En torno al arte de la política

“Las masas -en palabras de Elías Canetti esas muchedumbres que reclaman, ansían, lloran o vociferan- han jugado desde siempre un papel central en la política

Por Director

26/09/2008

Publicado en

Columnas / Política

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“Las masas -en palabras de Elías Canetti esas muchedumbres que reclaman, ansían, lloran o vociferan- han jugado desde siempre un papel central en la política. Saber halagarlas es una de las habilidades fundamentales de quien aspira al poder. Saber contenerlas, y sobre todo decirles que no, es una de las virtudes de quien alcanzó el poder del Estado.

Porque una cosa es aspirar al poder y otra cosa distinta es ejercerlo.

Confundir ambos planos -ejercer el poder como quien aspira a él, que es lo que el gobierno hizo esta semana- tarde o temprano se revela como un error”. Carlos Peña, www.emol.com, Domingo 08 de Junio de 2008

En el presente artículo problematizaremos en torno al “arte la política”, especialmente en el ámbito de las relaciones y redes de poder que  habitan e interactúan desde  y hacia el Estado nacional (específicamente de esa política pública que es un auto-considerado patrimonio de la clase política).

En el año 1977 el  periodista español  Joaquín Soler Serrano entrevisto a Octavio Paz en su programa de televisión “A Fondo”, en aquella tertulia el futuro premio nobel azteca manifestó su desconfianza en la política, especialmente en la ilusión moderna de pensar que, a través de ella, se haría del hombre un ser virtuoso.

La ilustración había  postulado, imbuida en los principios del humanismo rousseauniano, que el hombre era bueno por naturaleza y que el racionalismo (logos) en el largo plazo le haría alcanzar la felicidad: la historia supondría la evolución progresiva de la humanidad, es decir, que el hombre en el transcurso de la historia se iría perfeccionando hasta alcanzar la sociedad perfecta. Pero el progreso moral  y político no fue directamente proporcional con el progreso científico técnico. Es más, los adelantos tecnológicos terminaron convirtiéndose en un arma que no sólo terminó atentando contra la humanidad, sino que también en contra de la naturaleza (en general, en contra de la vida).

Un buen ejemplo que simboliza el quiebre de esta promesa trascendental -en el aspecto de degradación del sentido de lo humano y de la destrucción de la naturaleza – fueron las bombas en Hiroshima y Nagasaki. Aquel bombardeo significaría una fisura más en los supuestos de la modernidad, la negación de su promesa, la negación más radical del otro: la capacidad consciente y planificada de destruir “lo humano”. En ese sentido, la ilusión moderna de pensar que la política cambiaría “buenamente” al hombre fue un error, una confianza a priori demasiado ciega.

La política debería entenderse en la lógica argumental del “hombre lobo del hombre” de Hobbes o del hombre “malo por naturaleza”  de Maquiavelo. Hannah Arendt, impactada por los horrores del holocausto nazi incluso llegaría a hablar de un “mal radical”, exageración que terminará suavizando posteriormente con el concepto de “banalidad del mal”: ambas son potencialidades factibles en el hombre, en ambas se niega la humanidad del otro, en ambas es el discurso político público la punta de lanza que abre fríamente los corazones.

Sobre el concepto de poder

En política predomina el deseo de poder. Una respuesta a ello puede hallarse en la relación estrecha que existe entre ambición (ego) y política (poder). Un buen ejemplo de esta vinculación a veces patológica es la tragedia Macbeth de  Shakespeare. Pero este afán de “ambición de poder” también se expresa en la necesidad profunda de trascender: el poder busca trascender, busca ser recordado. La política, a su modo, persigue la gloria.

Pero el poder político necesita materializarse en obras concretas, en obras que den cuenta del grado de poder, y si bien existen también argumentos estratégicos, políticos, económicos y religiosos, los actos son movidos por una intencionalidad que trasciende la situación temporal.

El  poder político, a su vez, debe ser y parecer. El Congreso nacional en Valparaíso, por ejemplo, es una manifestación simbólica de poder (es una enorme mole que se ve desde casi toda la ciudad). Ceremonias, ritos, e incluso el lugar que ocupe una “autoridad” en un evento público es una manifestación simbólica de poder.

El poder político es rico en simbolismos.

La guerra ha sido considerada por algunos pensadores como “la política por otros medios” (Clausewitz), incluso las relaciones humanas de amistad-enemistad ponen en evidencia la nitidez de este argumento.

La política “es” y ha sido pragmatismo puro. La política “es” una especie de vocación por el poder en que el arte de la persuasión se torna exitoso solo en sus resultados.


El Estado nacional como instrumento.

El Estado nacional es una araña que teje el suicidio de su alimento.

La función del Estado nacional de aspirar por el bien común siempre fue un aborto, incluso en su fecundación burguesa revolucionaria. El Estado nacional,  si es que entrega o reparte cuotas de poder, es para contener, coaccionar o integrar a  ciertos sectores a una cierta estructura de poder: cuando es la estructura la que se quiere destruir o cambiar, aunque ello sea una aspiración democrática de las mayorías, quienes crearon o son herederos de un determinado y afinado Estado de Derecho argumentan la “crisis” total y se valen de las  garras del Estado nacional para volver a establecer “el orden”1.

Cuando se llama a plebiscito para constituir una asamblea constituyente para modificar o cambiar la constitución política, son los principales “grupos de poder” del stableshment quienes reclaman y hacen valer su participación “democrática”. Es por ello que, cuando se ha intentado modificar la Constitución Política de un país, el grueso de la historia de relaciones de poder demuestra ser de “larga duración”. El mejor ejemplo, por ser el más cercano en distancia y tiempo, son los inconvenientes que ha tenido la Bolivia de Evo Morales en la implementación de la Constitución emanada de una efectiva Asamblea Constituyente.

El Estado nacional se creó para legitimar, para imponer determinada estructura de poder a través de las leyes y para hacerla efectiva a través del monopolio legal de la fuerza: se creó como un “instrumento”.

La lucha por el poder y la retórica.

En Chile, estar en campaña electoral significa, legítimamente, “ofrecer”, aunque se tenga la certeza de no querer o no poder cumplir. Una campaña electoral es una competencia por el poder en la cual toda la capacidad imaginativa y creativa del discurso vale. El fin último es persuadir: que tan eficaz se sea en ello determina el éxito.  En este sentido, las elecciones  son un espectáculo público cuyo objeto es captar la simpatía y la confianza: un show cuyo objetivo único y excluyente es la absorción del poder.

En política, la retórica es esencialmente sofista y su contradicción no ha sido lo rigorosamente leída por los ciudadanos. De haber sido así, estaríamos en un segundo nivel de contrariedad autoflagelante: apoyar conscientemente un proyecto político o una imagen política contraria a los intereses y aspiraciones propias. Pero, la culpa la tiene el chancho o el que le da el afrecho. No sabemos. Lo cierto es que existe una contradicción dicotómica y una distancia entre discurso y práctica política que trasviste lo éticamente esperable. ¿Por qué?. Porque en términos reales (para el político profesional) la “gente” es “masa”, es “ganado humano” y es ese rebaño – alienado de su ser y enajenado por imágenes, excluido y autoexcluido de la esfera política pública, recluido en su universo de “masa individual”- el que deposita mayoritariamente su soberanía en la urna, el que entrega su poder, no sólo irreflexivamente, si no que convencido por un discurso mediático de sonrisas y promesas.

El objetivo de la clase política es salvar la contrariedad e instalar imágenes y discursos: es mantener la gobernabilidad imagética2 de determinada estructura de poder.

Como la política logra sus objetivos a través de la palabra – pero hoy mucho más a través de las imágenes-, recordaré un extracto del “Georgias” de Platón, texto en que el personaje de ese mismo nombre se ve obligado por la dialéctica socrática a explicitar lo que él considera como el mayor bien de todos:

“ A mi modo ver, el de estar apto para persuadir con sus discursos a los jueces en los tribunales, a los senadores en el Senado, al pueblo en las asambleas; en una palabra, a todos los que componen toda clase de reuniones políticas. Este talento pondrá a tus pies al médico y al maestro de gimnasia y se verá que el economista se habrá enriquecido no para él, sino para otro, para ti, que posees el arte de hablar y ganar el espíritu de las multitudes”.

Si bien Sócrates impone las virtudes cardinales de prudencia, justicia, templanza y sabiduría por sobre “el arte de la retórica”, este diálogo deja al descubierto el objeto de la política: oficio que, en la época moderna, Nicolás Maquiavelo relevará, legitimando y validando el pensamiento de Georgias al separar la moral de la política. El éxito de la política, siguiendo al escritor florentino, se mide a partir del “arte de lo posible”. La política se mide por resultados, no por sus medios: el príncipe debe ser “un zorro”, un zorro y un león en la conservación y ampliación de su poder. La ética no tiene nada que ver con la política, a menos que la primera sea beneficiosa o útil para la segunda.

El poder y los medios industriales de comunicación de masas.

En la época contemporánea los medios industriales de comunicación de masas se han  constituido en nuevos instrumentos en la lucha por el poder, puesto que contribuyen en la configuración de un imaginario a través del espectáculo mediático. Los medios ocultan, no muestran realidades. Los medios tienden a presentar realidades como “la verdad”, una verdad diseñada tras bambalinas por personas. Entes individuales que se orientan por una línea editorial que prefigura un espíritu, una  razón de ser, una intención nunca ingenua. Los medios muestran y exponen la realidad “como se quiere que se entienda”. Su función “es” persuadir: hacer a otros participes y cómplices de una lógica argumentativa para así multiplicar los vectores de una determinada manera de entender la realidad. Este fenómeno de instalación de un imaginario crea un “humus”, un terreno propicio y cada vez más sólido y legitimador de un determinado poder. Las conciencias y los corazones son lo más importante. El reducto más sólido. La construcción sobre una roca.

Respecto a las campañas electorales. Una sonrisa, un personaje y mutismo político; y es que a “la gente” o “al país” lo que le interesan son los problemas reales, los problemas concretos: el “cosismo”.  Según las encuestas, los  principales problemas que inquietan a la sociedad son: delincuencia, salud, trabajo, educación. La mercadotecnia político mediática: tendremos mano firme con la delincuencia, mejoraremos la salud y la educación, crearemos mejor y mayor empleo. Todos esos slogan son demandas sociales efectivas, pero la respuesta a ellas son frases generales y casi una declaración de intenciones que todo ciudadano comparte. La oferta política es coherente con las demandas sociales. Pero solo en el discurso.

Esta contradicción, en un país que es tildado por sus autoridades políticas como democrático, es una resonancia permanente en  la conciencia de los políticos profesionales, los que, para ser más eficaces en su empresa por el poder, dicen en los medios “querer hacer”  lo que “la gente” quiera escuchar. Así, se crea la falsa ilusión en los ciudadanos de que son representados cuando presionan el control remoto: aparato que sube el telón del teatro idiota en que participan los únicos y repetidos actores, mientras que, en la exclusión monótona del hogar, el espectador pasivo se siente parte de una obra cuyo título es “democracia”. La lógica que configura este orden es simple, mucha participación genera “ingobernabilidad” e “inestabilidad” y, la democracia, “hay que cuidarla”. El poder, hay que cuidarlo. El “actor social” de Alain Touraine es definitivamente espectador pasivo.

Las encuestas, por su parte, han llegado a reemplazar la opinión activa y abierta de las personas. Las encuestas se digitan en resultados aritméticos que establecen “tendencias”. Esas tendencias de un universo reducido de personas son una “herramienta”  para acertar en la persuasión con mayor eficacia e instalar atributos retributivos de “simpatía”, respaldo,  experiencia,  confiabilidad, autoridad, cercanía, etc. Ricardo Lagos, por ejemplo, gobernó parapetado por 50 asesores de imagen y por cientos de encuestas a encargo. El ex presidente chileno al terminar su mandato alcanzó un índice de popularidad por sobre el 71% de aprobación ciudadana. Recordemos que el slogan de su campaña presidencial fue “crecer con igualdad”: en su gobierno se agudizaron las desigualdades sociales, culturales y  económicas. Tal vez por ello  Marcel Claude lo defina como “sofista”3.  Rolf Lüders, uno de los artífices de la implementación del modelo neoliberal en Chile, calificó a la concertación “liderada” por Lagos en estos términos:

– ¿Entonces usted cree que la Concertación ha administrado mejor el modelo neoliberal que la derecha, que lo instauró e implementó?

– Sí, los gobiernos de derecha -dadas las condiciones socio-políticas de inicios de los 90- habrían encontrado enormes escollos de gobernabilidad. Es un hecho que la Concertación tiene gran credibilidad popular. Por eso, cuando abrazó este modelo, fue capaz de manejarlo en forma relativamente eficiente, de darle continuidad y de ir perfeccionándolo.

– ¿Por qué cree que la Concertación le ganó esta «batalla» a la derecha?

– La explicación es muy sencilla: en un país en que la distribución del ingreso es muy desigual, un político que propone un régimen que tiene elementos expropiatorios, camuflados de subsidios, obviamente tendrá más posibilidades de ser electo y reelecto. Al hacer suyo el modelo y aplicarlo relativamente bien, la Concertación logró las altas tasas de crecimiento necesarias para financiar al menos una parte de las promesas hechas.

– ¿Usted cree que la derecha no está en el gobierno por eso?

– Sí, claro. La Concertación tiene gran «credibilidad» social -se identifica muy bien con «el pueblo»- por lo que, al abrazar el modelo, pudo sustentarlo sin mayores reacciones sociales contrarias. La derecha, de hacer lo mismo, habría corrido un alto riesgo de ser acusada de favorecer a los ricos y/o a los empresarios, en detrimento de los pobres y/o los trabajadores. El problema de la derecha es que tiene excelentes programas y muy buenas ideas para favorecer, en especial, a la clase media y a los menos privilegiados -basta con ver los resultados sorprendentes de los Talleres Bicentenario-, pero no ha logrado comunicarlos. Bachelet aún no tiene programa económico, pero goza de un manejo de imagen excepcional4.

Un objetivo clave de la clase política: “credibilidad” social. Esa es la máxima ingenieril. En definitiva, y según Lüders: la concertación – coalición de centro izquierda y cuyo capital es su credibilidad en los sectores populares- ha administrado y profundizado mejor un modelo económico neoliberal de derecha. Puede que esto permita entender la emotiva expresión de Hernán Somerville, representante máximo de los empresarios en aquel momento, cuando dijo que “amaba a Lagos”. En resumidas cuentas, Lagos saludó con la izquierda y firmó con la derecha. He ahí la contradicción que no ha sido lo suficientemente leída. ¿Por qué?. Evitar eso, a nuestro entender,  es el rol que ha asumido la clase política en Chile. Para eso se vale del discurso y de todos los instrumentos mediáticos. Se persuade para escribir, editar y para borrar las conciencias de la opinión pública no formada ni informada.

Conclusión

Octavio Paz, en aquella entrevista que observé en Youtube (y que recomiendo ver), también cuestionó esa antigua promesa de “la modernidad” que no ha hecho más que renovarse en América Latina: en Chile el Ministro de Hacienda la volvió a posponer en 20 años más. Pero, dejando ese debate para un próximo trabajo-ensayo libre y más cercano a la opinión, creo que, la “desconfianza” en la clase política manifestada por Paz es perfectamente razonable.

Por José Luis Guajardo  Valencia

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