Por Luis Jara Correa
Este domingo los chilenos volvemos a las urnas, y aunque el rito democrático debiera ser siempre un acto de celebración cívica, hoy se percibe más como una rutina que como una verdadera oportunidad de cambio.
Lo que predomina no es el entusiasmo, sino el peso de una realidad que parece estancada: se vota por continuidad, no por convicción. Y ese sentimiento, extendido en buena parte de la ciudadanía, revela una fractura más profunda que cualquier disputa electoral. Es la sensación de que ningún liderazgo actual está pensando el Chile que viene, ese país que tantos anhelamos pero que nadie parece atreverse a construir.
Durante las últimas semanas, el país ha sido testigo de campañas que se repiten como un eco de elecciones anteriores. Las mismas promesas, los mismos diagnósticos, los mismos llamados. Y, sin embargo, la vida de las personas no mejora. Las familias lidian con un costo de vida que presiona cada mes; la seguridad pública se vuelve una preocupación central; los servicios del Estado parecen saturados o descoordinados; y las oportunidades de desarrollo se ven limitadas por un modelo que ya no conversa con los desafíos del siglo 21. En este contexto, la política continúa administrando lo urgente sin proyectar lo importante.
La falta de visión de futuro se ha convertido en uno de los mayores vacíos de nuestra democracia. No existe un liderazgo que impulse ideas transformadoras ni que se atreva a cuestionar los cimientos del sistema político y económico actual. En vez de eso, se apuesta a mantener la maquinaria funcionando a medias, sin innovar, sin modernizar, sin pensar en el país que podríamos ser. Y así, las elecciones parecen más un trámite obligatorio que una puerta hacia un mañana diferente.
Chile necesita volver a imaginarse a sí mismo. No como el país del ayer, ese que alguna vez se creyó el ferrocarril de una locomotora regional, sino como una nación capaz de reinventarse con audacia y creatividad. Necesitamos un proyecto de desarrollo que ponga en el centro a las personas: trabajos seguros, viviendas dignas, una relación más armónica con el medioambiente, ciudades mejor pensadas, un Estado más profesional y eficiente, y un ecosistema de innovación real que incorpore tecnología y conocimiento de forma responsable y estratégica.
Hoy la inteligencia artificial, la automatización, la investigación científica y la digitalización no son temas del futuro: son temas del presente, y sin embargo seguimos discutiendo como si el mundo no hubiese cambiado. Otros países ya están dando saltos importantes; mientras tanto, en Chile continuamos atrapados en debates circulares que no permiten avanzar. No se trata de adoptar tecnología por moda, sino de entender que su integración puede mejorar la calidad de vida, elevar la productividad, fortalecer el Estado y abrir nuevos caminos para que las personas puedan desarrollarse.
Pero esta ausencia de visión no es sólo responsabilidad de la clase política. También es un síntoma de un país que ha ido perdiendo la capacidad de exigir un proyecto colectivo. En demasiadas ocasiones, la ciudadanía se ha visto reducida a un rol pasivo, observando cómo la política se desgasta en pequeñas disputas sin impacto. Recuperar la esperanza no depende únicamente de que aparezca un gran líder, sino de que como sociedad decidamos dejar de conformarnos con lo mínimo. Cuando un país se atreve a imaginar un futuro distinto, siempre acaba encontrando quienes quieran liderarlo.
Y es precisamente ahí donde aparece una oportunidad. Aunque esta elección parezca marcada por la continuidad, puede convertirse en un punto de inflexión si dejamos de esperar que el cambio venga desde las papeletas y empezamos a construirlo desde la ciudadanía.
Las transformaciones profundas no nacen por decreto ni por casualidad: nacen cuando la sociedad empuja, cuando las ideas se movilizan, cuando las personas dejan de aceptar que “así son las cosas” y comienzan a preguntarse cómo podrían ser.
Chile ha atravesado momentos difíciles antes y, sin embargo, ha sabido reinventarse. La historia de este país está hecha de ciclos en los que, ante escenarios complejos, surge un espíritu que empuja hacia adelante. Ese mismo espíritu aún está presente hoy, aunque a veces parezca oculto bajo la decepción o el cansancio. Pero sigue ahí: en los emprendedores que innovan, en los jóvenes que estudian y participan, en las comunidades que se organizan, en los trabajadores que construyen día a día, en las familias que sueñan con un futuro mejor para sus hijos.
La esperanza no está en negar la realidad, sino en reconocerla sin renunciar a transformarla. Sí, la política hoy parece limitada, repetitiva, sin audacia. Sí, es difícil encontrar un liderazgo que piense a largo plazo. Pero eso no significa que el futuro esté condenado a ser igual al presente. Los países cambian cuando sus ciudadanos deciden que ya es suficiente. Cuando dejan de esperar que otros resuelvan sus problemas y comienzan a levantar nuevas ideas, nuevas conversaciones y nuevas expectativas.
No podemos seguir esperando indefinidamente a que aparezca un liderazgo ideal. Quizás el liderazgo que necesitamos aún no existe porque todavía no hemos creado las condiciones para que surja. Quizás ese liderazgo nacerá de una ciudadanía que recupere la confianza en su propio poder, que vuelva a soñar y que se atreva a exigir más. Tal vez la verdadera transformación comience el día en que dejemos de votar solo por continuidad y empecemos a construir continuidad en torno a un propósito común.
Las elecciones de este domingo no resolverán todos los problemas, ni abrirán de inmediato un nuevo ciclo político. Pero pueden ser el inicio de algo distinto si entendemos que la esperanza no es ingenuidad, sino determinación. Que soñar con un Chile mejor no es un acto romántico, sino un acto de responsabilidad. Y que cada vez que un país vuelve a creer en su capacidad de transformarse, termina encontrando el camino para hacerlo.
Porque aunque hoy la oferta política parezca limitada, nada impide que mañana surja una visión diferente. Nada impide que Chile vuelva a liderar, a innovar, a construir con valentía.
La esperanza está en lo que decidamos como sociedad en los días que vienen: exigir más, pensar más, participar más. En creer que todavía es posible un país que mire lejos, que piense en grande y que construya un proyecto digno del siglo 21. Y en eso, aún queda mucho por hacer… y mucho por creer.
Por Luis Jara Correa, artesano de mis sueños


