En un rincón oscuro del orden constitucional chileno, sobrevive un vestigio del autoritarismo con ropaje democrático: el artículo 9º de la Constitución. Su redacción, herencia directa de la Constitución pinochetista de 1980, aún conserva un sesgo penalizador hacia toda acción que desafíe el statu quo mediante medios radicales, disfrazando de condena universal al «terrorismo» lo que no es sino un veto permanente a los enemigos del orden burgués. Esta norma no solo tipifica delitos, sino que impone una prohibición implícita al indulto presidencial para quienes han sido condenados por hechos calificados como terroristas. En este marco, el caso de Mauricio Hernández Norambuena, militante revolucionario y prisionero político, interpela de forma directa a la figura de Gabriel Boric, actual Presidente de la República.
Hernández Norambuena, excomandante del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, fue condenado en procesos judiciales plagados de violaciones a los derechos humanos, incluida la detención en condiciones inhumanas, aislamiento prolongado, uso sistemático de tortura física y psicológica, tanto en Chile como en Brasil. Su situación encarna la profunda contradicción entre la letra muerta del derecho penal capitalista y la viva exigencia de justicia que se levanta desde los márgenes de la historia oficial.
El Presidente de la República tiene, según el artículo 32 Nº14 de la Constitución chilena, la facultad de otorgar indultos particulares. Sin embargo, se ha impuesto una lectura extensiva del artículo 9º para denegar esta prerrogativa en casos de “terrorismo”. Esta interpretación no solo niega la potestad constitucional del Ejecutivo, sino que colisiona frontalmente con los tratados internacionales sobre derechos humanos que Chile ha ratificado y que, según el propio artículo 5º de la Carta Magna, obligan al Estado por sobre cualquier norma interna.
Chile es Estado parte de instrumentos como la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), la Convención contra la Tortura y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, todos los cuales establecen obligaciones categóricas en materia de protección judicial, debido proceso y reparación a las víctimas de tortura. En los procesos contra Hernández Norambuena —particularmente su captura en Brasil, su régimen de incomunicación extrema y su tratamiento en cárceles de alta seguridad— se han producido violaciones reiteradas de estas obligaciones.
El principio de control de convencionalidad, formulado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, obliga a todas las autoridades del Estado, incluido el Presidente, a interpretar y aplicar las normas internas a la luz de los tratados internacionales de derechos humanos. En consecuencia, el artículo 9º no puede ser aplicado para impedir el indulto en un caso donde han mediado torturas y se han lesionado garantías esenciales.
Gabriel Boric, como figura que ha reivindicado el lenguaje de los derechos humanos y de la reparación histórica, tiene el deber político, ético y jurídico de indultar a Mauricio Hernández Norambuena. No hacerlo lo convierte en cómplice del mantenimiento de un orden represivo que criminaliza la resistencia popular y consagra la impunidad de los verdugos del pueblo.
Hernández Norambuena no es un “terrorista”, como lo estigmatiza la legislación posdictadura, sino un combatiente revolucionario que se alzó en armas contra una dictadura sanguinaria y luego resistió en condiciones de combate desigual. El encierro que hoy padece —en condiciones indignas para cualquier ser humano— no responde a una búsqueda de justicia, sino a la lógica de la venganza de clase de un Estado que jamás perdonó que el pueblo armado pusiera en jaque al corazón del poder.
Es imprescindible derogar o al menos dejar sin efecto práctico el artículo 9º de la Constitución, mediante su control de convencionalidad. Este artículo opera como una trampa jurídica para la justicia de clase, al impedir el perdón presidencial incluso en casos de graves violaciones a los derechos humanos cometidas por el propio aparato estatal. En nombre del respeto a los tratados internacionales, debe establecerse que ninguna disposición constitucional puede servir de refugio para la impunidad de la tortura ni de barrera para el restablecimiento de la dignidad de los presos políticos.
El indulto a Hernández Norambuena no es solo una medida humanitaria: es una afirmación política de que la historia no terminó con la derrota del pueblo, ni con la firma de pactos de transición. Es un acto de justicia largamente postergado, que interpela directamente al Presidente Boric. Callar o postergar esta decisión es consolidar el discurso del enemigo, el mismo que justifica la represión en nombre de la democracia, mientras encarcela a los que lucharon por ella.

En Chile, hoy, el único acto verdaderamente democrático es la liberación de quienes se atrevieron a entregar la vida por la causa de los explotados.
Por Gustavo Burgos
El Porteño, 20 de julio de 20225.
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