El Populismo y la nueva oligarquía

Cada vez más movimientos políticos y sociales son tachados despectivamente de «populistas» por gobiernos especializados en medidas antipopulares. De hecho, la etiqueta de populista se le viene asignando a cualquiera que ose criticar el diktat de las oligarquías económico-financieras. Sin embargo, antes de la Segunda Guerra Mundial muchos partidos estaban orgullosos de proclamarse «populistas». El mismo lenguaje empleado en su día por un Franklin Delano Roosevelt podría identificarse completamente con aquel que hoy se denigra como «populista».

Por Arturo Ledezma

14/12/2014

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La repugnancia con la que políticos y comentaristas pronuncian las palabras «populismo» y «populista» es un rasgo recurrente de la escena política actual. El ex primer ministro italiano Mario Monti hace un llamamiento a la gente para evitar «una vuelta al pasado y al populismo»; el presidente de la República Giorgio Napolitano constata la «sangrienta violencia terrorista» y el «populismo actual»; el presidente francés François Hollande advierte de las «peligrosas derivas populistas» («como en Italia»), mientras su ministro de Economía Pierre Moscovici expresa el temor a que los programas de austeridad unilaterales puedan «alimentar una crisis social que nos lleve al populismo». El líder centrista Pierferdinando Casini quiere adherirse a todo aquel «que sostenga que la partida se juega entre populismo y defensa de la democracia representativa». Para el ex alcalde de Roma Walter Veltroni el populismo «es una peligrosísima enfermedad», pero también «una tentación en la que hay riesgo de caer».Otros epítetos utilizados para describir el populismo son «agresivo», «virulento», «incivilizado» o «jaleado por titiriteros prepotentes». Nadie sabe por qué razón, el populismo siempre es algo sobre lo que «montarse»: lo dice el miembro del PD Livia Turco refiriéndose al Movimiento 5 Estrellas, y hasta los poco sospechosos Liberal Demócratas alemanes han «decidido montarse en el tigre del populismo». Aún más insospechado: existe el riesgo de que en Italia, «antes o después, surja alguien, en la política o en la sociedad civil, que se sienta en la obligación de imitar el sugestivo populismo hacia los pobres del nuevo pontificado romano» (Piero Ostellino). Si los socialdemócratas austriacos «vuelven a las raíces» lo harán desde los principios, no desde el «populismo barato que solo busca votos». Seguro que el populismo es siempre una amenaza «antisistema», y lo es también en su nueva modalidad «digital» (Massimo Giannini).

Entre tanta unanimidad ansiosa y preocupada hay algo que sorprende: la noción de populismo se toma como algo evidente, como dando por descontado que todos saben de qué están hablando. La verdad, sin embargo, es que los «científicos políticos» llevan al menos cincuenta años debatiendo sobre su significado. En una célebre conferencia sobre la cuestión celebrada en la London School of Economics en 1967, la intervención del historiador estadounidense Richard Hofstadter ya se titulaba «Todo el mundo habla de populismo, pero nadie sabe definirlo». En algunos momentos la discusión se tornaba involuntariamente cómica. Mientras Margaret Canovan enumeraba siete formas de populismo, Peter Wiles citaba no menos de veinticuatro características definitorias, solo para pasar en la segunda mitad de su intervención a tratar de las excepciones (es decir, aquellos movimientos populistas a los que no se aplicaban las características anteriormente mencionadas). En resumen, a medida que la etiqueta ha ido aplicándose a los movimientos más diversos, el fenómeno mismo se ha vuelto cada vez más inasible, hasta el punto de que sería más fácil enumerar lo que no ha sido definido como populista. {destacado-1}

La historia de los movimientos populistas se remonta, según P. Wiles, a la Inglaterra del siglo XVII, con los levellers (niveladores) y los diggers (cavadores). Continúa en el siglo XIX con los cartistas, el Partido Populista estadounidense, los narodniki (populistas) y los socialrevolucionarios en Rusia. Ya en el siglo XX, con Gandhi en la India, el Sinn Féin en Irlanda, la Guardia de Hierro en Rumania, el movimiento del crédito social (Social Credit Party) de Alberta y la Federación Cooperativa del Commonwealth (CCF) de Tommy Douglas en Saskatchewan, en Canadá; con el Partido Revolucionario Institucional de Lázaro Cárdenas en México, la Acción Popular de Belaúnde Terry y la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) de Víctor Raúl Haya de la Torre en Perú; con el poujaidismo en Francia y el socialismo de Julius Nyerere en África.

A ellos añade Richard Lowenthal el nasserismo en Egipto y el régimen marxista birmano en Asia; mientras, por su parte, Torcuato s. Di Tella añade el peronismo en Argentina, el Partido Social Demócrata y el Partido del Trabajo en Brasil, el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) en República Dominicana, el Partido Liberación Nacional en Costa Rica, Acción Democrática en Venezuela y el castrismo en Cuba como prototipo de los partidos social revolucionarios (como el de Chávez), pasando por los reformistas militares de medio mundo en tanto que imitadores del nasserismo. Pero la lista no termina ahí, porque según Ernesto Laclau hay que incluir en ella el kemalismo de Atatürk en Turquía, el gaullismo en Francia y la estrategia del PCI de Palmiro Togliatti en Italia, a la que compara con la de Tito; y luego los partidos populistas-regionales italianos, como el Partido Sardo de Acción, la Unión Valdostana, el Partido del Pueblo en el Alto Adigio, la Liga véneta y, naturalmente, la Liga Norte; por no hablar de los «etno-populismos» (esloveno, croata, serbio, bosnio, kosovar) que florecieron en los escombros de Yugoslavia tras la muerte de Tito, o del mismo Silvio Berlusconi, cuya estrategia Paolo Flores d’Arcais ha definido como «telepopulista».

Es obvio que en la galaxia populista se incluye naturalmente el fascismo mussoliniano con todas sus variantes e imitaciones. Y hoy se han inscrito por derecho propio en el populismo el Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo y todas las variadas versiones de la así llamada «antipolítica», desde los Piratas en Alemania al PVV (Partido por la Libertad) de Geert Wilders en Holanda, así como, desde otro lugar, el movimiento Occupy (en el fondo «el 99 por 100 contra el 1 por 100» es una definición de populismo válida como cualquier otra). Y partiendo del otro extremo del espectro político, también el Tea Party ha sido definido como populista.

Como puede deducirse de este «catálogo a la Prévert» (Guy Hermet), es decir, de semejante galimatías, buscar una definición que reúna todos estos elementos de la edad moderna es como querer hallar el Santo Grial o, por ajustarnos a una visión más mundana de la historia, el zapato de Cenicienta: en aquel mismo congreso de 1967 Isaiah Berlin aludió al «complejo de Cenicienta», «conforme al cual si hay un zapato que es la palabra populismo, en algún lugar habrá de haber un pie que le corresponda. Y aunque haya muchos tipos de pie que podrían entrar en él, no hay que dejarse engañar por el pie que calza más o menos bien».

Ante una situación tan poco satisfactoria desde el punto de vista lógico, cabe pensar que lo más razonable sería optar por tirar a la basura el término «populismo» y proscribir su uso en el ámbito de las ciencias sociales, como de hecho propusieron ya en la década de 1980 Rafael Quintero e Ian Roxborough. El problema, sin embargo, es que no se trata de una decisión que dependa del arbitrio de cada uno: uno puede dejar el término en la cuneta, pero solo para que otros lo recojan y lo difundan a manos llenas.

La segunda alternativa que se nos presenta es hacernos cargo de la vaguedad del término, y considerar su naturaleza contradictoria, precisamente, como la característica que lo define. Es lo que hace Pierre-André Taguieff, para quien el populismo es un estilo político «susceptible de formalizar diversos materiales simbólicos y de fijarse en múltiples lugares ideológicos, tomando el color político del lugar de recepción». Es el hilo que sigue también Yves Surel, cuando en un ensayo sobre Berlusconi sostiene que el populismo no constituye untrend [una tendencia] coherente, sino que se corresponde más bien con «una dimensión del registro discursivo y normativo adoptado por los actores políticos»: el populismo, escribe Laclau, «no aparece ya como si fuera una constelación fija, sino como una serie de recursos discursivos susceptibles de utilizarse en los modos más diversos» o, por utilizar otro de los términos favoritos del pensador argentino, como «significantes fluctuantes» que vehiculan significados diversos en función de las coyunturas histórico-políticas. La idea de que el populismo, a fin de cuentas, no sea más que un cierto tipo de retórica que se aplica de manera distinta a cada situación es ciertamente seductora, pero en realidad lo único que hace es constatar, y devolvernos de nuevo, la polisemia inherente al término.

Hay, sin embargo, una tercera línea posible de ataque, que –como para Taguieff, Surel y Laclau– nace de aquello que no se ve en el populismo (sea dicho de paso que ellos no ven en él un significado coherente). Se parte de que hoy el populismo no es jamás una autodefinición: populista no es algo que te proclamas a ti mismo, sino un epíteto que te endosan tus enemigos políticos (un poco como nadie se autodefine terrorista, que es el apelativo que se da a los adversarios en una contienda o bien a aquellos que han sido derrotados: los vietnamitas, los fundadores del Estado de Israel y los argelinos no fueron recordados como terroristas porque sus guerras las ganaron). En su acepción más brutal populista es simplemente un «insulto», mientras que en la más educada es una «denigración». Ahora bien, si nadie se autoproclama populista, entonces el término dice mucho más del que lo profiere que de quien es simplemente denigrado por él. Mi tesis, por lo tanto, es que la noción de populismo es un instrumento hermenéutico útil sobre todo para identificar y caracterizar a aquellas facciones políticas que tachan a sus adversarios de populismo. Esta aproximación tiene además otra ventaja nada indiferente, pues permite introducir la dimensión temporal en el término «populismo»: porque no siempre se ha hablado de populismo, ni siempre se ha hablado de él como se hace hoy, ni «populista» ha sido siempre una hetero-definición.

Durante mucho tiempo, hasta después de la Segunda Guerra Mundial, muchas personas y muchos partidos han estado orgullosos de proclamarse populistas, ya que para ellos ser populista era lo mismo que ser popular. El suyo era el «partido del pueblo»: cuando en Estados Unidos se fundó el People’s Party también se le llamaba indistintamente Populist Party. Así comenzaba el programa de aquel partido, aprobado en Omaha en 1892:

Nos encontramos […] en el corazón de una nación al borde de la ruina moral, política y material. La corrupción domina las urnas, las asambleas, el parlamento y llega también al Tribunal Supremo. El pueblo está desmoralizado. […] Los periódicos están en gran parte comprados o amordazados, la opinión pública silenciada, los empresarios postrados, los hogares hipotecados, los trabajadores empobrecidos.

¿No nos resulta familiar? Contra esta situación la plataforma populista invocaba, entre otras cosas (como recoge The Oxford Companion to American History), reformas como «la propiedad pública de los ferrocarriles y de los sistemas de comunicación, la jornada laboral de ocho horas, el voto secreto, la elección directa de los senadores»: reivindicaciones más que razonables, que hoy definiríamos como populares.

Constatamos, pues, que durante todo el siglo XIX y hasta el final de la Segunda Guerra Mundial muchos habrían estado orgullosos de ser llamados populistas o populares. Los términos del combate estaban claros: entre los que estaban con el pueblo y los que estaban contra el pueblo, entre los que querían que la plebe se hiciera pueblo y los que consideraban que el pueblo no era otra cosa que plebe. Estos últimos seguían la estela de una tradición milenaria, en la que el desprecio y el insulto se dirigían no a los populistas sino directamente contra el pueblo. Para indagar en los orígenes de esta tradición hay que remontarse al menos hasta finales del siglo vi a.c., cuando, según Herodoto, el persa Megabizo se opuso de esta manera a quien pretendía «conferir el poder al pueblo»:

Nada hay más necio ni más insolente que el vulgo inútil. De ningún modo puede tolerarse que, huyendo de la insolencia de un tirano, caigamos en la insolencia del pueblo desenfrenado, pues si aquel hace algo, a sabiendas lo hace, pero el vulgo ni siquiera es capaz de saber nada. ¿Y cómo podría saber nada, cuando ni ha aprendido nada bueno, ni de suyo lo ha visto y arremete precipitándose sin juicio contra las cosas, semejante a un río tormentoso?(Los nueve libros de la Historia, III, p. 81).

Estas pocas líneas sintetizan ya todos los estereotipos que compondrán en los milenios sucesivos la figura retórica del pueblo: inútil, ignorante («nada le ha sido enseñado»), arbitrario, desenfrenado, privado de discernimiento, intempestivo.

Un estereotipo consolidado menos de un siglo después en el breve panfleto contra la Constitución democrática de Atenas atribuido a un pseudo Jenofonte (también llamado «Oligarca Anónimo»):

A mí no me gusta que los atenienses hayan elegido un sistema político que consiente que la canalla esté mejor que la gente decente. […] En cualquier lugar sobre la faz de la tierra los mejores son enemigos de la democracia: si en los mejores se da el mínimo de desenfreno y de injusticia y el máximo de inclinación al bien, en el pueblo se da el máximo de ignorancia, de desorden, de maldad; la pobreza lo empuja a la ignominia, y así la falta de educación y la zafiedad en algunos nace de la indigencia. […] El pueblo no quiere ser esclavo en una ciudad regida por el buen gobierno, sino que quiere ser libre y gobernar: el buen gobierno le importa poco. […] ¡al pueblo la democracia se la perdono! Es comprensible que cada uno busque su propio interés. Sin embargo, el que, sin ser de origen popular, ha elegido operar en una ciudad gobernada por el pueblo antes que en una oligarquía, está preparado para toda mala acción, pues sabe bien que le será más fácil ocultar su villanía en una ciudad democrática que en una ciudad oligárquica.

Observemos que, a diferencia de los modernos, en este desprecio helénico por el «vulgo» no hay moralismo alguno: cada uno busca su propio interés, y es tan normal que el pueblo busque el suyo como que los oligarcas hagan lo propio.

Pero la «canalla» tiene por delante un futuro prometedor: en la segunda mitad del siglo XIX Hippolyte Taine espolvorea las páginas de su monumental obra sobre Los orígenes de la Francia contemporánea (1876-1894) con este tipo de descripciones de la plebe: «En cada insurrección hay semejantes malhechores y vagabundos, enemigos de la ley, salvajes, desesperados que merodean como lobos allí donde huelen una presa. Hacen de directores y ejecutores de la milicia pública y privada».

En cambio, los defensores y partidarios del pueblo tardaron bastante tiempo en hacerse oír, entre otras cosas porque quien sabía escribir solía formar parte de los pudientes, ya fuera por descendencia o por cooptación. Los seguidores de Thomas Müntzer en la Alemania del siglo XVI, y los levellers y los diggers en la Inglaterra revolucionaria del siglo XVII son los primeros que reivindican la dignidad del pueblo en tanto que «pueblo de Dios». Más tarde, en el siglo XVIII, lo harán los enciclopedistas franceses. En la entrada «Pueblo», el caballero Louis de Jaucourt ironiza: «Hubo un tiempo en que en Francia se consideraba que el pueblo era la parte más útil, más preciosa y por lo tanto más respetable de la nación…», pero después, continúa el caballero, «la clase de los hombres hecha para componer el pueblo se vio restringida cada vez más», ya que si antaño el pueblo comprendía «a los campesinos, los obreros, los artesanos, los negociantes, los financieros, la gente de letras y la gente de leyes», poco a poco los comerciantes, los financieros, los escritores y los abogados fueron separándose del pueblo hasta que de este solo quedaron los campesinos y los obreros, de cuya laboriosidad, honestidad y frugalidad Jaucourt hace un largo panegírico hasta llegar a su verdadero objetivo político: «Si estos pretendidos políticos, estos bellos genios llenos de humanidad viajasen un poco, verían que la industria nunca es tan productiva como en los países en los que las “pequeñas gentes” se encuentran bien», para concluir de esta forma: «Haced que fluya el dinero en las manos del pueblo, y recaerá necesariamente en el tesoro público una cantidad proporcional que nadie lamentará: pero privarles por la fuerza del dinero que su trabajo y su industria les han aportado significará privar al Estado de su salud y de sus recursos». Han transcurrido dos siglos y medio y nuestros «bellos genios llenos de humanidad» aún no han aprendido la lección.

Con la Encyclopédie se establece la siguiente ecuación: la opinión positiva del pueblo es la condición necesaria para librar una batalla por el pueblo, si bien esta opinión positiva ha de conquistarse a su vez con una lucha. Así, el juicio sobre el pueblo se convierte, bien en un instrumento de la lucha política, bien en su puesta en juego: vence quien impone –como se acostumbra a decir últimamente– su «narrativa». Quien está contra el pueblo debe dar de él una imagen burda, tipo la de Taine o la de pseudo Jenofonte. Quien es «demócrata», en cambio, difundirá del pueblo una imagen positiva, incluso idílica. La división es clara, y queda explícita en el extraordinario volumen que el gran historiador Jules Michelet escribió dos años antes del maremoto revolucionario que sacudiría a Europa en 1848. Se titulaba Le peuple y entonaba del pueblo un romántico himno. Si para los oligarcas el pueblo era brutal, vulgar e insensible, Michelet se lanza contra los escritores bien nacidos que de tanto en tanto se dignan a salir de sus salones para describir del pueblo solo aquella ínfima minoría de delincuentes que les permite reforzar la policía y el ejército. Para Michelet, en cambio, el pueblo es generoso, dispuesto al sacrificio y rebosante de humanidad. La cuestión no es la ignorancia o la sabiduría popular: solo al final de su larga introducción revela Michelet de qué se trata en realidad: «Ante Europa, Francia, sépanlo, tendrá siempre un solo nombre, inexpiable, que es su verdadero nombre eterno: Revolución».

Con Michelet, y con el romanticismo, aparece en escena la expresión «personalidad del pueblo». Estamos en plena teoría del sujeto, no lo olvidemos: el hegeliano Yo-espíritu-del-mundo, el Yo-sociedad de Comte y Spencer (la sociedad como organismo viviente), el Yo-humanidad, el Yo-nación herderiano, el Yo-clase marxista, el Yo-pueblo. Y si el pueblo es un Yo dotado de una personalidad, tendrá también una psicología: en efecto, a finales del siglo XIX se multiplicarán los estudios de psicología colectiva, que asumirán (no por casualidad) la forma y la denominación de Psicología de las muchedumbres, como reza el título del libro (1895) de Gustave Le Bon, que hizo época. {destacado-2}

El hecho de que el volumen de Le Bon fuese en buena parte plagiado por La folla delinquente (1891) [La muchedumbre delincuente], del italiano Scipio Sighele, es relevante sobre todo porque a fines del siglo xix lo que interesa es el lado criminal de la muchedumbre: el ansia de las «clases peligrosas», el terror de la revuelta y de la sedición. La angustia por el trastorno del orden constituido y de las jerarquías adquiere status de ciencia médica y positiva. La muchedumbre de Le Bon comparte muchos caracteres con el pueblo de Megabizo: también ella está privada de discernimiento («Les foules, n’étant capables ni de réflexion ni de raisonnement, ne connaissent pas l’invraisemblable»), y también ella es zafia, ignorante y estúpida («Dans les foules, c’est la bêtise et non l’esprit, qui s’accumule»). Pero estas características son ahora medicalizadas («il faut avoir présentes à l’esprit certaines découvertes récentes de la physiologie»), y así, el desenfreno se llama ahora «desinhibición» (la muchedumbre «cede a los instintos»), y la estupidez se torna en la más refinada noción de «sugestibilidad»: el hombre en la muchedumbre «está como hipnotizado», «sous l’influence d’une suggestion, il se lancera avec une irrésistible impétuosité à l’accomplissement de certains actes». Y a su vez la sugestibilidad desencadena en la muchedumbre otro síndrome «médico»: el contagio.

A modo de curiosidad puede decirse que, si es cierto que la muchedumbre tiene una personalidad, una psicología, un alma, una imaginación, una moral y sentimientos (como rezan los títulos de los capítulos de Le Bon), entonces habrá de tener también un sexo. Y en el siglo xix no se duda de que la muchedumbre es femenina y se comporta como mujer:

En muchas descripciones de finales del siglo XIX, las mujeres encarnan todo aquello que parece amenazante, degradante, inferior. Al igual que las muchedumbres, se deleitan en la violencia; al igual que los niños, son arrastradas sin cesar por los instintos; al igual que los bárbaros, su sed de sangre y de sexo es insaciable. Susanna Barrows, Distorting Mirrors.Visions of the Crowd in the Nineteenth Century France, New Haven, 1981, p. 60 (citado por e. Laclau, On Populist Reason, cit., p. 33).

La comparación con las mujeres y los niños no puede dejar de recordarnos uno de los pasajes más célebres de la literatura política occidental, aquel en que Aristóteles, en el primer libro de la Política, establece una homología en las relaciones entre patrón y siervo, hombre y mujer, y padre e hijo, estableciendo de un lado la cadena patrón-marido-padre y del otro la del esclavo-mujer-infante. En la feminización de las muchedumbres lo relevante no es tanto la psicología barata asociada a ella como la connotación subyacente, soterrada, de inexorable subordinación.

Todas estas ideas tendrán numerosa descendencia. Así, las muchedumbres se convertirán en masas (en el momento en que se impone la expresión «partido de masas»), y el contagio pasará a ser psicosis colectiva. En 1920 William McDougall escribirá Group Mind; y al año siguiente, en Psicología de las masas y análisis del yo, Sigmund Freud expondrá ideas muy similares a las de Le Bon.

Pero después de la Primera Guerra Mundial hay una nueva ciencia positiva a la que recurrir para tratar el tema de la muchedumbre: a la fisiología y a la psicología se añade ahora la antropología. Y entonces, junto a los antiquísimos estereotipos de Megabizo, ahora, en el siglo XX, la muchedumbre (o la masa) se hará acreedora de un nuevo atributo: el primitivismo. Dice McDougall: [La muchedumbre simple o no organizada] es excesivamente excitable, impulsiva, violenta, voluble, incoherente, irresoluta y al mismo tiempo extrema, […] sujeta a la sugestión, superficial en el deliberar, temeraria en los juicios. […] Su comportamiento es, por lo tanto, similar al del niño indisciplinado de un salvaje pasional […] y en los peores casos, más que de seres humanos su conducta es la propia de una bestia salvaje» (¡de nuevo la cadena aristotélica, con el niño y el esclavo, ahora reemplazado por el salvaje!). Nos dice Freud que […] en la reunión de los individuos integrados en una masa desaparecen todas las inhibiciones individuales, mientras que todos los instintos crueles, brutales y destructores, residuos de épocas primitivas, latentes en el individuo, despiertan […]», razón por la cual está justificada «la identificación del alma de la muchedumbre con el alma de los primitivos».

Como conclusión de este breve sobrevuelo sobre las imágenes de pueblo, vulgo, plebe y su materialización más inquietante, la muchedumbre, no se puede dejar de mencionar la importancia que ha tenido, y tiene, el haber asimilado a la masa esa entidad completamente ajena a ella que es la audiencia radiofónica y televisiva, la cual, al no estar sus miembros en contacto, no es una muchedumbre en sentido estricto. Se trata más bien de una «masa virtual» (uno de los primeros ejemplos históricos de colectividad virtual) por simultaneidad y por aglutinamiento en la recepción de un mismo e idéntico mensaje. Pero sucedió que al menos una parte de las características de la muchedumbre le fueron atribuidas a los radioyentes de Joseph Goebbels, por ejemplo, o a la masa de espectadores de los telepredicadores en Estados Unidos. Por encima de ninguna otra se atribuye a las audiencias la característica de la sugestibilidad; característica que jugará un papel decisivo en el análisis político en la era de la comunicación de masas en régimen de «opinión instantánea» (por contraposición a «opinión diferida», sobre la que se basaba la democracia representativa), como la llama Mariuccia Salvati. En esta época se acuñan los términos «telepopulismo» y posteriormente «ciberpopulismo».

En lo que respecta a la centralidad de la categoría de «pueblo» –ya sea para exaltarlo o bien para exorcizarlo– asistimos por lo tanto a un «largo siglo XIX». En efecto, hasta la Segunda Guerra Mundial (incluida) pueblo y popular continúan siendo categorías centrales a un lado y al otro del Atlántico. A este lado, un hilo rojo conecta el íncipit de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 («Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea nacional….») con el Frente Popular francés de 1936 y con el primer artículo de la Constitución italiana de 1947 («La soberanía pertenece al pueblo…»). Y hasta el Partido Popular (1919) de Don Luigi Sturzo participa de este filón: es sintomático que fuera precisamente a través de la categoría de «pueblo» que los católicos intentaran volver al juego político italiano tras la Primera Guerra Mundial.
Aún más interesante es la importancia central que tienen las categorías de «pueblo» y «popular» en la historia estadounidense hasta la Guerra Fría. En aquella época en Estados Unidos populist no era en absoluto un insulto. En 2011, el ex ministro de Trabajo de un presidente moderado como Bill Clinton, Robert Reich escribía:

En los primeros decenios del siglo XX los demócratas no tuvieron dificultad en abrazar el populismo económico. Acusaban a las grandes concentraciones industriales de asfixiar la economía y de envenenar la democracia. En la campaña de 1912 Woodrow Wilson prometió liderar «una cruzada contra los poderes que nos han gobernado […] han limitado nuestro desarrollo […] han determinado nuestras vidas […] nos han puesto una camisa de fuerza a voluntad». La lucha para desintegrar los trusts habría sido, en palabras de Wilson, nada menos que una segunda lucha de liberación. Wilson estuvo a la altura de sus palabras: firmó el Clayton Antitrust Act (que no solo reforzó las leyes antitrust sino que exoneró a los sindicatos de su aplicación), puso en marcha la Federal Trade Commission con el fin de erradicar «prácticas y acciones incorrectas en el comercio» y creó la primera tasa nacional sobre los réditos. Años después Franklin D. Roosevelt atacó el poder de las finanzas y las corporaciones, otorgando a los trabajadores el derecho a sindicarse, a la semana de 40 horas, al subsidio de desempleo y a la Seguridad Social. Además instituyó un tipo impositivo elevado a los ricos. No es de extrañar, visto lo anterior, que Wall Street y la gran empresa lo atacasen. En la campaña de 1936 Roosevelt alertó contra los «monárquicos de la economía» que habían puesto a la sociedad entera a su servicio: «Las horas que hombres y mujeres trabajaban, los salarios que recibían, sus condiciones de trabajo […] todo se escapaba al control del pueblo y era impuesto por esta nueva dictadura industrial».

En juego, tronaba Roosevelt, estaba nada menos que «la supervivencia de la democracia».

Para comparar el lenguaje de entonces con el que hoy viene denigrándose con el calificativo de «populista», quizá valga la pena citar alguna otra frase de aquel discurso que Roosevelt pronunció en el Madison Square Garden de Nueva York el 31 de octubre de 1936, con el que cerraba la campaña electoral para su primera reelección: «A lo largo de 12 años esta nación ha tenido que sufrir un gobierno que no escuchaba, no veía y no hacía nada (hear-nothing, see-nothing, do-nothing Government). La Nación miraba al gobierno pero el gobierno miraba a otra parte. […] Potentes grupos de presión pugnan hoy por restaurar aquel tipo de gobierno, con su doctrina de que el mejor gobierno es el más indiferente. […] Debemos combatir a los viejos enemigos de la paz: el monopolio empresarial y financiero, la especulación, el libre arbitrio de los bancos, el antagonismo de clase. […] Habían empezado a ver el gobierno de Estados Unidos como un mero apéndice de sus propios intereses. Pero nosotros sabemos que el gobierno del dinero organizado es exactamente tan peligroso como el gobierno del crimen organizado. Nunca antes en nuestra historia han estado estas fuerzas tan unidas contra un candidato como lo están hoy. Son unánimes en su odio hacia mí, y yo acepto [I welcome] su odio con mucho gusto».

Roosevelt carga luego contra los que querrían desmantelar la Seguridad Social apenas instaurada, contra los que atacan la política de empleo y los subsidios contra la pobreza:

Por supuesto que continuaremos proveyendo de trabajos útiles a los desempleados necesitados: preferimos los trabajos útiles al pauperismo de la caridad. En este punto quiero ser claro con respecto a aquellos que desprecian a sus conciudadanos asistidos. Dicen que los subsidiados no solo no tienen trabajo, sino que no tienen valía ni importancia alguna. Su solución al problema de la asistencia es recortar la asistencia, purgar las listas contra el hambre. Por utilizar el lenguaje de los agentes de Bolsa, «la situación de nuestros desocupados necesitados mejorará quizá cuando regresen las jornadas alcistas». No: vosotros y yo continuaremos rechazando este tipo de juicio sobre nuestros conciudadanos americanos.

El interés de traer esta cita a colación está en poner en evidencia la actitud de esa parte de virtuosos comentaristas que, en el año 2013, siguen lanzando elogios a Roosevelt mientras manifiestan con suficiencia su desprecio más profundo por «populistas» que comparten con este tanto los propósitos como, sobre todo (por volver sobre los «recursos discursivos» de Laclau), el lenguaje.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, y en particular a partir de la década de 1950, el registro del discurso cambia radicalmente. El primer fenómeno que salta a la vista es que la categoría de «pueblo» pierde progresivamente su carácter central en la escena política. A las categorías políticas les sucede un poco como a aquellos antiguos divos de la canción, que cuando ya estaban acabados se iban de gira a Japón: cuando las categorías políticas se devalúan son relegadas al Tercer Mundo. En la segunda posguerra, y al menos hasta la década de 1970, la de «pueblo» continuó siendo una categoría fuerte solamente cuando adoptaba la forma de «Frentes de liberación» tercermundistas, populares o nacionales, siempre que apelaran a una coalición multiclasista. La desaparición del pueblo del radar de la política se debió no tanto a una venida a menos del pueblo mismo (así como después de 1989 la desaparición de la palabra «clase» no ha cancelado las clases sociales realmente existentes) como a la Guerra Fría, y al surgimiento de un nuevo paradigma de la política biempensante en el que el término «populismo» es, junto con «totalitarismo», una de las piedras angulares. Ese paradigma se consolidará definitivamente en la teoría de los «extremismos opuestos». {destacado-3}

Tal y como recordaba continuamente a sus alumnos Pierre Bourdieu, los términos políticos, más que instrumentos, son conquistas en la guerra de posiciones de la política. Cuando en el siglo XVIII Voltaire y Diderot se apoderaron de la luz, de la claridad (se definieron a sí mismos como iluministas), y relegaron a los adversarios a la oscuridad (a «los siglos oscuros»), ya habían vencido la partida. A pequeña escala, lo mismo sucede en la década de 1970 cuando los «nuevos filósofos» se adueñaron de lo «nuevo» y relegaron a los propios adversarios a lo «viejo», al pasado. Y a una escala aún más pequeña podemos mencionar la operación que ha intentado últimamente el alcalde de Florencia Matteo Renzi al tratar de «chatarra» a la cúpula actual de su Partido Democrático, relegándola de esta forma a la cacharrería.

De forma análoga, durante la Guerra Fría Occidente se apropió de la palabra «libertad»: la emisora radiofónica de propaganda hacia el Este se llamaba Free Europe, el texto más difundido de un tránsfuga soviético (Victor Kravchenko) se titulaba He elegido la libertad (1946), y Occidente se definía a sí mismo, en definitiva, como el «mundo libre». Mientras tanto, el bloque soviético había hecho lo propio con la palabra «popular» (democracias populares). El resultado fue que el adjetivo «popular» y las referencias al pueblo fueron siendo cada vez más innombrables en el Oeste, ya que aludían inmediatamente al otro lado del telón de acero (baste pensar en las sospechas que generó en Estados Unidos la Unidad Popular chilena de Allende). Desde otro punto de vista, es reveladora la insistencia con que, mientras existió, el Partido Comunista Italiano siguió reivindicando una similitud con su supuesto adversario político, la Democracia Cristiana, en la medida en que ambos eran «grandes partidos populares» (esta es la razón por la que Laclau incluye el PCI en la discusión sobre el populismo).

En Occidente, por lo tanto, el término «pueblo» fue relegado a los márgenes del discurso político. Aquello que Roosevelt había llamado «pueblo americano» se traducía ahora como middle class, o bien se transformó en el discurso sobre las dos Américas. Por volver a nuestros días: aunque su mensaje sea por lo demás muy similar al de los populistas del siglo XIX, ni siquiera el movimiento Occupy Wall Street habla en realidad de «pueblo». Y la paradoja resulta tanto más llamativa cuando constatamos lo poco que emplean esa palabra los actores políticos definidos como populistas. Existen muchos libros sobre el «populismo» de Silvio Berlusconi, pero yo a él no le he oído nunca pronunciar la palabra «pueblo». Y tampoco me parece que Beppe Grillo la use mucho más. No se puede negar que hay un problema: ¿cómo decir que son populistas exponentes que no hablan nunca de «pueblo»?

El hecho es que, si con la Guerra Fría el recurso al término (y a la idea de) «pueblo» fue siendo cada vez más raro, tampoco podía desaparecer una actitud cultural tan enraizada desde milenios como es el desprecio por la plebe y por el vulgo rerum novarum cupidus[ávido de innovaciones], ni podía tampoco esfumarse la contradicción de intereses entre «el pequeño pueblo» y el pueblo craso (según la expresión de las comunas municipales medievales).

La respuesta a este problema no pasa por acuñar un término nuevo (en Europa no se ha logrado nunca difundir un equivalente a la acepción estadounidense middle class, que no es la clase media europea), sino por revisar el concepto «populista» a la luz de su acepción original, tal y como había sido transmitida por los movimientos políticos decimonónicos y por la filosofía del New Deal. Hasta finalizada la Segunda Guerra Mundial, como hemos visto, populista era sinónimo de popular, y un gran partido como el Demócrata no se avergonzaba de asumir posiciones populistas ni de hablar en nombre del «pueblo». También por eso en el periodo de entreguerras el término «populista» no se usó jamás a propósito de movimientos, partidos y fenómenos para los que hubiera ido como anillo al dedo: que yo sepa, nadie (tampoco los disidentes) lo empleó nunca en Europa para referirse al fascismo o al nacionalsocialismo en la época en que estos regímenes gobernaban. Como tampoco se llamó populista al kemalismo en Turquía. Bajo el fascismo tampoco los opositores del régimen lo definieron como populista.

***

Ha llegado el momento de exponer la tesis central de este estudio: el uso sistemático del término populismo es un fenómeno que se origina tras la Segunda Guerra Mundial y que crece de manera proporcional al desuso en el que va cayendo el término «pueblo»: cuanto más marginal se vuelve la palabra pueblo en el discurso político, más centralidad adquiere la palabra populismo. Demasiado poco se practica la idea de Eric Hobsbawm de estudiar el momento en que ciertos términos comienzan a usarse y (su corolario) cuándo han empezado a emplearse con nuevos significados. Hobsbawm había notado que un término de uso hoy rampante, identidad, había sido casi ignorado hasta finales de la década de 1960. Por ejemplo, en la Enciclopedia internacional de las ciencias sociales publicada en 1968 no hay ninguna voz con ese nombre (al margen de la identidad psicosocial, la así llamada «crisis de identidad» de los adolescentes). Para confirmar la intuición de Hobsbawm, ni A Dictionary of Social Sciences de 1964 (esponsorizado por las Naciones Unidas), ni el Dizionario di sociologia de Luciano Gallino (1978), ni el Dictionnarie critique de la sociologie de Raymond Boudon y François Bourricaud (1982) contienen la voz «identidad». Por lo que tengo entendido, el primero en incluirla es el Dizionario di antropologia de Charlotte Seymour-Smith, ya en el año 1986.

En el caso del populismo no es posible adoptar el mismo método, porque el término era ya empleado por los movimientos ruso y estadounidense del siglo xix. Sin embargo sí es llamativo observar que la voz «populismo» no aparece en absoluto en la sofisticada Encyclopaedia Universalis (1968-1974), en su momento a la vanguardia de las ciencias humanas, y que en la Enciclopedia Treccani solo en el V Apéndice de 1994 se incluye al respecto una breve voz firmada por Gianfranco Pasquino. La Enciclopedia Britannica ha sido incluso más lenta: si hacemos caso a lo que me escribe su consejo editorial, hasta el año 2010 (¡!) esa voz no aparece en su base de datos.

No obstante es posible hacer otro tipo de búsqueda, centrada en los archivos de las bibliotecas. En este caso se ha escogido la red de bibliotecas de todos los campus de la Universidad de California (UC) porque, a diferencia de otras instituciones, su base de datos incluye también artículos de revistas que en otros catálogos no aparecen a la primera búsqueda. Los resultados, mostrados en la tabla y en el gráfico de la página siguiente, son bastante chocantes. {destacado-4}

Por el momento limitémonos a los datos de la primera línea de la tabla, referida a la voz «populismo». Desde 1920 en adelante los catálogos de la uc registran más de 6.200 voces, pero de ellas bastantes más de la mitad están fechadas en los últimos… ¡trece años! Y no solo eso: prácticamente toda la producción (excepto 53 títulos) está referida al periodo que va de 1950 en adelante. Además, desde la década de 1940 cada decenio produce cerca del doble que el decenio precedente, con una progresión, por lo tanto, exponencial. Dicho de otra manera: la producción de los últimos tres años es casi igual a la de los setenta años que van de 1920 a 1989.

La difusión exponencial del discurso sobre el populismo es innegablemente un fenómeno de la (segunda) posguerra, pero prosigue al mismo ritmo tras el desmoronamiento de la Unión Soviética. También es interesante la segunda línea de la tabla. El primer texto que contiene como palabras clave «fascismo y populismo» es una recopilación de escritos en honor a un economista (el título aparece dos veces en dos ediciones distintas). En la década de 1950 encontramos tan solo un artículo académico (que también aparece dos veces), «Ezra Pound, Fascism and Populism», de William P. Tucker. En la década de 1960, sin embargo, la combinación de los dos términos es ya moneda corriente y los títulos se multiplican.

Cuadro 1. Libros y artículos sobre «populismo» y «populismo y fascismo» disponibles en todas las bibliotecas de la Universidad de California

Década de publicación 1920
1929
1930
1939
1940
1949
1950
1959
1960
1969
1970
1979
1980
1989
1990
1999
2000
2009
2010
2013
Populismo 11 28 14 40 167 370 557 1336 2801 1046
Populismo y fascismo 2 2 5 7 17 44 103 30

La búsqueda se ha llevado a cabo en el Catálogo online Melvyl de la Universidad de California (worldcat.org) de todos los recursos académicos (comprehensive scholarly multi-disciplinary full text database) insertando «populismo» y «populismo y fascismo» como palabras clave y delimitando la búsqueda por fechas. Las cifras son brutas e incluyen también los duplicados existentes en los diversos campus.

Media anual de los títulos sobre populismo, 1920-2013.

¿Qué hay detrás de esta evolución? En la década de 1950 en Estados Unidos se impuso una gran operación de revisionismo histórico a cargo de los denominados «liberales de la Guerra Fría», que comienzan a describir el populismo norteamericano del siglo XIX como un movimiento protofascista. Se trata de un revisionismo histórico que poco a poco va a ir imponiendo una acepción peyorativa, denigratoria del populismo (la misma que predomina hasta hoy), y que va divulgándose primero en los periódicos de elite, luego en los grandes diarios y por último en la jerga política.

La bibliografía referente a esta operación es muy abundante. Su precursor puede considerarse que fue Arthur Schlesinger con su obra The Vital Center. The Politics of Freedom. La fecha de su publicación, 1948, es relevante por ser el año que marca el comienzo de la Guerra Fría. En ese libro se expone por vez primera la teoría de los totalitarismos opuestos, conforme a la cual fascismo y comunismo serían opuestos pero similares en tanto que «totalitarios». Los historiadores liberales, o liberals, desarrollan esta idea sosteniendo, por un lado, la tesis de que la derecha radical del momento (la de la década de 1950) era populista, y por otro, que el populismo decimonónico tenía caracteres fascistas. Sobre la primera tesis es paradigmático el libro a cargo de Daniel Bell The Radical Right, publicado en 1955 y concebido un año antes en un seminario celebrado en la Universidad de Columbia sobre el macartismo (del que se hacía, precisamente, una interpretación «populista»). Los ensayos comprendidos en The Radical Right eran, además del propio Bell, de Seymour Martin Lipset y sobre todo de Richard Hofstadter que, con su célebre The Age of Reform (1955) es sin duda la figura más emblemática del revisionismo populista, si no su principal artífice. En su ensayo Hofstadter mostraba su jugada desde el principio: «He sido más crítico con la tradición populista-progresista de cuanto lo habría sido de haber escrito este estudio quince años atrás [es decir, en 1940]». Hofstadter se presenta como un «crítico desde dentro» para reequilibrar la «autocomplacencia» y la «falta de autocrítica» de los liberals. Hofstadter analiza la problemática del siglo anterior, pero lo hace con un ojo puesto en el presente: «Por populismo no entiendo solo el People’s Party (también llamado Partido Populista) de la década de 1890, pues me parece que aquel partido fue solo una expresión exasperada, fruto de un momento histórico particular, de un cierto tipo de impulso popular que es endémico en la cultura política estadounidense». Y entonces lanza su acusación: «Creo que el pensamiento populista ha sobrevivido hasta nuestros días, en parte como una corriente subterránea de resentimientos provincianos, de nativismo, de agitación y sospecha popular y democrática». No es la plebe, pero sí estamos muy cerca del tumultuoso vulgo. La jugada que permite a Hofstadter aglutinar junto con la derecha el populismo progresista del siglo XIX consiste en invertir la perspectiva: «La utopía de los populistas estaba en el pasado, no en el futuro». Por lo tanto no solo era utopía, y por eso irrealizable, sino utopía reaccionaria, por mucho que Hofstadter tenga que admitir: «[…] si bien ellos no se expresaban en estos términos». Su segunda operación consiste en reducir la lucha de clases a teoría de conspiración, que vendría a decir: si la gran mayoría (Occupy diría «el 99 por 100») debe sufrir, es porque hay una conspiración del 1 por 100. Se trata, en definitiva, de la acusación de hipersimplificar la realidad, una acusación que perseguirá hasta el día de hoy a todo aquel que sea tachado de populista: «Los problemas, tal y como se los representaban los populistas, eran de una ilusoria simplicidad. La victoria sobre la injusticia y la solución a todos los males sociales estaban concentradas en la cruzada contra un único interés relativamente pequeño pero inmensamente fuerte: el poder del dinero». {destacado-5}

El último y más pernicioso ataque lo hace Hofstadter cuando etiqueta como antisemitas a los populistas del siglo XIX (recordemos que mientras escribía no habían pasado ni diez años desde la irrupción en el mundo de las imágenes de los Lager y del Holocausto): «Fueron sobre todo escritores populistas los que expresaron la identificación del judío con el usurero […], que era el tema central del antisemitismo americano de aquel periodo» (p. 78). Es una acusación que continúa pesando a día de hoy sobre los que llevan la etiqueta de populistas. Que quede claro: vista la vaguedad y la indeterminación de la etiqueta «populismo», y vista la variadísima heterogeneidad de movimientos y partidos a los que se coloca, es obvio que entre los movimientos tachados de populismo hay verdaderamente antisemitas (y lo contrario también es cierto). Sin embargo, la acusación que lanza Hofstadter se basa en escasísimas pruebas documentales. En la campaña de 1896 el candidato presidencial del Partido Populista, William Bryan, había dicho:

Cuando atacamos la política financiera de los Rothschild, nuestros adversarios han intentado a veces hacer que parezca como si estuviésemos atacando a una raza. Pero no es así: nosotros estamos contra la política financiera de j. Pierpont Morgan tanto como estamos en contra de la de Rothschild. Nosotros no atacamos a una raza, atacamos la avidez y la avaricia que no conocen ni raza ni religión. No conozco clase alguna de nuestro pueblo que, en razón de su historia, pueda simpatizar tan mayoritariamente con las masas en lucha en esta campaña como cuanto pueda hacerlo la raza judía.

Pero qué más da: de entonces en adelante la sospecha de antisemitismo será el estigma automático con el que se ensuciará a cualquiera que sea tachado de populista.

Hofstadter no es ciertamente el único en «fascistizar» el populismo y en «populistizar» el fascismo, pero entre ellos es el más emblemático. Bajo la influencia de Hofstadter se va a imponer esta imagen del populismo, y no otra, como una nueva ortodoxia en la academia internacional y europea, sobre todo a través del Congreso de Londres de 1967 (inspirado entre otros por el propio Hofstadter) y a través de la antología a cargo de Gellner, resultado de aquel congreso. La visión de Hofstadter del populismo es la dominante en el ámbito de las ciencias políticas hasta el día de hoy; las excepciones «heterodoxas», aunque numerosas, han sido siempre minoritarias. Por citar algunos nombres en este sentido: el ya mencionado Rogin, Michael Kazin (The Populist Persuasion, 1995), Walter Nugent (The Tolerant Populists, 1963), Norman Pollack (The Populist Response to Industrial America, 1962), C. Vann Woodward (Thinking Back, 1986) y sobre todo, Christopher Lasch, que fue incluso alumno de Hofstadter (The New Radicalism in America, 1965; The Agony of the American Left, 1966; y en particular The True and Only Heaven, 1991, en el que intentó llevar a cabo una rehabilitación del populismo).

***

Así, a fines de la década de 1960 el populismo había ya adquirido todas las connotaciones negativas que tiene a día de hoy. Se podría decir que la jugada salió perfecta: político populista es aquel que invoca, halaga y agita un pueblo nunca nombrado, pero desacreditado por todas las características negativas con las que una tradición milenaria lo ha cubierto, una negatividad que a su vez se personifica en los políticos «populistas» que se supone que representan a esta abominación nunca nombrada.

Pero sobre todo, la nueva acepción de populismo era perfecta para construir un puente que uniera comunismo y fascismo. Nunca se valorará bastante lo importante que ha sido desde el punto de vista político este nuevo instrumento, inventado con la Guerra Fría; hasta ese momento el poder de las clases dominantes en los regímenes burgueses (más o menos parlamentarios) no se había situado nunca en el centro de una tenaza, sino directamente en frente de las «clases peligrosas». El nuevo mensaje, sin embargo, en una maniobra de cerco, nos dice que el único régimen verdaderamente libre y democrático de la historia humana se halla amenazado por todos lados y debe defenderse tanto de los fascistas como de los comunistas. También esta es una novedad de la Guerra Fría: hasta entonces ningún régimen burgués se había sentido amenazado por los fascismos. Quizá sea superfluo repetirlo, pero las burguesías italiana y alemana no se opusieron precisamente al ascenso de esos regímenes, es más, en la década de 1930 el fascismo italiano gozó de buena prensa y de potentes aliados políticos entre las democracias anglosajonas. Fue la Guerra Fría la que inauguró la idea de la oposición entre mundo libre y totalitarismo (y de este último término debería escribirse una historia).

Esta nueva acepción de populismo versión Hofstadter cumplió a la perfección su papel de vínculo entre totalitarismos. En primer lugar, porque en tanto que «utopía del pasado» conectaba la amenaza histórica del fascismo con la amenaza presente y futura del comunismo. Y en segundo, porque conforme a la nueva acepción certificada por los historiadores el populismo sería intrínsecamente autoritario. {destacado-6}

No es casualidad que la palabra plebiscito, que es la institución más claramente consustancial al populismo (hasta el punto de que los populistas son considerados la quintaesencia de los partidarios de la «democracia plebiscitaria»), sea también la única que conserva la huella explícita de su origen «plebeyo» (plebs: gente común, plebe; scitum: decreto). El populismo, se dice, es autoritario porque autoritaria es la entidad a la que implícitamente alude (el innombrable pueblo). La inclinación popular al despotismo es otro de los lugares comunes que hemos heredado de la tradición clásica. Para Aristóteles, allí donde el pueblo es soberano «se erige en dirigente único», «se hace despótico» y «tal democracia se corresponde con la tiranía entre las monarquías» (Política, libro vi, 1292a). El pueblo aspira a la democracia, pero cuando conquista el poder termina por recaer bajo el dominio de los déspotas (probablemente porque es desenfrenado, irreflexivo y manipulable, o «sugestionable», por decirlo con Le Bon).

El eterno retorno (aquí, de la tiranía) queda explicitado por vez primera en Polibio:

De hecho la plebe (tò pléthos) se habitúa a comer lo que no le pertenece y espera continuar viviendo a costa de los otros, y cuando encuentra un jefe ambicioso y sin escrúpulos, privado de los medios para acceder a los cargos, instaura el dominio de los peores y, congregada, acomete estragos, proscripciones, divisiones de la tierra, hasta que, reducida a la bestialidad, encuentra de nuevo un patrón y un soberano.

Pero el que sistematiza este ciclo de democracia y tiranía, este eterno retorno del despotismo es Giambattista Vico, que (pocos años antes de que se escribiera la voz «pueblo» en la Encyclopédie) en la «Degnità xcv» retoma a Aristóteles:

Los hombres quieren antes que nada salir de la sujeción y desean igualdad; así, los plebeyos en las repúblicas aristocráticas terminan transformando estas en democracias. Luego pugnan por superar a sus iguales: así, los plebeyos en las democracias se corrompen dando lugar a oligarquías. Finalmente quieren situarse por encima de la ley, como sucede en la anarquía propia de las democracias desenfrenadas, que son la peor de las tiranías, pues en ellas hay tantos tiranos como personas audaces y disolutas hay en la ciudad. En este punto los plebeyos, dándose cuenta de sus males y para remediarlos, buscarán salvarse bajo una monarquía.

En esta tesis hay latente una implicación, a saber: que la democracia incuba siempre el huevo de una tiranía futura. La nueva estrategia de los dos totalitarismos ya no niega que las aspiraciones «populistas» respondan a genuinas aspiraciones democráticas; antes al contrario, afirma que tienden inevitablemente al despotismo precisamente porque responden a ellas. En el populismo (con el pueblo sobreentendido) se esconde la semilla del totalitarismo. El análisis de la trayectoria semántica del populismo nos aclara lo que a primera vista parecía una aporía irresoluble (y así les sigue resultando a innumerables politólogos): el hecho de que existan populismos «de derechas» y «de izquierdas», «reaccionarios» y «progresistas», o que un mismo populismo pueda ser en unos aspectos de derechas y en otros de izquierdas, a la vez reaccionario y progresista. En realidad, el nuevo dominio semántico del populismo ha sido construido precisamente para conectar estas dos categorías opuestas: su utilidad política consiste en esto mismo, en permitir hermanar movimientos aparentemente en las antípodas del espectro político.

Pero si en su nueva acepción el uso del término populismo nació y creció con la Guerra Fría, ¿cómo es posible que, lejos de extinguirse junto con la URSS, alcanzara su máximo apogeo precisamente a partir de la década de 1990 y hasta el día de hoy, tal y como pudo verse en el gráfico de las bibliotecas de la Universidad de California? El hecho es que, en clave política interna, el discurso de la década de 1950 sobre los «totalitarismos opuestos» se traduce en el espacio de veinte años en la llamada (al menos en Italia) «teoría de los extremismos opuestos», según la cual la legitimidad política vendría delimitada por la exclusión de los dos extremos del espectro: al igual que sucede en determinadas medias estadísticas, en las que los valores extremos quedan fuera porque se consideran «anormales», la democracia, con sus reglas, valdría solo en el marco de un área «no extremista». {destacado-7}

Los extremismos opuestos parecen hoy una obviedad, pero no lo eran aún en 1970. En aquel año el entonces alcalde de Milán, Libero Mazza, entregó una relación sobre la «Situación del orden público en relación con formaciones extremistas extraparlamentarias», conocida como Informe Mazza, en la que se explicitaba la noción de los «extremismos opuestos». La izquierda de entonces reaccionó pidiendo la dimisión del autor del informe, pues en aquel momento era inconcebible que partidos políticos que habían participado en la lucha partisana y habían sido perseguidos por el fascismo fueran asimilados a él. Pero lo que entonces era inconcebible, y hasta blasfemo a los ojos de algunos, hoy se ha convertido en moneda corriente.

Y es precisamente en el contexto de los «extremismos opuestos» donde ha crecido de manera exponencial el uso político del término «populismo». La transición del discurso sobre los totalitarismos opuestos a la teoría de los extremismos opuestos no se produjo de forma automática. El primero propone un «centro», sí, pero un centro de la historia universal: define una tercera vía entre hitlerismo y estalinismo; la teoría de los extremismos opuestos, en cambio, lo que hace es justificar una operación para restringir la actividad política legítima a una zona determinada. Esta teoría es en parte la culpable de que las únicas alternativas políticas que se ofrecen al electorado en Europa ya no sean entre derecha e izquierda, sino entre centro-derecha y centro-izquierda. La distancia entre el discurso sobre el totalitarismo y la teoría de los extremismos opuestos se manifestó con toda claridad en la polémica que en la década de 1990 enfrentó al presidente de Estados Unidos Bill Clinton con Arthur Schlesinger. Durante su segundo mandato, Clinton empleó cada vez más a menudo la expresión «centro vital» que, como hemos visto, es el título del volumen con el que Arthur Schlesinger había inaugurado el discurso sobre los totalitarismos. El historiador respondió de esta forma desde la columna de la revista Slate:

Cuando titulé el libro que escribí en 1949 The Vital Center, el «centro» al que me refería era la democracia liberal, en contraposición a sus mortales enemigos internacionales, el fascismo a la derecha y el comunismo a la izquierda. Yo utilizaba la expresión en un contexto global. El presidente Clinton […] usa la frase en clave de política interna. ¿Qué significa eso? Sus fans del DLC probablemente esperan que signifique «a medio camino» [middle of the road: voz slang intraducible que alude al estado de confusión en que se encuentra una persona que no sabe si es homosexual o heterosexual (n. del t.)], que ellos ubicarían en algún lugar más cercano a Ronald Reagan que a Franklin D. Roosevelt. En mi opinión, como he escrito en alguna parte, este «a medio camino» no es en absoluto el centro vital. Es el centro muerto.

Hoy, dieciséis años después (el viejo Schlesinger ciertamente no se lo esperaba) el «centro muerto» no solo goza de buena salud, sino que ejerce un poder casi absoluto. Cuando se habla de «centro» el problema es, como siempre, de definición, y depende de unas nociones (las de derecha e izquierda) que son relativas y se van desplazando en el transcurso del tiempo a lo largo del eje político. Así, a principios de la década de 1970 el presidente de Estados Unidos Richard Nixon propuso una reforma sanitaria que fue rechazada por los demócratas por ser demasiado «de derechas». Y sin embargo aquella reforma «de derechas» era mucho más «de izquierdas» que la reforma puesta en marcha en 2010 por Barack Obama, que fue combatida porque era «demasiado de izquierdas»: el hecho es que con el paso del tiempo todo el eje político ha virado a la derecha, y el centro actual se sitúa allí donde una vez estuvo ubicada la derecha. En Europa se ha producido el mismo deslizamiento: en 2003 los socialdemócratas del SPD alemán aprobaron con la Agenda 2010 una reforma del Estado social netamente más a la derecha que la que había perseguido el canciller Helmut Kohl; y en Italia, el actual centro-izquierda defiende posiciones que son más «de derechas» que las políticas democristianas de antaño. Volviendo a Estados Unidos, los hombres del «centrista» Bill Clinton fueron definidos como Rubin Democrats, por el nombre de su secretario del Tesoro, Robert Rubin, que había sido vicepresidente del banco Goldman Sachs y administrador del Citicorp, es decir, portavoz de los intereses de las grandes finanzas. Que la Administración más próxima a la banca más potente del mundo, a aquella que Roosevelt había llamado «dinero organizado», fuera considerada «centrista» (es más, en aquel momento, de «tercera vía») da una idea del desplazamiento político que se había producido.

Pero aún más expresivo es el descaro de los dos eslóganes de la campaña electoral (1992) de Clinton: «For People, for a Change» y «Putting People First». ¡No está mal para un Rubin Democrat! (Es interesante señalar que desde entonces la palabra «People» no ha vuelto a emplearse en ningún eslogan demócrata, ni con Clinton en 1996, ni con Al Gore en 2000, ni con John Kerry en 2004 y nunca con Barack Obama en 2008 y 2012).
Los Rubin Democrats que proclaman «People First» personifican de la forma más nítida las tendencias a largo plazo surgidas en los últimos veinticuatro años, desde la caída del Muro de Berlín.

1) Desde el punto de vista discursivo, las clases sociales han pasado a ser innombrables, al menos tanto como el pueblo. Y no solo parece que se han evaporado las clases sociales, sino que (por lo menos en el plano del discurso) ha desaparecido cualquier anclaje de la propuesta política a intereses concretos de grupos sociales diversos o contrapuestos. Naturalmente este «desinterés» es una superchería: los específicos intereses de grupo y de clase se persiguen (¡y de qué manera!) pero sin nombrarlos, pretendiendo siempre actuar en nombre del interés general o, como se dice hoy, «para sanear las cuentas públicas». Así, por ejemplo, el premier británico David Cameron persigue una política que antaño habría sido definida como «descaradamente patronal» en nombre de un inalcanzable «equilibrio presupuestario».

En Europa las clases han desaparecido del discurso en mayor medida que en Estados Unidos, donde sigue siendo explícita la naturaleza social de las diversas constituencies electorales, y donde se sigue pronunciando sin demasiados complejos la expresión «lucha de clases». Paradójicamente, así como después de la Gran Depresión eran los ricos los que más hablaban de lucha de clases (véase lo que decía Roosevelt en su discurso), hoy son los republicanos los que aluden a ella con más frecuencia: en 2011 la nueva estrella republicana Paul Ryan acusó a un presidente de la tibieza como Barack Obama de class warfare. A propósito de aquella trifulca, el más honesto es el segundo hombre más rico del mundo, Warren Buffett, quien confesó cándidamente a un corresponsal de The New York Times: «Es cierto que hay una guerra de clases, pero es la mía, la de los ricos, quien la está haciendo y la está ganando» (26/11/2006). Que la clase rica está ganando esa guerra, al menos hoy por hoy está fuera de toda duda. Una de las estrategias con que se ha logrado esta victoria (y al mismo tiempo, uno de los resultados de la misma) ha consistido en presentar las políticas más favorables a la «clase rica» como de «centro».

2) Otro instrumento para lograr esta victoria ha sido el uso sistemático por parte de las «clases ricas», de «poderes negativos», esto es, poderes por lo tanto de proscripción, vigilancia y juicio. Nadia Urbinati hace un elenco de varias formas de poderes negativos, desde el tribunato en la antigua Roma a la denuncia a través de la prensa o los diversos Tribunales supremos o constitucionales. Quiero destacar aquí los últimos dos ejemplos que menciona Urbinati, «el poder de las agencias internacionales como la ONU de interferir en las acciones de los gobiernos, […] pero también el poder bastante más penetrante del mercado, acaso el poder negativo moderno más influyente, precisamente por su capacidad de reclamar la legitimidad para vetar las decisiones políticas en nombre de reglas presuntamente neutras e incluso naturales, reglas impersonales y completamente indirectas». {destacado-8}

Ya desde principios del siglo XX las sociedades occidentales habían previsto erigir, además del judicial, otro poder independiente del voto popular. Se trataba, en realidad, de un poder bastante más independiente que la magistratura: el poder del Banco Central, al que se garantizaba una autonomía total. En los últimos años, sin embargo, han sido las instituciones subsidiarias del mercado, completamente exentas de todo control democrático (¿«popular»?), las que han ejercido los poderes negativos más inapelables. Me estoy refiriendo al FMI (Fondo Monetario Internacional), al Banco Mundial, a la OMC (Organización Mundial de Comercio) o al BCE (Banco Central Europeo), entidades que de hecho juzgan, vigilan (las políticas económicas nacionales) e impiden (recurrir a préstamos, devaluar, emprender obras públicas o entregar más pensiones). Sin olvidar las agencias de rating (entidades de derecho privado), cuyo juicio, o rating, decide literalmente sobre la vida de ciudadanos concretos y ejercita así un biopoder inusitado. Ningún griego, español o italiano ha elegido al consejo de administración de la agencia Moody’s, pero de Moody’s depende que ese ciudadano pueda curarse un tumor o no, que su hija pueda ir a la universidad o no, o que le sea recortada la pensión.

3) La instauración de instancias externas es la primera medida para delimitar o circunscribir el contenido de la democracia, es decir, para reducir cada vez más el campo sobre el que los electores ejercitan el poder de decisión. El pueblo será «soberano», pero como lo es un niño bajo tutela: a su poder escapa prácticamente toda la política económica del gobierno, la política fiscal, la comercial o la de previsión social. Cada una en su ámbito, estas políticas son condicionadas, y en definitiva impuestas, por los «poderes negativos» externos. Y sin embargo, en vigor hay además una segunda medida orientada a reducir ulteriormente el margen de decisión popular. Se trata de la instauración, por así decirlo, de «instancias internas», por medio de extender hasta el absurdo el área de los «extremismos opuestos»: hasta el punto en que la única elección que queda a disposición del elector es entre un «centro-centro-derecha» y un «centro-centro-izquierda», es decir, entre dos políticas esencialmente iguales. El máximo de alternancia a que aspira este tipo de régimen es una sucesión de coaliciones bipartidistas que se van turnando. En este paraíso de la democracia representativa los ciudadanos son llamados a votar a dos facciones que se presentan como alternativas opuestas e irreconciliables, pero que acto seguido pueden coaligarse para hacer una gestión común y bipartisan del país. El marco de la democracia queda así restringido desde dentro, además de desde fuera, y el abanico de lo posible se reduce a la unidad de los idénticos. En realidad la governance (como se prefiere decir hoy en día) es no solo bipartisan, entre derecha e izquierda, sino sobre todo tripartisan, y el tercer elemento es el constituido por los poderes negativos externos. La elección democrática termina por reducirse a la estricta obediencia a los dictámenes de los «mercados». El ex gobernador del Banco Central alemán (Bundesbank), Hans Tietmeyer, lo dejó muy claro cuando en 1998 elogió a los gobiernos nacionales que privilegian «el permanente plebiscito de los mercados mundiales» (que estos ejercitan minuto a minuto sobre las políticas nacionales, disciplinándolas) frente al (se sobreentiende que más incompetente) «plebiscito de las urnas». Es instructivo el uso de la palabra «plebiscito», que parecía prerrogativa del populismo con su «democracia plebiscitaria». {destacado-9}

En suma, con franqueza: en todo Occidente, desde finales de la Guerra Fría se ha consolidado un régimen oligárquico (tanto es así que la literatura sobre la oligarquía prolifera cada vez más). Oligarquía en un doble sentido: porque la estructura social está cada vez más desequilibrada, y porque han surgido, literalmente, verdaderas oligarquías del dinero. En 2007 en Estados Unidos el 1 por 100 de la población poseía el 34,6 por 100 de la riqueza; el siguiente 19 por 100 detentaba el 50,5 por 100. Eso significa que el 20 por 100 superior acaparaba el 85,1 por 100 de la riqueza, mientras al 80 por 100 subyacente (cuatro quintos de la población) le quedaba solo el 14,9 por 100 de la riqueza (menos de un sexto).

4) Pero de oligarquía hay que hablar también en sentido formal, ya que las élites se encuentran cada vez menos sometidas al régimen jurídico válido para el resto de la población. No por casualidad, Cesare Pinelli sostiene que «bajo el espectro del populismo se esconde el riesgo de una degeneración oligárquica de la democracia constitucional». Solo que, de un tiempo a esta parte, la degeneración ya no es un riesgo, sino una realidad. Antes que nada, porque las élites se someten a un régimen fiscal mucho más leve: una vez más viene en nuestra ayuda el candor de Warren Buffett (con un patrimonio valorado en torno a los 50 millardos de dólares, decena más o decena menos según las fluctuaciones de la Bolsa), que afirma estar sometido a una tasa de impuesto sobre la renta inferior a la mitad de la de su secretaria.

Aquello que para los ciudadanos comunes es un crimen que se paga con la cárcel, para las élites se convierte en una infracción civil sujeta a multa: así, en diciembre pasado el gran banco HSBC aceptó pagar 1,92 millardos de dólares de multa por haber reciclado ríos de dinero de narcotraficantes mexicanos, delito por el que los dirigentes del banco hubieran sido condenados a duras penas de reclusión… si no fuera de aplicación la doctrina del banco Too Big to Fail, en este caso Too Big to Indict (esto es, demasiado grande para ser imputado y procesado). El régimen, por lo tanto, es oligárquico en sentido propio: existen dos leyes, una vigente para los ciudadanos normales y otra que vale para los oligarcas.

Este retorno vigoroso de la oligarquía explica por qué han vuelto a ser tan pertinentes las citas de los clásicos griegos de la política: de nuevo nos estamos moviendo dentro de su universo conceptual y no hay nada que hacer porque cada tanto ha de rezumar de las profundidades el desprecio por el vulgo, como lo demuestran los recurrentes exabruptos del gobierno de Mario Monti: para Anna Maria Cancellieri (ministra del Interior) los jóvenes italianos son demasiado «mammoni» [niños de mamá]; para Elsa Fornero (ministra de Trabajo) son demasiado «choosy» («exquisitos», pero también es expresivo el uso del inglés, un poco como el francés de la nobleza rusa en las novelas de Tolstoi); para Michel Martone (ministro de Asuntos Sociales) son unos «perdedores», mientras que el mismo Mario Monti exclama: «¡Qué monotonía, el puesto fijo para toda la vida!». Seguro que todos ellos firmarían la expresión de Gianfranco Pasquino: «Ciudadanía indisciplinada y dispendiosa». Si de niños jugábamos a indios y vaqueros, de mayor nuestra sociedad se ha puesto a jugar a patricios y plebeyos, optimates y mesnada.

Este rechazo a conceder la más mínima alternativa a los electores (al démos) se manifiesta en primer lugar en el recurso creciente a órganos no representativos. Italia ha sido la primera en inaugurar el gobierno de los «técnicos», al que siguió luego un comité de «sabios». Evidentemente ambas son versiones eufemísticas, pero fieles, de aquello que el Anónimo Oligarca llamaba el «gobierno de los mejores». La impaciencia de los técnicos ante las reglas de la democracia quedó puesta de manifiesto, de forma inapelable, en una entrevista de Mario Monti al semanario Der Spiegel (5/8/2012): «Los gobiernos no deben dejarse condicionar del todo por los parlamentos». En segundo lugar, este cercamiento del campo de la acción política se ejercita (y esto nos toca más de cerca) deslegitimando cualquier crítica, que es tachada ipso facto de «irresponsable» (o «populista», que hoy viene a ser lo mismo). Resulta que la única crítica responsable es la que no critica, la única objeción posible es la que comparte y la única alternativa, la adhesión. Un verdadero terrorismo verbal se despliega para asegurar que el margen para el disenso quede restringido con insólita desmesura.

El ejemplo más clamoroso y cruel de este tipo de retórica es el escarnio que tuvieron que sufrir los desahuciados españoles que osaron ir a protestar bajo las casas de aquellos a los que querían denunciar (una forma de protesta que se ha dado en llamar «escrache»). Se trataba de una manifestación pacífica y no violenta de víctimas a las que la crisis ha dejado en la calle. Y he aquí las reacciones que merecieron: a la diputada del Partido Popular (PP, ironía del nombre) Eva Durán los escraches le recordaban «a cuando los nazis marcaban las casas»; mientras la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, no dudó en acusar a estas víctimas inermes de los desalojos de «nazismo puro» y de «espíritu totalitario y sectario».

En general estas operaciones de terrorismo verbal se despliegan para catalogar como facineroso y virulento hasta el más mínimo distanciamiento respecto de la etiqueta centrista. En el fondo el Movimiento 5 Estrellas italiano es la forma de contestación política más respetuosa de la legalidad, y en un cierto sentido la más moderada que se ha visto en años, dado que podría ser criticado por lo contrario, esto es, por hacer una excesiva sacralización de la democracia parlamentaria, ya que su manifestación consiste, esencialmente, en presentarse a las elecciones.

Pero sus reivindicaciones no son «extremistas», no tienen nada de «bolchevique» o de «fascista». ¿Qué hay de populista en querer nacionalizar un banco quebrado (Monte Paschi di Siena)?, ¿en cuestionar una moneda única europea que nos aprisiona en la recesión más grave del último siglo? Qué más da, el caso es que su «populismo» es un «virus» que puede extenderse. {destacado-10}

Decíamos antes que el Movimiento 5 Estrellas es tachado de «populista» aunque nunca haya pronunciado la palabra pueblo. No solo eso, sino que sus electores y sus votantes no son particularmente populares: de hecho aquellos con un bajo nivel de estudios están claramente poco representados en el movimiento y, al contrario, en él está sobrerrepresentado el estrecho sector de italianos activos en la web. El Movimiento 5 Estrellas es más popular entre los laicos que entre los creyentes. No se corresponde en absoluto, en definitiva, con el perfil plebeyo, fanático o crédulo, que debería caracterizar al séquito de un político «populista». Tampoco puede ser tachado de «telepopulismo», y mucho menos de «populismo liberal-mediático», visto que la interacción televisiva es un tabú para sus simpatizantes. Pero qué más da. Populista es tanto Berlusconi, que se basa en la televisión, como Grillo, que la aborrece. Supremo atrevimiento: con una notable habilidad táctica el Movimiento 5 Estrellas ha logrado no dejarse confinar en la extrema derecha o izquierda, es decir, ha logrado eludir la tenaza de la operación lingüística «populismo» que idearon los diversos Hofstadter.

Aquí culmina la parábola del término «populismo», en este momento histórico particular en el que el mundo entero parece precipitarse hacia un despotismo oligárquico y en el que por ello ha vuelto con fuerza la oposición entre oligarcas y plebeyos. Un mundo en el que se imponen políticas antipopulares justo cuando la palabra pueblo ha desaparecido del léxico político, y en el que cualquiera que se oponga a las políticas antipopulares es tachado inmediatamente de «populismo».La furia «democlasta» es tal, que hasta Umberto Eco es capaz de remontarse dos mil quinientos años en el tiempo para ir a tachar de populismo… ¡al pobre Pericles (495-425 a.c.)!. {destacado-11}

Sin duda una de las razones por las que cada vez más movimientos son definidos como «populistas» es precisamente esta, la proliferación de medidas antipopulares: ¿que quieres sanidad para todos? Vaya un populista (sobre todo en Estados Unidos). ¿Quieres que tu pensión aumente en función de la inflación? ¡Pero qué pedazo de populista! ¿Quieres poder mandar a tus hijos a la universidad sin desangrarte? Ya sabía yo que, en el fondo fondo, eras un populista. Así es como los bufones de la oligarquía tachan de populista a cualquier instancia popular. Mientras vacían la democracia de todo contenido, acusan de «pulsiones autoritarias» a cualquiera que se oponga a este vaciamiento, al igual que las víctimas inermes de los desalojos son acusadas de ser torturadores nazis. Pero el uso inflado del término «populismo» por parte de los patricios revela una inquietud más recóndita. Por seguir con la psicología de prestado, es como el cónyuge adúltero que sospecha cada día más de su pareja: resulta que quien más atenta contra la democracia es quien la ve amenazada por todas partes. En todas estas alusiones desmesuradas al populismo se adivina un sentimiento de culpa, algo así como la mala conciencia del que sabe que está exagerando, que está llevando demasiado lejos el temor a la hybris popular. El más débil murmullo de disenso, la más tímida queja se transforma entonces en la señal de alarma que anuncia la amenazante subida de tono, el trueno que irrumpe en los silenciosos salones de los potentados que se creen a resguardo, pero que no obstante se asoman con ansiedad tras las cortinas para tratar de descifrar los tenues susurros del pueblo: «Vade retro vulgus!».

Por Marco D’Eramo, Publicado en la New Left Review. Traducido por Álvaro García Ormaechea. Visto en Diagonal

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