Radiografía sentimental de una expropiación

Es una de esas noches de fin de semana, cuando, mientras los demás planean qué hacer para salir de las casas, los poetas van a bares a planear qué hacer para salir de la vida

Por Felipe Oviedo

12/05/2015

Publicado en

Tendencias

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Es una de esas noches de fin de semana, cuando, mientras los demás planean qué hacer para salir de las casas, los poetas van a bares a planear qué hacer para salir de la vida. Una de esas noches caminando por Independencia, por la avenida que perfuma su vida con el olor de la muerte, por pasajes y entrecalles dueñas de una quietud histórica, con una arquitectura pensada para el romance, entre casas iluminadas por la ampolleta redonda y otras siniestradas, en las cuales solo entra y sale la manifiesta soledad, en una de esas noches, me topó con un cartel pintado a mano que grita: ¡No a la expropiación!
Habla sobre una obra ministerial que se planea llevar a cada este año, que consiste en la construcción de un corredor del Transantiago, cuyo destructivo diseño contempla la expropiación de unas 240 casas de la comuna.
La nefasta intención con la que peleaba ese reclamo, me llevó a la búsqueda de discusiones al respecto.
En el Bar Wonder 2 conozco a Raúl, hombre que pasó una buena parte de su vida siendo chofer de una carroza funebre, servicio que abunda en la avenida Independencia.
Raúl, a la largo de la conversación, que en su mayoría describe terceras cosas, expresa que su concreta melancolía está a punto de chocar con la amenaza del progreso. Su casa de esquina será partida en dos, dice Raúl, razón por la cual guarda un pequeño silencio para después confesar «o sea, me parten en dos la vida».
Raúl tendrá que irse a otro barrio y así como él, un centenar de viejos tendrán que ir a terminar sus vidas a otras casas, porque la suya, ya no va a existir. Y quizá de eso se trata esta expropiación, no se trata del arrebato de algo, si no que se trata del despojo de todo. De todos esos baúles que conservan recuerdos, esas casas de esquina que lucen orgullosas sus ventanas de madera, sus siluetas que coquetean con el paso cansado de los vecinos, que seguramente van a la casa de otro vecino con el propósito de volver a conversar sobre su mala suerte.
Y si hay algo simbólico en esta expropiación, es que sea de la avenida Independencia, porque junto con los escombros de las fachadas, se va también la independencia de una vida de barrio que vive tranquila en su propia balada. Porque acá la mayoría son viejos que conocen de memoria cada nombre, cada calle, cada hoyo de las veredas, es su hábitat, su territorio, su tierra.
Los alcaldes y las señoritas del ministerio son jóvenes proclamando la renovación, mientras los vecinos a baja voz comentan, con la sabiduría ganada con los años, que el progreso no es necesariamente algo bueno.
En una parte más concreta de la conversación, Raúl me anuncia que según los planes del proyecto, en dos años más, ni él ni el Wonder 2 van a ser lo que han sido siempre.
La expropiación de avenida Independencia, es la expropiación de la independencia, que significa la expropiación de la vida.
La noche comienza a manifestarse cuando el bar empieza a cerrar, Raúl se pone su chaqueta y recupera tu entusiasmo cuando recuerda que solo tienen que caminar unas cuadras para llegar a su casa. A la hora en que las patas de las sillas apuntan el cielo, compruebo que Raúl camina tan lento como habla, cuando lo veo tomar su rumbo bajo la media luz de los faroles, tratando de apurar en paso empujado por el frío.
Escena que seguramente, será cada vez más difícil de ver y admirar en medio del inconsciente crecimiento de esta ciudad.

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