Una crisis electoral marcada por la injerencia de Estados Unidos, acusaciones de fraude electoral por la candidata Rixi Moncada y un sistema institucional colapsado pone a prueba la frágil democracia hondureña. La voluntad popular se enfrenta a la maquinaria de la vieja oligarquía y sus aliados internacionales, cuyos representantes Nasry Asfura y Salvador Nasralla,se encuentran en un empate técnico.
El proceso electoral hondureño, que culminó el pasado 30 de noviembre, se encuentra sumido en una incertidumbre. El Consejo Nacional Electoral (CNE) ha detenido la transmisión de resultados preliminares (TREP) con el escrutinio de solo el 57% de las actas, dejando al país centroamericano a la espera de un veredicto final.
Los datos oficiales, luego de 24 horas de conteo, se encuentran congelados mostrando un empate técnico entre el empresario Nasry Asfura, del tradicional Partido Nacional, y el comunicador Salvador Nasralla, del Partido Liberal, ambos con un 39,9% y una diferencia menor a los mil votos. Sin embargo, este escenario es profundamente cuestionado por la candidata del partido gobernante Libre, Rixi Moncada, quien denuncia una maniobra orquestada para desconocer la voluntad popular y consumar un «golpe electoral».
Rixi Moncada ha desenmascarado la farsa en una conferencia de prensa sostenida este lunes 1 de diciembre por la noche. Su denuncia se sostiene en pruebas concretas: una serie de audios filtrados en los que, según la investigación del Ministerio Público, la consejera electoral del Partido Nacional, Cossette López, y otros actores planificaban alterar el proceso. El plan, tal como lo expuso Moncada, incluía interrumpir la transmisión de datos, presionar a la embajada de Estados Unidos para que no reconociera una victoria de Libre, y anunciar resultados parciales favorables para crear un «pretexto para impugnar y suspender el proceso». Esta no es una simple irregularidad; es la técnica moderna del golpe de Estado, trasladada al campo electoral, donde se busca controlar los órganos de difusión y consenso para crear una falsa legalidad.
La propia prueba de fuego del sistema expuso su putrefacción. Un simulacro nacional del CNE, realizado antes de los comicios, fue un fracaso estrepitoso: solo el 23.7% de los dispositivos biométricos funcionó y menos del 36% de los centros de votación logró transmitir datos. Este colapso técnico no es accidental, sino la confirmación del escenario descrito en los audios y la demostración palpable de que las instituciones, lejos de ser árbitros neutrales, se han convertido en instrumentos de control político de los partidos. Moncada, comprendiendo que la batalla no se gana solo en las urnas sino en la organización de la sociedad civil, anunció la movilización permanente de su partido y la creación de comisiones para auditar y defender el voto en cada rincón del país.
Manuel Zelaya, cuyo derrocamiento a través de un golpe de Estado en 2009 marcó el inicio de esta larga crisis orgánica, sintetiza el conflicto con precisión histórica: «Con la injerencia de Donald Trump y su perdón a JOH, el bipartidismo desesperado impone un golpe electoral contra Rixi». Zelaya conecta los puntos de un mapa geopolítico claro: el reciente indulto concedido por Donald Trump al expresidente Juan Orlando Hernández —condenado por narcotráfico— y el apoyo público del mandatario estadounidense al candidato Asfura, son actos de una misma estrategia destinada a torcer la soberanía hondureña. «Por eso recurren a la injerencia —sentencia Zelaya—, porque no pueden ganar limpiamente».
El candidato a la vicepresidencia, Enrique Reina, amplía el análisis: «Lo que pasa hoy en Honduras es surrealista», declara, describiendo un «concurso de intereses oscuros, enormes y desconocidos». Reina observa con lucidez cómo el mundo asiste pasivo a la ruptura de todas las normas, donde la amenaza y el chantaje se normalizan. «Los informes de la OEA… ni siquiera en nombre de los principios… se refieren ante el peor irrespeto a la soberanía del pueblo hondureño», denuncia, señalando la complicidad silenciosa de los organismos internacionales. Su advertencia es profética: «Si esto pasa en Honduras pasará en cualquier parte».
El escenario permanece abierto y cargado de peligros. Aunque el proceso ha transcurrido sin violencia hasta ahora, la tensión es palpable y el ambiente puede complicarse en los próximos días. El CNE tiene un plazo de hasta 30 días para comunicar los resultados oficiales, un periodo que será un campo de batalla político y jurídico, y donde ninguno de los candidatos está dispuesto a reconocer un triunfo del otro.
La voluntad del pueblo hondureño, expresada en las urnas, choca contra los muros de una institucionalidad diseñada para proteger los grandes dueños del país. En los próximos días se conocerá el alcance de la intervención de los Estados Unidos para poner en la presidencia al candidato del Partido Nacional, organización vinculada al narcotráfico y cuyo expresidente fue condenado a 45 años de cárcel por narcotráfico, pero que acaba de ser indultado. La batalla por Honduras es, en esencia, la batalla por el derecho de los pueblos a su autodeterminación de Nuestra América y el mundo.

