A propósito del “conflicto chileno-mapuche”: Pierre Clastres y su “sociedad contra el Estado”

Con el ánimo de aportar a la comprensión de la lucha entre el pueblo Mapuche y el Estado chileno, revivimos al antropólogo francés Pierre Clastres, quien en 1974 entregó sus conclusiones sobre su permanencia entre algunas tribus sudamericanas

Por Wari

14/08/2009

Publicado en

Actualidad / Pueblos

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Con el ánimo de aportar a la comprensión de la lucha entre el pueblo Mapuche y el Estado chileno, revivimos al antropólogo francés Pierre Clastres, quien en 1974 entregó sus conclusiones sobre su permanencia entre algunas tribus sudamericanas.

Pierre Clastres (París, 1934—1977) fue un antropólogo y etnólogo francés. Fue director de investigaciones en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) de París, y miembro del Laboratoire d´Anthropologie Sociale do Collège de France. Realizó investigaciones de campo en Sudamérica entre los indios guayakís o aché, los guaraníes y los yanomami. Durante su vida publicó un libro titulado “La sociedad contra el Estado” (1974).

Su muerte prematura, en un accidente automovilístico en 1977, interrumpió la redacción de artículos que más tarde fueron publicados en el libro Investigaciones de antropología política (editado en español por Editorial Gedisa, 1981).

En el artículo titulado Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas, Clastres estudia el carácter estructural y político de la actividad bélica y su lógica centrífuga de dispersión en la sociedad primitiva, renuente a cualquier tipo de división social y de acumulación de poder.

Una de sus principales contribuciones a la antropología fue su crítica a la visión evolucionista según la cual las sociedades estatales o jerárquicas son más desarrolladas que el tipo de sociedades a las que irónicamente llama «sociedades primitivas». Clastres define a las sociedades primitivas como aquellas que rechazan la aparición de un órgano de poder separado del seno de la sociedad, sociedades “sin Estado, sin fe, sin ley, ni rey”. Clastres se propuso demostrar la falsedad de la idea de que todas las sociedades necesariamente evolucionen desde un sistema «tribal», «comunista» e «igualitario» a sistemas jerárquicos y finalmente a sistemas estatales.

Fue crítico con el marxismo y la antropología económica en general argumentando que en las sociedades primitivas existe un predominio de la esfera política por sobre la económica.

Probablemente su aporte teórico más importante fue la acuñación de la categoría analítica de deuda. Para Clastres las sociedades primitivas imponen una deuda permanente al líder o jefe tribal, de manera tal que le es imposible transformar su prestigio en poder separado de la sociedad. Al surgir el Estado se produce una inversión de la deuda mediante la cual las sociedades estatales afirman que el pueblo se halla permanentemente en deuda con sus soberanos.

Según sus investigaciones, las sociedades no jerárquicas poseen mecanismos culturales que impiden activamente la aparición de figuras de poder, sea aislando a los posibles candidatos a jefe, sea descartando completamente el mando y creando en cambio jefes con poder de aconsejar, con autoridad limitada a actividades rituales o a hablar en nombre de una ley ancestral inalterable. No se produce en tal caso ninguna «evolución» hacia el Estado, sino la reproducción de las formas igualitarias y un movimiento centrífugo de la sociedad contra la jerarquización y la centralización, una guerra contra la estatización.

Parafraseando a Karl Marx y burlándose de la aplicación universal de las ¨leyes de la historia¨, Clastres escribió: “La historia de los pueblos que tienen una Historia es la historia de la lucha de clases. La historia de los pueblos sin Historia es, diremos con la misma verdad, la historia de su lucha contra el Estado”.

Adhería a la ideología anarquista y tuvo una activa participación en los sucesos conocidos como el Mayo francés.

LA SOCIEDAD CONTRA EL ESTADO
Extracto del capítulo 11

No hay duda de que la ruptura neolítica transformó las condiciones de los pueblos paleolíticos. ¿Pero ésta fue suficiente para afectar el ser de las sociedades? ¿Hay un funcionamiento diferente en las sociedades preneolíticas o posneolíticas? La experiencia etnográfica indica lo contrario. El paso del nomadismo a la sedentarización sería consecuencia de la revolución neolítica, porque ha permitido la formación de ciudades y aparatos estatales. Pero con esto se decide que todo «complejo» tecnocultural, sin agricultura, está condenado al nomadismo. Aquí tenemos algo etnográficamente inexacto. Una economía de caza, pesca y recolección no exige una vida nómada. Diversos ejemplos, en América y otros lados, lo atestiguan: La ausencia de agricultura es compatible con la sedentarización. Se puede suponer que los pueblos que no habían adquirido la agricultura no fue por inferioridad cultural sino porque no tenían necesidad de ella.

La historia poscolombina de América presenta agricultores sedentarios que, tras una revolución técnica (conquista del caballo y de las armas de fuego) dejaron la agricultura por la caza, cuyo rendimiento se multiplicaba. Cuando fueron ecuestres, las tribus de América del Norte o las del Chaco en América del Sur, extendieron sus desplazamientos, pero estaban lejos del nomadismo en el que se encuentran las bandas de cazadores-recolectores (como los guayaki del Paraguay) y el abandono de la agricultura no fue por la dispersión demográfica ni por la transformación de la organización cultural anterior.

¿Qué nos enseña el movimiento de las sociedades, de la caza a la agricultura y viceversa? Que parece darse sin cambiar la sociedad; que sigue idéntica si sólo cambian sus condiciones de existencia material; que la evolución neolítica no acarrea un trastorno del orden social. En las sociedades primitivas, el cambio en lo que el marxismo llama la infraestructura económica, no determina su reflejo, la superestructura política, pues ésta es independiente de su base material. El continente americano ilustra la autonomía de la economía y de la sociedad. Los grupos de cazadores-pescadores-recolectores, nómadas o no, presentan las mismas propiedades sociopolíticas que sus vecinos agricultores, sedentarios: «infraestructuras» diferentes, «superestructura» idéntica. De modo inverso, las sociedades mesoamericanas -sociedades imperiales, sociedades con Estado- eran tributarias de una agricultura que, no por eso seguía siendo menos parecida a la de las tribus «salvajes» de la Selva Tropical: «infraestructura» idéntica, «superestructuras» diferentes; puesto que en un caso se trata de sociedades sin Estado y en el otro de Estados consumados.

Lo decisivo es el corte político y no el cambio económico. La verdadera revolución, en la protohistoria de la humanidad, no es la del neolítico, pues deja intacta la antigua organización social; es la revolución política, misteriosa, irreversible, mortal para las sociedades primitivas, lo que conocemos con el nombre de Estado. Y si conservamos los conceptos marxistas, la infraestructura es lo político y la superestructura lo económico. Una sola alteración estructural, abismal, puede destruir a la sociedad primitiva, la que hace surgir en su seno o del exterior, la autoridad de la jerarquía, la relación de poder, la sujeción de los hombres, el Estado. Sería inútil buscar el origen en el cambio de las relaciones de producción, dividiendo poco a poco la sociedad en ricos y pobres, explotadores y explotados; ello conduciría mecánicamente a la instauración de un órgano de poder de los primeros sobre los segundos, a la aparición del Estado.

Hipotética, esta modificación a partir de la base económica es imposible. Para que en una sociedad el régimen de la producción se transforme en mayor trabajo para acrecentar los bienes, es necesario, o bien que los hombres deseen esta transformación, o bien que sin desearla, se vean obligados a ella por una violencia externa.

En el segundo caso, nada ocurre con la sociedad misma, que sufre la agresión de una fuerza externa en cuyo beneficio va a modificarse el régimen de producción: trabajar y producir más para los nuevos dueños del poder. La opresión política determina la explotación. Pero la evocación de tal «escenario» no sirve de nada, pues plantea un origen exterior, contingente, inmediato, de la violencia estatal, y no la lenta realización de las condiciones internas, socioeconómicas de su aparición.

Se dice que el Estado es el instrumento que permite a la clase dominante ejercer su dominación violenta sobre las clases dominadas. Y que para que haya Estado, es necesario que antes haya clases sociales antagónicas, ligadas por la explotación. Luego la estructura de la sociedad -la división en clases- debería preceder al surgimiento de la máquina estatal. Veamos la fragilidad de esta concepción instrumental del Estado. Si la sociedad está organizada de opresores que explotan a los oprimidos, es porque esta alienación descansa en el uso de una fuerza, en la subsistencia misma del Estado, «monopolio de la violencia física legítima». ¿A qué necesidad respondería la existencia del Estado, puesto que su esencia -la violencia- es inminente a la división de la sociedad, ya que está dedicado a la opresión de un grupo sobre los demás? Sólo sería el órgano inútil de una función cumplida antes y en otro lugar.

Articular la aparición de la máquina estatal con el cambio de la estructura social sólo lleva a retardar el problema de esta aparición. Hay que preguntarse por qué se produce, en una sociedad primitiva, el reparto de hombres en dominantes y dominados. ¿Cuál es el motor del Estado? Su aparición confirmaría la legitimidad de una propiedad privada surgida previamente; el Estado sería el representante y el protector de los propietarios. Muy bien. ¿Pero por qué aparece la propiedad privada en una sociedad que la rechaza? ¿Por qué hay quienes un día dicen «esto es mío» y cómo es que los demás permiten que surja lo que la sociedad primitiva ignora: la autoridad, la opresión, el Estado? Lo que se sabe de las sociedades primitivas no permite buscar más en lo económico el origen de lo político. Ahí no está el árbol genealógico del Estado. No hay nada en una sociedad primitiva -sin Estado- que permita la diferencia entre ricos y pobres, porque nadie tiene el deseo barroco de hacer, poseer, parecer más que su vecino. La capacidad, igual para todos, de satisfacer las necesidades materiales, y el intercambio de bienes y servicios que impide la acumulación privada de bienes, hacen imposible tal deseo, que es deseo de poder. La sociedad primitiva no deja lugar al deseo de sobreabundancia.

Las sociedades primitivas hacen imposible el Estado. Y sin embargo, todos los pueblos civilizados han sido primero salvajes. ¿Qué fue lo que hizo que el Estado dejara de ser imposible? ¿Por qué los pueblos dejaron de ser salvajes? ¿Qué revolución hizo que surgiera el Déspota, que ordena a los que lo obedecen? ¿De dónde viene el poder político? Misterio, quizá provisional, de su origen.

Parece imposible determinar la aparición del Estado, pero pueden precisarse las condiciones de su no-aparición, y los textos reunidos aquí intentan delimitar lo político en las sociedades sin Estado. Sin fe, sin ley, sin rey. Lo que occidente decía de los indios del siglo XVI, puede extenderse a toda sociedad primitiva. Esta es la distinción: una sociedad es primitiva si carece de rey como fuente legítima de la ley; es decir, de la máquina estatal. De modo inverso, toda sociedad no primitiva tiene Estado. Es por lo que pueden agruparse los despotismos arcaicos -reyes, emperadores de China o de los Andes, y faraones-, monarquías recientes -el Estado soy yo- o sistemas contemporáneos, el capitalismo liberal de Europa Occidental… o de Estado, como en otros lugares…

No hay rey en la tribu, sino un jefe que no es jefe de Estado. ¿Qué significa esto? Que el jefe no tiene autoridad, poder de coacción, no puede dar una orden. El jefe no es un comandante; la tribu no tiene deber de obedecer. La jefatura no tiene poder, y la figura (mal llamada) del «jefe» salvaje no es la de un futuro déspota. No es de la jefatura de donde se deriva el Estado en general. ¿Qué diferencia hay entre un jefe de tribu y un jefe de Estado? ¿Qué hace imposible esto en el mundo de los salvajes? Esta discontinuidad radical -que hace impensable un paso progresivo de la jefatura primitiva a la máquina estatal- se funda en la exclusión del poder político de la jefatura. Se trata de pensar en un jefe sin poder, pues la jefatura es extraña a su esencia, la autoridad. Las funciones del jefe, no son de autoridad. Encargado de acabar con los conflictos entre individuos, familias, linajes, etc., sólo tienen el prestigio que le reconoce la sociedad. Pero prestigio no es poder y los recursos del jefe para pacificar se limitan al uso de la palabra, no para arbitrar, ya que el jefe no es un juez, no puede tomar partido por nadie, sólo puede -con su elocuencia- persuadir de apaciguarse, renunciar a las injurias, imitar a los ancestros que vivieron en buen entendimiento. Empresa no segura, apuesta incierta, pues la palabra del jefe no tiene la fuerza de la ley. Si la persuasión fracasa, el conflicto puede llegar a la violencia y el prestigio del jefe puede derrumbarse, pues es prueba de impotencia para lo que se esperaba de él.

¿En qué estima la tribu que un hombre es digno de ser jefe? En su competencia «técnica»: dotes oratorias, puntería en la caza, capacidad para coordinar la guerra. La sociedad no deja que el jefe vaya más allá, que su capacidad técnica se transforme en autoridad política. El jefe está al servicio de la sociedad -verdadero lugar del poder- que ejerce su autoridad sobre el jefe. Por ello es imposible que el jefe ponga a la sociedad a su servicio o que ejerza poder; la sociedad primitiva no tolerará que su jefe se transforme en déspota.


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