Crónica desde Mariupol

«El infierno se ha terminado»

Cómo se saca a la gente de la zona de guerra.

Por Wari

04/04/2022

Publicado en

Actualidad / Mundo / Rusia

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Ser un «navegante» durante una situación militar en constante cambio es una tarea extremadamente ingrata. A menudo se da la posibilidad de girar en el lugar equivocado e ir a parar al epicentro de la batalla. Pero en Mariupol ya es posible navegar por el terreno. Las calles y casas que han sido barridas de nacionalistas son fácilmente distinguibles: la población local camina tranquilamente. Son muchos, empujan carros a los sótanos y edificios destruidos que ahora son sus hogares. Además, en mi último viaje conseguí aprender correctamente el camino a nuestro actual destino.

Había un delicioso aroma a pan en el UAZ Patriot blindado. La parte trasera estaba completamente llena de arriba abajo de bolsas de panes que llevábamos de Donetsk para los residentes de Mariupol. Según los productores de Donetsk, ahora hay que trabajar los siete días de la semana. La necesidad de pan es alta, especialmente en la zona de guerra. Entramos por las calles de Mariupol, rodeados de restos retorcidos y oxidados de coches, cables colgando de todas partes y grupos diseminados de personas transcurriendo por la ciudad.

El destino estaba previsto de antemano. Conocía el camino, así que sugerí la ruta. Sorprendentemente, recordaba exactamente cómo llegar hasta allí. Primero hay un autobús sin ruedas traseras, después un centro comercial destruido, del que, a causa de los impactos directos, sale el tejado rojo del edificio de 16 pisos. No presté atención a ello la última vez porque el entorno en sí ya era lo suficientemente impresionante. Era difícil distinguir nada entre las ruinas, aunque algunos edificios estuvieran más dañados que otros. Aun así, es un edificio que destaca: una gran estructura de ladrillos rojos sobre la que han volado docenas de proyectiles desde todos los lados. Unos 30 residentes supervivientes de las viviendas cercanas se habían reunido aquí en el sótano. Casi todos los edificios de la calle Artyom de Mariupol han quedado destruidos. Bajo los bombardeos, las personas mayores acudieron a la oscuridad de este sótano, en el que las únicas fuentes de luz son una pequeña bombilla y una puerta abierta.

La última vez no había nadie en la calle, pero ahora los habitantes del “refugio” habían salido a ver la luz del día. Rugía la artillería, pero ya nadie presta atención a eso. Para ellos, se ha convertido en un sonido familiar al que se han acostumbrado. Los sonidos de la batalla no se habían detenido, pero la población no parecía volver al sótano.

Conseguimos saber que ahí estaban algunas personas de las noticias transmitidas por aquellos que han escapado del infierno de Mariupol. La lista de personas del sótano fue publicada en uno de los chats en los que los familiares intentan saber si sus seres queridos están vivos. Gracias a esas listas de nombres, es posible enviar un mensaje al “mundo exterior” a través de intermediarios. Incluso a mí me sale eso de “¿cómo es posible que en el siglo XXI?”, pero, por desgracia, lo hubo, lo hay y lo seguirá habiendo. El caso de Mariupol lo prueba de forma elocuente. Entiendo que para muchos la simple ausencia de Internet es como la muerte, pero esas personas no saben qué es la muerte, al contrario que la población de Mariupol, que la ve a diario.

Bajamos las escaleras hasta una habitación oscura. Las camas estaban preparadas a lo largo de las paredes. A la izquierda y a la derecha había varios huecos más en los que también se han preparado habitaciones. Pequeños huecos en los que la población duerme, si es que es posible en estas circunstancias. Era prácticamente imposible identificar a nadie en esa oscuridad, pero entre las figuras encontré a dos personas mayores. En tres viajes no les había encontrado, de ahí que su estancia en la guerra se haya alargado casi una semana y media. Estos hijos de la Gran Guerra Patria han pasado más de un mes en una infernal carnicería. Tres proyectiles impactaron en su edificio. German Mijáilovich sufrió una conmoción y era muy difícil para Galina Andreevna mantenerse en pie debido a su edad. Al ver cómo se ayudan, se puede comprender que han sobrevivido solo porque se tienen el uno al otro.

“He venido por vosotros. Vamos a Donetsk a ver a vuestros familiares”.

En las actuales circunstancias, no es infrecuente que los periodistas evacúen a civiles. Personas mayores, heridos, mujeres o niños. Evacuamos a cualquiera que esté dispuesto a salir de la ciudad en llamas. El diputado de la RPD, Alexey Zhigulin, recientemente evacuó a una mujer con un bebé que había nacido durante la batalla de Mariupol. El día anterior, el diputado sacó de Mariupol a una familia de nueve miembros.

Mientras los dos ancianos recogían sus pertenencias, una pequeña bolsa de deporte y otra de plástico con ropa y documentos, conseguí hacerme con otra lista de quienes estaban en el sótano. “Bien hecho, la abuela y el abuelo tienen que salir”, dijo una mujer con una chaqueta azul.

Ella también estaba en mi lista, pero se negó a marcharse. Por desgracia, no es la primera vez que me encuentro con algo así. Hay personas que, aunque estén en el epicentro de las hostilidades, por diferentes motivos se niegan a abandonar la zona roja. Cada cual tiene sus razones, algunos no tienen dónde ir, otros no quieren ser una carga para sus familias, otros están preocupados por la pobreza y otros tienen motivos políticos. Lo único que se puede hacer en estos casos es enviar un mensaje a la familia por medio de un mensaje en vídeo.

“¿Has visto que hay un proyectil que sale de la segunda entrada al sótano?”, me dijo un joven para enseñarme una mina sin explotar. Pero se nos acababa el tiempo y había que seguir adelante.

En la siguiente parada encontré a aún más gente. Ahí también había niños. Corrían por el patio entre columpios llenos de metralla, coches quemados y el fondo de edificios quemados. Un niño corría al sonido de la artillería con una colorida cometa. “Cógela”, me la dio como regalo. “Quédatela para ti, tengo más. Quédate esta”.

El niño no se rindió. Quería que me llevara la cometa. Sonreía tan tranquilamente, como si no hubiera guerra. Le pedí si podía hacerle un par de fotos. Inmediatamente se le unió su amigo. Los chicos sonrieron, se pusieron cuernos y se rieron mientras sonaba el ruido del obturador de la cámara.

Justo ahí, conocí a otra pequeña residente: Liza, de dos años. La niña todavía no dice muchas palabras. Con sus pequeños dedos se las arregló para decir el número de años que ha vivido. “¿Por qué no os marcháis?”, pregunto.

“¿Dónde vamos a ir?”

“A Donetsk”.

“No tengo a nadie allí. Bueno, hay un exnovio, pero no era nada serio. No, no vamos a ninguna parte”.

La niña, con la cara sucia, tenía una chocolatina en las manos. Liza y su madre ni siquiera van al sótano. Siguen viviendo en su apartamento aunque sus vecinos ya se han ido todos al refugio.

Estas historias son difíciles de olvidar. Las he visto repetidamente. Hay un tiempo en el que parece que hay que acostumbrarse a esta vida. No se puede hacer nada, pero es difícil lidiar con las emociones de ver a una niña de dos años en medio de las ruinas de un barrio jugando al sonido de la artillería y aun así con las ganas de sonreír. Es posible que no sepa que esto es real y que piense que los estúpidos adultos están jugando con sus juguetes, aunque lo hagan haciendo mucho ruido.

Fui recordando todo de vuelta a Donetsk. Cajas vacías de material del Ejército Ucraniano tiradas al lado de la ventana de las posiciones abandonadas cerca de Elenovka: el Ejército Ucraniano se había preparado para asaltar la RPD, pero sus planes fueron interrumpidos. La pareja de ancianos a los que habíamos conseguido sacar de la zona de combate estaba justo al lado. “Ya está, el infierno se ha acabado”, dijo German Mijáilovich, que está prácticamente sordo. “Galya, se ha acabado”.

Por Denis Grigoriuk

Publicada originalmente el 1 de abril de 2022 en asd.news

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