Hoy 26 de julio, es una fecha muy especial. Se cumplen sesenta años de la muerte de Evita, una figura política excepcional de la historia argentina y latinoamericana y cincuenta y nueve años del asalto al Cuartel Moncada, que iniciaría una etapa decisiva en las luchas de nuestros pueblos por su liberación.
En esta ocasión hablaré de Evita, dejando lo del Moncada para un ulterior comentario. Una mujer que aportó al impulso plebeyo fundamental en la primera etapa del peronismo, y sin el cual Perón no hubiera sido Perón. Que supo granjearse la animosidad y el visceral odio de sus enemigos de clase, principalmente la oligarquía, el imperialismo y amplios sectores de la burguesía y las clases medias acomodadas. Un odio que certificaba que Evita sabía muy bien quiénes eran los enemigos a vencer: por eso fue antagonizada por los grupos y clases que cualquier gobierno revolucionario coherente tiene que tener en la oposición. Que supo contactar con su pueblo como ninguna lo hizo antes ni lo haría después. Una jovencita que a los 26 años ya puso en ascuas al país oligárquico, y a la que la vida le jugó una mala pasada. Pero su recuerdo permanece intacto aunque su proyecto revolucionario –barruntado en su piel más que elaborado intelectualmente- quedase inconcluso. Su iconoclastia, su irreverencia ante el orden establecido, su voluntad de lucha siguen iluminando el camino de millones de jóvenes argentinos y alimentando la esperanza de construir un país como ella quería: socialmente justo, económicamente libre y políticamente soberano. Un proyecto que se ha demorado sesenta años y que, si la muerte no se la hubiera llevado tan prematuramente, probablemente estaría hoy mucho más avanzado de lo que está. Más allá de ciertas ambigüedades de su pensamiento político -¿quién está a salvo de ello?- que incomodan a los custodios de la revolución químicamente pura, Evita tenía una profunda convicción anti-imperialista y anti-oligárquica, que no sólo se expresaba en su retórica sino en gestos e iniciativas concretas. Hería con su discurso, pero más lo hacía con las políticas que impulsaba desde el Estado y que recortaban el poder de los explotadores de afuera y de adentro. Hoy su discurso renace de las cenizas; ojalá que venga acompañado por políticas que permitan efectuar el tránsito, que ella sorteó con fiereza, de las palabras a los hechos. En un país que asiste a una hiperinflación de palabras altisonantes, la pasión de Evita por los hechos debería obrar como un saludable recordatorio de que mejor que decir es hacer, y que mejor que prometer es realizar, sabiendo que a la hora de realizar los poderes establecidos de una sociedad profundamente injusta como la Argentina van a utilizar todos sus recursos para frustrar cualquier proyecto transformador. Y sabiendo también que nada, absolutamente nada, podrá lograrse sin luchar denodadamente contra el imperialismo y sus lugartenientes locales, que jamás van a admitir la legitimidad de una sola medida que afecte sus más mezquinos intereses, por más que se empeñen en disimular sus intenciones y juren, de labios para afuera, lealtad al sistema democrático y el mandato de las urnas.
Por Atilio Borón