La expulsión del jefe de campaña, Darío Quiroga, del comando de Jeannette Jara por haberse burlado hace unos días de Franco Parisi, revela que la orientación general de su campaña no solo es ir por el voto de la derecha, sino que subordinarse a ella. El hecho, aparentemente intrascendente, es una manifestación elocuente de que la derrota histórica del progresismo en Chile no es un episodio electoral más: es la bancarrota de una estrategia política entera. Es, en realidad, el resultado del agotamiento estructural de una práctica reformista, de conciliación de clases, que se presentó como heredera de la revuelta de 2019 y terminó como su sepulturera. Aquellos que nos han criticado por sostener esta tesis —desde la moderación académica, el reformismo partidario o incluso sectores de la llamada «izquierda radical»— se aferran a explicaciones superficiales que reducen el fenómeno a errores comunicacionales, a un “desencanto transitorio” de las masas o a una supuesta «polarización atenuada». Lo de Parisi nos es una anécdota, es una cuestión de fondo.
El progresismo no fue derrotado por ser demasiado audaz, sino por ejercer una política de restauración del orden. La firma del Acuerdo por la Paz fue el acto inaugural de esta estrategia. La represión durante el gobierno de Boric, el reforzamiento del aparato coercitivo del Estado, la continuidad de las políticas neoliberales, el copamiento de los movimientos sociales mediante prebendas y corrupción institucionales, la criminalización de la protesta y la rendición en el proceso constitucional, marcaron la línea general de su gestión. En vez de desmontar los mecanismos de dominación heredados de la dictadura y los gobiernos de la Concertación, los consolidó. Su política no fue ni de reformismo ni de defensa de los derechos sociales, sino una administración modernizada del ajuste capitalista.
En este contexto, el avance electoral de la derecha —que hoy bordea el 70% del electorado si se suman candidaturas de Kast, Matthei y Parisi— no expresa un giro ideológico reaccionario consolidado ni un fenómeno de masas fascistas organizadas, sino algo más complejo y peligroso: la descomposición del orden democrático y el rechazo generalizado a todo lo que huela a representación política tradicional. Es, como en Argentina, Bolivia o Uruguay, un voto de castigo contra quienes han hablado en nombre de la democracia mientras han aplicado ajuste y represión. El voto por Milei en Argentina, por Rodrigo Paz en Bolivia o por Lacalle Pou en Uruguay expresa un hartazgo popular que no encuentra canalización en una izquierda clasista. No hay en estos resultados una militancia de masas derechista, sino una desafección, un cinismo político creciente, y una pulsión antipolítica que no puede ser comprendida con las herramientas del antifascismo liberal ni del progresismo cultural. Hay un ¡Vivan las cadenas! como observó brillantemente Marcos Roitman.
En efecto, el progresismo no solo ha defraudado sus promesas: ha desmovilizado, desmoralizado y desorganizado a amplios sectores populares. Este es el crimen político de Boric. A su turno, esta derrota es histórica —tenemos que decirlo fuerte y con todas sus letras— porque no solo es electoral: es la liquidación del capital simbólico que este sector acumuló como supuesto canal del malestar social, y esto es muy significativo, porque lo que se ha derrumbado es —ni más ni menos— que la legitimidad de la vía democrática-institucional como camino para resolver el conflicto social y las demandas históricas del pueblo trabajador.
Por eso es que sostenemos que esta bancarrota de la que hablamos arrastra consigo a buena parte de la izquierda revolucionaria en Chile. Incapaz de romper ideológica y estratégicamente con el progresismo, muchas organizaciones que se reclaman anticapitalistas han terminado rehenes de su discurso y de sus formas de intervención. Han sustituido la lucha por el poder por la defensa de los derechos y la identidad; han reemplazado el horizonte insurreccional por una fetichización de la agenda legislativa y de los marcos jurídicos democráticos. En nombre de la ampliación de derechos, han abandonado el análisis de clase. En nombre de la diversidad, han sustituido la lucha de clases por la gestión del pluralismo. Otros, en nombre del antifascismo, han terminado en la indulgencia con el Boric de los Estados de Excepción y la Ley Naín Retamal.
Esta impotencia —presente lamentablemente en amplios sectores radicales que se reclaman revolucionarios y algunos marxistas y hasta trotskistas— es el resultado de una claudicación estratégica. El abandono de toda perspectiva de ruptura con la democracia burguesa, de toda preparación para una crisis de poder, ha convertido a muchas corrientes revolucionarias en involuntarias correas de transmisión del progresismo. En vez de enfrentar la crisis orgánica del régimen con una política de poder, han optado por incrustarse en sus mecanismos de representación.
En esta línea y por razones que desconocemos, Izquierda Diario en esta nota sigue caracterizando la situación en términos puramente electorales, disminuyendo la importancia de la derrota del progresismo y especulando sobre el carácter progresivo del movimiento que existiría tras la votación de Franco Parisi. Desde el PTR, al igual que amplios sectores de la microizquierda «revolucionaria», siguen analizando el hecho en una clave meramente electoral, hipotetizando una supuesta hegemonía en disputa.
La tarea inmediata, entonces, no es salvar al progresismo del descrédito ni alimentar ilusiones en una segunda vuelta electoral como “último dique” frente a la barbarie. Es construir, en medio del reflujo, una alternativa revolucionaria que parta de una caracterización clara del momento histórico: el régimen de la transición ha caído, la democracia liberal se ha vuelto inviable para garantizar estabilidad social, y el capital buscará formas autoritarias para recomponer el mando. Frente a ello, solo una política de independencia de clase, de frente único en la lucha, y de horizonte insurreccional que reivindique el Octubre del 19, puede abrir una vía hacia un verdadero gobierno de trabajadores. Porque la derrota histórica del progresismo no es una catástrofe a evitar, sino una oportunidad para liberar a la clase trabajadora de su chantaje. Pero eso exige el coraje de romper con las ilusiones institucionales, de asumir el carácter revolucionario de la época, y de prepararse para lo que viene.
Compañeros: la clase trabajadora no necesita “frentes amplios”, «antineoliberales» o «anticapitalistas» para defender las ruinas de la democracia liberal. Necesita construir una alternativa propia, independiente, con un programa que combine demandas inmediatas con un horizonte de poder. La consigna de todo frente único obrero tiene por objeto preparar políticamente las condiciones de la toma del poder, no mantener a los trabajadores subordinados a partidos de conciliación. Las elecciones pueden ser utilizadas como tribuna, pero nunca como fin en sí mismas. La estrategia revolucionaria no se define por el calendario electoral —ni mucho menos por el significado eventual del voto a Franco Parisi, como parecen muchos muy preocupados— sino por el análisis concreto de la situación concreta, en función de las posibilidades de ruptura de los trabajadores con el régimen.
Estas concepciones, enquistadas en el radicalismo de corrientes que -como hemos dicho- se reclaman revolucionarias, devienen en un lamentable antifascismo liberal que es, en última instancia, una forma de reconstrucción ideológica del Estado burgués desde sus propios adversarios. Al exigir —en último término— subordinación a la agenda electoral en nombre de una amenaza reaccionaria, disuelven toda posibilidad de ruptura revolucionaria. Al transformar el miedo en horizonte, entierran la acción consciente de los trabajadores como sujeto histórico.

Es momento de decirlo con claridad: sin un programa de poder, sin un horizonte insurreccional y sin ruptura con el progresismo burgués, toda consigna antifascista será funcional al mantenimiento del orden que ha generado a los Kast, los Trump, y los Milei. La tarea no es “salvar la democracia” haciéndose el simpático con Parisi, sino combatir por la revolución.
Por Gustavo Burgos
El Porteño, 21 de noviembre de 2025.
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