En la democracia chilena, a pesar del sufragio popular, podemos hablar de un poder que surge del derecho divino: desde 1833 hasta 1891, el gran elector era el presidente de la república, que designaba a los sucesores a su amaño, como también al senado y a la cámara de diputados; Chile se podía llamar república solamente porque la continuidad de la monarquía no era por derecho de sangre, sino por la sagrada voluntad del presidente de la república. El cambio principal, en la revolución de 1891, fue la elección de la presidencia y las cámaras, ahora por una pluto-oligarquía, que repartía los puestos entre sus miembros. De 1925 para adelante, son los partidos políticos quienes determinan los miembros del Ejecutivo y del Legislativo, con la sola diferencia de que los partidos tienen mayor inserción en la sociedad civil. Sólo en el corto período 1964-1973 puede hablarse, con propiedad, de una democracia participativa de masas.
. Es completamente inútil pedir a la democracia de derecho divino que renueve sus cuadros nobiliarios: una vez conquistado un sillón parlamentario, un cargo ministerial o la presidencia de la república, se supone que son ad eternum, como el sacerdocio. Tal ridícula es esta situación que la diputada Isabel Allende propuso una moción por medio de la cual se limitara la edad de los parlamentarios a 75 años, al igual que los cardenales.
Es que la democracia tutelada, semi-dictadura, o de los acuerdos, como usted la quiera llamar, a construido un perfecto sistema político, cuya ingeniería garantiza el poder monárquico al presidente de la república, casi sin contrapeso parlamentario, y un sistema electoral donde todos los sillones parlamentarios tienen nombres y apellidos. La sucesión entre demócrata cristianos y ejes progresistas, al menos en la Concertación, ha sido matemática y perfectamente armónica: diez años para los primeros y otros diez para los segundos, lo equivale a decir que, en veinte años, no ha habido ninguna sorpresa: todo ha funcionado muellemente, en acuerdos entre castas.
No faltan candidatos que propongan primarias abiertas para elegir a todos los candidatos a cargos que emanen de la soberanía popular, lo que sería avanzar un grado en la democracia. Personalmente, dudo de que las castas de esta democracia de derecho divino estén dispuestas a competir en primarias, salvo que les aseguraran que, aun llegando segundo, algo similar a lo de Pinochet, que” compitió solo y llegó de segundo”, o como Frei y Allamand, que tenían los cargos cocidos antes de presentarse.
La UDI es un partido que desprecia la democracia, por consiguiente, siempre funciona en consejos, compuestos por los fundadores, seguidores de Jaime Guzmán, un ideólogo del neo conservantismo cristiano. La UDI tiene algo del populismo de la primera Falange, de José Antonio Primo de Rivera y, en la actualidad, intenta imitar a alguno de los populismos de derecha latinoamericanos y europeos. Es un partido que pretendía ser mesiánico, pero que con los años se ha ido convirtiendo en una parte del establecimiento apitutado. Poco a poco, las diferencias entre los dirigentes de la UDI y RN se van haciendo mínimas.
En el caso de la UDI, mucho más autoritaria que la Democracia Cristiana, los díscolos hicieron un acto de contrición perfecta, algo similar al auto de fe – de la Inquisición-. Hay que dejarse de tonterías: lo que une a la derecha no es una concepción ideológica, ni menos un proyecto de país, sino la ambición desmedida de apropiarse de la única parte del botín que le ha sido esquivo hasta ahora, desde 1958, en base a elecciones. Este tesoro no es despreciable: consiste en una serie de cargos gubernativos, en los cuales se come bien sin trabajar, todas las intendencias y gobernaciones, además de los cargos parlamentarios. Sebastián Piñera deberá convertirse en el capitán de la legión que reparte entre sus soldados las joyas, que antes pertenecían a la Concertación.
Toda la habilidad de los condotieri de Milán consistía en repartir, equilibradamente, el botín .