En el mundo cualquier excentricidad es posible, más aún cuando hablamos del siglo XIX, cuando los gustos de la sociedad se modificaron de manera muy evidente hacia lo refinando.
En Venezuela, la fiebre de la fotografía fue una de las primeras invensiones a las cuales la sociedad tenía poco acceso, aun así -con el paso del tiempo- se convirtió en una exigencia para muchos, pues denotaban clase y poder económico.
La fotografía “post mortem” fue un estilo que se adoptó tan pronto como el daguerrotipo se popularizó. Tras la muerte, la familia del fallecido se enfrentaba cara a cara con la desaparición del mismo y sólo el registro de su imagen, a través de un proceso fotoquímico, les permitía conservar un último recuerdo material de su aspecto, además, los cuerpos exánimes resultaban el blanco perfecto para los degarrotipistas, quienes necesitaban largos tiempos de exposición para la impresión sus placas fotosensibles.
Este tipo de foto nació en París, y no tenía ninguna acepción morbosa o lúgubre, ya que el pensamiento de aquella época era más nostálgica, derivada del romanticismo del tiempo que transcurría.
Había una serie de estrategias para que el cadáver se viera lo más natural posible: el cuerpo debía ser arreglado y embellecido, empleando un maquillaje y atuendo que el difunto acostumbraba a usar, en algunos casos podía realizarse algún retoque mediante el uso de pinturas a mano, y había variedad en cuanto a los “escenarios”: los cadáveres podían ser fotografiados en su féretro o acompañados de su círculo familiar o de amigos y compañeros. A otros se les acomodaba en poses de actitudes cotidianas.
Usualmente agregaban elementos característicos de estas fotos, como podía ser una rosa con el tallo cortado o relojes de mano que mostraban la hora de la muerte.
A los militares, sacerdotes y monjas se les retrataba con sus respectivas vestimentas y a las fotografías de los niños se les añadían sus juguetes.
Como regla principal, los parientes que acompañaban el retrato del difunto lo hacían sin dar muestras de dolor.
En la época en la que los hermanos José Tadeo y José Gregorio Monagas mantuvieron un indiscutido control hegemónico y nepotista sobre Venezuela (1847-1858) – sucediéndose entre sí en la Presidencia de la República- , la fotografía era muy solicitada por la sociedad venezolana del momento, como un sucedáneo rápido, fácil y barato al óleo- y prosperó de la mano de una numerosa cohorte de prestigiosos especialistas extranjeros, casi todos ellos en posesión de poderosos medios técnicos y económicos, contra quienes poco pudieron hacer los raros fotógrafos nativos que se aventuraron, con recursos mucho más modestos.
Esta vez me voy a referir a un daguerrotipista de quien existe muy poca información, pero no podemos dejar de destacar su trabajo en la ciudad de Caracas, Venezuela; si bien optó por fotografiar a difuntos, no fue su único trabajo, también marcó la pauta por su originalidad en enfocar diferentes estilos a la hora de retratar: José T. Castillo.
Este daguerrotipista prestaba sus servicios en la Plaza de San Pablo, y sus fotografías tenían la singularidad de ser coloreadas. Sus precios oscilaban entre los 20 reales y los 10 pesos, en la misma época en que la columna de avisos de un periódico local costaba entre 8 y 10 pesos. En la prensa se anunciaba ofreciendo un trabajo que tenía “tanto la claridad y pureza de las luces, como la suavidad de los colores”, y que calificaba como “inmejorable”; ofrecía un variado surtido de cajas, marcos y cuadros muy finos, realizaba trabajos a domicilio y retrataba a personas fallecidas “por una módica indemnización”, satisfaciendo además cualquier tamaño, postura y formato, ya fuera para un cuadro, un medallón o un alfiler.
Continuó ofreciendo sus servicios de retrato, e incluyó a los niños fallecidos entre sus clientes, prometiendo hacerlos parecer vivos para sus fotografías. Josune Dorronsoro, reconocido historiador, ha mencionado que probablemente Castillo buscó ofertar a partir de la demanda, ya que la cólera había producido una mortandad en Caracas de 2 mil habitantes: “en cuanto a los fotógrafos venezolanos, o de los que se supone nacieron en el país y que cumplieron una actividad importante en estos años, se destacan J.T. Castillo, quien se enfocaba una labor acorde a las constantes epidemias que asolaban a la sociedad, puesto que ofrecía retratar no sólo a personas vivas sino también a los “niños en estado de cadáver” (1981).
De Castillo no se tiene más información: no hay retratos, ni fechas claras como la de su fallecimiento, pero lo que es importante rescatar es que en Venezuela fue uno de los más importantes en cuanto a fotografía de cadáveres se trata.