Columna de opinión

Palestina: ahora qué

Lo que se destruyó no se reconstruye con acuerdos. Lo que se perdió no se recupera con conferencias. La paz no es un edificio ni una ceremonia: es un horizonte que solo se alcanza cuando la justicia deja de ser una palabra incómoda.

Palestina: ahora qué

Autor: El Ciudadano

Por Verónica Aravena Vega

No sé muy bien qué significa la palabra paz cuando la boca que la pronuncia aún tiene el sabor a ceniza.

Dicen que se ha firmado un acuerdo, que los líderes se dieron la mano bajo los focos de Egipto, que el infierno ha terminado. Pero yo miro las imágenes —las ruinas, los cuerpos que todavía no encuentran tierra donde reposar— y no puedo evitar pensar que lo que ha terminado no es la “guerra”, sino el relato que la sostenía. Ahora empieza otra cosa: el silencio que se escribe después del bombardeo, el teatro diplomático, la reconstrucción como espectáculo.

Egipto brilla. Sharm el-Sheij se convierte otra vez en la “Ciudad de la Paz”. Los ministros sonríen, las cámaras enfocan, las palabras se repiten: reconciliación, reconstrucción, esperanza. Es un lenguaje pulido, diseñado para la pantalla. Pero a mí me parece que detrás de cada palabra hay un hueco. Porque ¿qué significa la esperanza cuando Gaza está hecha polvo y la soberanía palestina sigue siendo una promesa en condicional? ¿Qué se reconstruye, exactamente, cuando lo que se ha destruido es el sentido mismo de pertenecer?

Trump reaparece, ufano, como si la historia le debiera un aplauso. Dice que su plan ha traído “el fin del conflicto”. Es el mismo tono que se usa para anunciar un nuevo producto, una campaña, una victoria electoral. Y yo, escuchándolo, me doy cuenta de que la paz se ha vuelto una marca, un eslogan, un hashtag que promete orden a cambio de memoria. Pero la memoria no se rinde tan fácil. En Gaza, en Cisjordania, en los campos, en las ruinas, hay una generación que ha aprendido a vivir sin tregua, y que ahora observa este acuerdo con una mezcla de cansancio y desconfianza.

Lo que se firma en Egipto no es el fin de nada, sino la pausa entre dos capítulos.

Las bombas se han detenido, sí, pero el asedio continúa en otras formas: en los bloqueos, en los permisos, en las fronteras que siguen cerradas. Hablan de ayuda humanitaria, de fondos internacionales, de un gobierno “tecnocrático” que gestione la reconstrucción. Pero todo suena a tutela, a administración externa, a paz administrada por los mismos que negociaron la guerra. ¿Qué tipo de soberanía se puede construir cuando te diseñan la esperanza desde afuera?

Egipto se ofrece como mediador, pero también como guardián de su propio orden. No quiere el caos en su frontera, no quiere el contagio de la desesperación. Los países del Golfo llegan con promesas y chequeras; la reconstrucción se convierte en un mercado de prestigio, una oportunidad de influencia. Todos quieren participar del “nuevo comienzo”, pero nadie parece preguntarse si el comienzo pertenece a quienes perdieron todo.

Y mientras tanto, Israel observa. Netanyahu sonríe con esa calma del que ha ganado más de lo que dice. La palabra Estado palestino vuelve a diluirse entre tecnicismos, entre comisiones y condiciones. Todo se negocia, menos la dignidad.

Pienso en lo que vendrá. Pienso en una Gaza reconstruida con cemento extranjero y manos locales sin salario justo. En un gobierno provisional que administra la pobreza mientras los líderes se felicitan por la estabilidad. En una paz que será celebrada en las capitales, mientras en Rafah, en Jan Yunis, en Deir al-Balah, la gente sigue contando los días que lleva sin electricidad.

Y aun así —porque siempre hay un “aun así”—, en medio del escombro y el cinismo, hay algo que resiste. No la paz que se firma, sino la que se vive a ras de tierra: las madres que siguen enseñando, los jóvenes que reconstruyen redes, los cuerpos que vuelven a ocupar el espacio del que fueron expulsados. Esa forma de existir es, quizás, la verdadera política.

La que no espera permiso ni protocolo. La que no se televisa.

Ahora todos repiten que empieza una nueva era. Pero yo no puedo evitar la pregunta: ¿para quién empieza realmente? Para Palestina, la historia no se ha detenido ni reescrito; simplemente ha cambiado de escenario. Lo que se destruyó no se reconstruye con acuerdos. Lo que se perdió no se recupera con conferencias. La paz no es un edificio ni una ceremonia: es un horizonte que solo se alcanza cuando la justicia deja de ser una palabra incómoda.

Así que, ahora qué. Ahora toca mirar sin dejarse deslumbrar por los focos.

Ahora toca hablar, incluso cuando el mundo se canse de escuchar.

Ahora toca recordar que la paz sin memoria es solo otra forma de ocupación.

Y que, aunque todo parezca terminado, Palestina sigue viva —no porque la hayan salvado, sino porque todavía resiste.

Por Verónica Aravena Vega

Doctora en Estudios de Género y Política, Universidad de Barcelona. Máster en Masculinidades y género. Máster en Recursos humanos. Máster en Psicología Social/organizacional.

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Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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