Columna de Opinión

¿Dónde irá nuestra casa común?

Pese a los inmensos avances científicos y tecnológicos de nuestro tiempo, persiste una preocupante escasez de pensamiento crítico, empatía, capacidad para orientar valores y cultivar el juicio abstracto: precisamente aquellas cualidades que la inteligencia artificial no posee, ni probablemente podrá emular como sustituto de la conciencia humana.

¿Dónde irá nuestra casa común?

Autor: El Ciudadano

Por Axel Bastián Poque González

Los liderazgos de Francisco I y José «Pepe» Mujica han ofrecido una voz de cordura, humanidad y civilidad frente al urgente desafío de cuidar nuestra Casa Común: el planeta. Ambos han promovido una visión ética y solidaria que nos interpela no solo como habitantes del mundo, sino como sujetos activos, responsables del destino colectivo de la humanidad. Cada una de nuestras acciones —individuales o colectivas— puede representar una amenaza o una esperanza para el cuidado y la regeneración de ecosistemas y territorios históricamente degradados por modelos de desarrollo intensivos en el uso de materiales y de energía.

Su mensaje ha insistido, además, en la defensa de la dignidad humana como condición ineludible para cualquier proyecto de futuro. No se trata, entonces, de contraponer desarrollo y conservación, sino de integrar ambos principios en una visión madura, holística y responsable del progreso. El verdadero desafío radica en canalizar los logros alcanzados en conocimiento, civilidad y capacidades técnicas hacia una gestión sostenible de los recursos.

Tras las lecciones de las guerras mundiales y de las dictaduras que emergieron en el contexto la Guerra Fría, la humanidad intentó construir instituciones orientadas a preservar la paz, proteger bienes comunes y enfrentar amenazas globales como el cambio climático. Aunque estos esfuerzos han sido limitados e insuficientes, representaron consensos mínimos imprescindibles. Hoy, sin embargo, en un escenario de creciente desafección democrática y ausencia de liderazgos humanistas de alcance global, lo poco que habíamos alcanzado está en riesgo.

Abandonar ese camino no solo significaría un retroceso civilizatorio, sino también una renuncia colectiva a los valores más nobles que supimos construir. Pese a los inmensos avances científicos y tecnológicos de nuestro tiempo, persiste una preocupante escasez de pensamiento crítico, empatía, capacidad para orientar valores y cultivar el juicio abstracto: precisamente aquellas cualidades que la inteligencia artificial no posee, ni probablemente podrá emular como sustituto de la conciencia humana.

En su célebre discurso ante la Asamblea General de la ONU, Mujica advertía: “la política, la eterna madre del acontecer humano, quedó limitada a la economía y al mercado. (…) Todo, todo es negocio”. Su denuncia no ha perdido vigencia. Hoy son quienes gobiernan el mundo los que trazan una separación tajante entre el gobierno de los bienes y el gobierno de las sociedades, privilegiando sistemáticamente los intereses del capital privado por encima de la vida. No hace mucho, el presidente de Estados Unidos llegó a sugerir la construcción de un resort sobre los escombros de la masacre en Gaza, o condicionar la paz entre Ucrania y Rusia al control de las tierras raras ucranianas.

No estamos simplemente frente a una falta de empatía; estamos ante una lógica de sacrificio calculado, donde vidas, territorios y futuros son entregados en nombre del beneficio propio y la maximización del retorno financiero. ¿Qué decir, entonces, del cuidado de nuestros “hermanos menores” —como Francisco de Asís llamaba a los animales— si la vida humana misma es moneda de cambio?

Esto no implica demonizar la economía. Por el contrario, implica devolverle su sentido original: la economía como administración de nuestra Casa Común. La urgencia radica en preguntarnos cómo, por qué y para quién se gestiona esa casa: si en función de la vida y el bien común, o al servicio de una élite dispuesta a arrasarlo todo por mantener sus privilegios, incluso sus caprichos.

En tiempos de crisis climática, esta disyuntiva ya no admite dilaciones. La crisis no es una amenaza futura: está aquí. El límite de 1,5 °C establecido en el Acuerdo de París de 2015 está prácticamente superado. Y ese futuro incierto que la ciencia advirtió con insistencia hoy nos golpea con fuerza, cada vez que los fenómenos climáticos extremos —antes esporádicos— se vuelven más frecuentes, intensos y devastadores.

¿Qué será de nuestra Casa Común sin pensamiento crítico? Mujica lo dijo con claridad: necesitamos mascar lo viejo y lo eterno de la vida humana junto a la ciencia. Esa ciencia que no busca lucro, sino sentido. Esa sabiduría que, entrelazada con una política elevada, debería guiar el rumbo de la humanidad. Ni los Estados-nación más poderosos, ni las corporaciones transnacionales, ni el sistema financiero deberían gobernar el mundo. La inteligencia —no la acumulación— debe tomar el timón de la nave terrestre.

Por Axel Bastián Poque González

Doctor en Ambiente y Sociedad. Investigador Postdoctoral


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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