La imposible alternancia

Las elecciones municipales parecen haber puesto a todo el mundo de acuerdo

Por Director

04/11/2008

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Política / Portada

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Las elecciones municipales parecen haber puesto a todo el mundo de acuerdo. Ganaron todos, como siempre. Más importante aún, todos ganarán las próximas elecciones presidenciales. Chile es un país de gente feliz.

Sin embargo, se coincide -de Jorge Arrate a Juan Emilio Cheyre- en que se ha cerrado un ciclo de la vida política nacional. Las coaliciones son infértiles, los objetivos de vuelta a una plena democracia después de la dictadura no se realizarán jamás bajo su conducción. Cheyre dice que fue el electorado quién tocó el silbato que indica el fin del recreo, corresponsabilizando también a la oposición.

Cuando esto ocurre en los países del primer mundo suele producirse una alternancia, es decir la sustitución de una coalición por otra, la puesta en obra de políticas diferentes, conducidas por equipos diferentes. Siempre en el marco de elecciones democráticas.

Chile, desafortunadamente, vive un sistema que de democrático solo tiene el nombre.

Sistema electoral binominal, abstencionismo de la mitad de la población y en particular de los jóvenes, estructura de poderes locales caricatural o inexistente, centralización autoritaria del Estado, amarres institucionales: definir la democracia chilena como “imperfecta” es un tópico.

Como dice algún editorialista: “Está en crisis la simbología democrática y sus ritos”. A lo que habría que agregar sin ánimo de exagerar que también está en crisis la praxis democrática.

Chile vive desde hace más de 18 años una cohabitación política, un cogobierno de la Concertación y de la Alianza dedicado a profundizar el modelo económico e institucional heredado de la dictadura: hasta ahora perduran la constitución impuesta en dictadura y la conducción neoliberal de la economía que fue adoptada por los secuaces de Pinochet.

Las 108 reformas efectuadas a la Constitución, incluyendo las más significativas, no han hecho sino consolidar el esperpéntico edificio lo que ha llevado al distinguido constitucionalista Pablo Ruiz-Tagle a calificarla de constitución Gatopardo “porque se cambia y se cambia y permanece igual en su sustancia.”

En el esquema político actual no hay mayoría ni minoría, sino un consenso alabado como la manifestación más perfecta de la gobernabilidad, entiéndase el inmovilismo.

Los “amarres” institucionales obligaron a las coaliciones a consensuar cada acto legislativo y cada modificación a la carta fundamental. Romper los “amarres” requería una voluntad política y un coraje democrático que manifiestamente no tuvieron las personas ni los equipos que sucedieron al dictador en el ejercicio del poder.

En el plano económico se constata una alegre identidad de puntos de vista y de intereses objetivos. Para no hablar de la adopción de un lenguaje común del que los derechos laborales y la justicia económica están lamentablemente ausentes.

Los negocios privados  priman sobre el interés general y han adquirido una cualidad extraña: la de ser el único canal imaginable para satisfacer las necesidades individuales o colectivas del conjunto de la sociedad.

Uno de los aspectos más graves de la adopción del mercado como elemento estructurador de la vida social es el alejamiento del pueblo de la política, que era la condición necesaria para imponer la dominación del mercado sin ninguna crítica.

Al transferir al mercado las decisiones económicas que afectan la vida de millones de ciudadanos, el ámbito político fue vaciado de su esencia misma, perdió el Estado sus competencias propias y se lo despojó hasta de los privilegios que históricamente fueron suyos (educación, salubridad pública, acuñar moneda, privar de libertad, ejercer la violencia armada) para transferirlos hacia el sector lucrativo bautizándolos “oportunidades de negocio”.

En la curiosa cohabitación política que vive Chile, gobierno y oposición comparten lo esencial: los objetivos, los métodos y los resultados, para no hablar de la renta de situación.

En este esquema, la alternancia democrática es imposible, y todo proyecto de recambio impensable.

La Concertación vive aplaudiendo su acción que ha llevado al país a una transición sin fin, en la que la oposición emerge impune de su participación en la dictadura y conserva lo esencial del modelo. En cuanto al programa de la Alianza, nunca ha anunciado ni contemplado un cambio sustantivo ni institucional, ni político, ni económico.

Los partidos y líderes de la Alianza ni pueden ni quieren renegar de la obra comenzada en dictadura (nunca se ha visto en la historia de la humanidad un grupo dominante renunciar voluntariamente al ejercicio de su dominación.)

Recientemente hemos desarrollado dos ideas de fondo que a nuestro juicio rinden cuenta adecuadamente de la situación que prevalece en Chile.

La primera tiene que ver con la desaparición del pueblo de Chile en tanto depositario de la soberanía nacional, con su negación como actor de su propio destino, con su inexistencia como expresión de la voluntad general, del interés común, de la dignidad de la República.

La institucionalidad en vigor no considera a los chilenos como ciudadanos sino como adultos no emancipados y carentes de derechos. Les niega la posibilidad de cambiar las reglas impuestas por la dictadura, protegiéndolas por mayorías calificadas concebidas para eternizarlas.

Como dice el eminente abogado Roberto Garretón, “es la Constitución la que impide cambiar la Constitución”.

Este secuestro de los derechos ciudadanos por parte de los llamados poderes fácticos es un dato del problema que enfrenta la nación toda, reducida a una especie de rebaño cada vez más renuente a seguir el camino indicado por sus interesados pastores.
La segunda idea, que de algún modo es consecuencia de la primera, tiene que ver con la identificación de la verdadera fractura política en Chile, de la división del cuerpo social ya no entre Concertación y Alianza, sino entre quienes aceptaron asumir y desarrollar la herencia institucional, política y económica de la dictadura militar, y quienes sufren las consecuencias de esa decisión, o sea la inmensa mayoría de la sociedad chilena.

La línea que separa los proyectos políticos realmente alternativos es la que opone los intereses del  pueblo de Chile a la superestructura transversal que hoy comparte el poder.

Observar la realidad chilena desde este lado de esa línea de fractura es la única arma que tenemos para abrir y organizar un nuevo espacio político, y contemplar une posible alternancia.

Pero no basta con que la realidad objetiva determine intereses contrapuestos, un esquema dominante-dominado. Aun es necesario que la ciudadanía cobre consciencia de ese estado de cosas, que perciba el cambio como posible, que participe masivamente en la elaboración del proyecto de transformación, que asuma como propia la actividad política de su aprobación y de su puesta en obra.

En otras palabras, la alternancia exige que el pueblo exista, que vuelva a ser el depositario único de la soberanía nacional, de la totalidad del poder político, para refundar la república, establecer un nuevo contrato social.
La regeneración de la institucionalidad del país pasa por el reconocimiento y el respeto, a todos los niveles del Estado, del voto popular como única fuente de la legitimidad política.
Parece evidente que en la hora actual no hay ningún partido, ninguna estructura política del sistema que asuma ese objetivo como propio.

“¿Qué hacemos? -pregunta Roberto Garretón- ¿Conformarnos? ¿Resignarnos? ¿Seguir soportando una constitución modelada para regir los destinos de Chile a perpetuidad?”

Nosotros respondemos: NO.

Debemos asumir esa voluntad política y ese objetivo. Debemos asumir la tarea de crear la conciencia colectiva que haga posible el reemplazo de la constitución del 80.

Tenemos que abrir un nuevo espacio de acción y de reflexión: el de los que no aceptamos la herencia de la dictadura.

Debemos unirnos y trabajar con todas las voluntades -cualquiera sea su origen social o su opción política-, para romper la horca jurídica que nos ahoga y que no reconocemos como legítima.

Para hacer realidad la reunión de una Asamblea Constituyente y por vía de consecuencia devolverle la soberanía al pueblo de Chile, permitirle volver a existir como existió por primera vez en la historia patria, de septiembre 1970 a septiembre 1973.

Para que nadie pueda negar nunca su existencia, y que esa existencia se transforme para siempre en el zócalo de la República de todos.

Ninguna cita electoral, presidencial o parlamentaria, podrá resolver nada si no se inscribe en el marco de la confrontación entre estas dos visiones diametralmente opuestas del futuro del país: continuidad de la herencia dictatorial versus refundación democrática.

¿Imposible, la alternancia?

Escriben Luis CASADO y Armando URIBE ECHEVERRÍA

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