicciones familiares entre el nacionalismo rural y la insurgencia urbana.
“Difícil que el chancho chifle”, solía decir cuando le preguntaban por volver al poder. Pero a su modo, chifló, rugió y pensó con voz propia hasta el final. Hoy, el Uruguay y América Latina despiden a uno de sus últimos militantes irreductibles. Su legado —humanista, rebelde, popular— no se mide en cargos, sino en el corazón de quienes alguna vez soñaron cambiarlo todo sin perder la ternura.
A sus 89 años, Mujica falleció tras enfrentar con entereza un cáncer que se había extendido por su cuerpo. Hace apenas unos meses, había pedido morir con dignidad. Su compañera, Lucía Topolansky, confirmó en sus últimas días que el expresidente se encontraba en fase terminal y bajo cuidados paliativos. Su estado de salud ya no le permitía siquiera acudir a votar, y su cumpleaños número 90, que se celebraría el 20 de mayo, no alcanzó a llegar. Así se fue uno de los últimos rebeldes de América Latina, dejando un legado que no cabe en urnas ni en mausoleos, pero que perdurará en la memoria de quienes siguen creyendo que la política puede ser un acto de humanidad.