La geopolítica de hoy funciona como un simulacro: una política aparentemente real pero que repite viejas distorsiones, aferrándose a ellas como fabulaciones auténticas e identitarias. En lugar de abrir horizontes nuevos, se aferra al presente, al nacionalismo, a la tradición. El filósofo Alain Badiou lo definía como una fidelidad a la situación, no al acontecimiento, un apego al orden existente que bloquea el futuro.
La forma histórica más clara del simulacro fue el fascismo. En él, los sujetos encontraban en la tradición y en las glorias pasadas un sustituto frente al derrumbe de la vida material y de la promesa de ascenso social. Era la épica de los fanáticos: venerar figuras de destino improbable para llenar el vacío provocado por la crisis capitalista. Hoy, el simulacro adopta la forma de la geopolítica. La supuesta disputa entre potencias globales reemplaza cualquier política real.
El agotamiento del neoliberalismo
La derecha internacional ha encontrado en el liderazgo de Donald Trump una respuesta al agotamiento del neoliberalismo. Durante décadas, ese modelo prometió que liberar los mercados y desregular la economía traería prosperidad universal y acceso al reparto del plusproducto global. Pero su promesa se quebró. La vimos tambalear en la ola de revueltas que recorrió el mundo durante los últimos 20 años: desde la Primavera Árabe hasta Black Lives Matter, pasando por el octubre chileno.
El neoliberalismo nunca fue una nueva “racionalidad” global, como a veces se explicó en jerga académica. Fue, más bien, una reconfiguración brutal de la relación entre capital y trabajo. Nixon aún aplicaba medidas keynesianas; recién con la dictadura chilena, con Thatcher y con Reagan se impuso la desindustrialización y el debilitamiento sindical. El resultado fue claro: concentración de riqueza arriba y precariedad abajo.
La gran paradoja es que, mientras destruía la fuerza organizada del trabajo, el neoliberalismo también borraba la categoría de clase del pensamiento de izquierda. La teoría se volcó hacia las políticas de la experiencia, el cuerpo, la transgresión. La clase quedó como una casilla vacía.
La derecha sí pensó en clases
Tras la crisis de 2008, que destruyó millones de empleos y hogares, quedó en evidencia que el endeudamiento ya no podía sostener el consumo de la clase trabajadora. La derecha supo leer este malestar en clave clasista. Libros como Coming Apart de Charles Murray o The Unprotected Class de Jeremy Carl interpretaron la fractura social como decadencia cultural. Desde ahí se construyó el fantasma de una “época dorada” del capitalismo arruinada por la izquierda y sus valores.
La dialéctica implicada en el capitalismo contemporáneo y su rearticulación discursiva es clara: explotar sentimientos anti-elitistas en beneficio de las élites. De ahí la paradoja que resulta ver a multimillonarios como Elon Musk despotricando contra las corporaciones y presentándose como outsider.
¿Fin del capitalismo?
Algunos, profundamente impactados por los niveles de control sobre la economía por parte de un puñado de tecno-oligarcas, pronostican una nueva mutación, un “tecno-feudalismo”, con un poder que retrotrae la servidumbre feudal. Pero aun con todas sus mutaciones, el capitalismo y su reproducción siguen basándose en lo que Marx llamó la fórmula trinitaria: dueños del capital, renta de la tierra y explotación del trabajo. Lo nuevo es la escala obscena de la redistribución hacia arriba y los niveles de subsunción de la actividad humana en las tareas de la acumulación.
En este escenario, China emerge como competidor formidable y temible. Pero la izquierda comete un error al imaginar esta disputa global como si fuese emancipatoria. En la Guerra Fría, todavía podíamos asociar a la URSS con un futuro de transformaciones—en su seno un núcleo de revolución persistía; hoy lo que experimentamos es su simulacro.
El caso chileno
Chile ilustra bien esta encrucijada. La izquierda chilena no tiene pueblo: tiene electorado. No tiene clase organizada, salvo una reducida burocracia sindical. Su base real es la clase media, que reproduce sus propios límites comprensivos e identitarios.
En todo caso, la reconstrucción de un proyecto de clase no vendrá de un viraje activista improvisado. Requiere nuevas formas de interpelación, educación masiva y otro imaginario político. Raymond Williams lo llamaba “estructura de sentimientos”: ese trasfondo cultural, sentido, impersonal, que es condición de las interpelaciones políticas. Chile todavía tiene un margen histórico para modificarlo.
Lo primero es renunciar al simulacro: dejar de ver la polaridad China-Estados Unidos como si fuese emancipatoria. Esa es la trampa ideológica.
El fracaso de la ultraderecha
Mientras tanto, la ultraderecha global muestra sus límites. En Occidente produce empobrecimiento e inflación, su peor enemiga. Milei en Argentina no ha podido frenar la cresta inflacionaria con su receta de ultradesregulación. Trump promete tarifas y deportaciones, pero ninguna de esas medidas traerá reindustrialización ni empleos estables. Lo que ofrecen es aislamiento y crisis, eventos peligrosos para economías pequeñas como la chilena.
Una política del acontecimiento
La alternativa es atreverse a una política del acontecimiento, no del simulacro. Una política de la verdad, capaz de abrir horizontes en vez de repetir espejismos geopolíticos. En Chile, eso significa recuperar un punto de vista de clase, superando la estética y el simbolismo de la mesocracia y la subjetividad de las clases medias.
La izquierda chilena tiene todavía la posibilidad de construir una nueva “estructura de sentimientos” que vuelva a unir la política con la vida material de las mayorías. Y esa tarea no se logrará con un exceso de activismo o agitación, sino con una nueva articulación en la dimensión del significante: transformar los imaginarios, el lenguaje y las formas de interpelación que hoy atan a la izquierda a la clase media. Una vez más, una candidatura relativamente exitosa podría modificar lo que podríamos definir como una correlación ideológica.

Eso abriría una política del acontecimiento, mostrando la inviabilidad material de la ultraderecha en actual situación chilena.
Por Claudio Aguayo-Bórquez
Fort Hays State University
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