«El lenguaje silencioso engendra fuego»

La irreductibilidad de la poesía

«Este género representa un universo tan vasto y conmovedor, tan único y genuino, que mantenerse alejado de él equivale a no animarse a dar el salto que corona el amor por la literatura».

Por Lucio V. Pinedo

03/12/2015

Publicado en

Artes / Cultura / Literatura

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«…vos sabés
que la gente lee casi siempre la poesía como un momento excepcional,
fórmula excelente para volverse luego a la prosa
y no agitarse demasiado»
Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos.

«¿Una hoja entera para estas pocas palabritas perdidas por ahí?». Esa frase, pronunciada despectivamente y con desgano por una compañera del secundario, cuando teníamos dieciséis años, frente a un poema cuyo título no recuerdo de Federico García Lorca, me hizo volver mi atención hacia la poesía. Las palabras de este ensayo no pretenden ensalzar un género y despreciar otros, no pretenden establecer juicios duros o negar las aventuras maravillosas que nos regala la prosa.  Simplemente, me gustaría reflexionar acerca de aquella frase inocente y pueril que, a mi entender, expresa sobradamente esa condición incomprensible que muchas veces se le atribuye a la poesía, ese lugar marginal (por alejado y distante, y algunas veces oscuro) en el que se instala para varios lectores.

Existe una idea asentada en el imaginario colectivo sobre la vacuidad del género poético, sobre la dificultad que genera su comprensión. Y, así como aquella jovencita subestimó alguna vez los versos del gran poeta español, de la misma manera ocurre que lectores de todas las edades y de todos los ámbitos se rehúsan a acercarse a la poesía, ¿tal vez por sentirse incapacitados para abordarla, tal vez por miedo a su hermetismo o será, sencillamente, por comodidad?

poesia (1)

Ilustración: Virginia Torres Schenkel

La realidad es que este género representa un universo tan vasto y conmovedor, tan único y genuino, que mantenerse alejado de él equivale a no animarse a dar el salto que corona el amor por la literatura. La poesía es la expresión más sutil, más delicada y más hermosa del alma del hombre. Su creación pone en juego todos los mecanismos creativos. Todos los sentimientos que se aglutinan en esas «pocas palabritas» generan un estallido en el corazón de quien la lee. Mi propuesta es, por todo esto, invitar a los lectores a amigarse con la poesía, a conocerla, a aprender a quererla, porque la poesía es mucho más cercana a nosotros de lo que se cree, impregna y empapa nuestra vida a diario y reconocer eso significa el principio de una vida más consiente.

Recuerdo mi impresión al escuchar aquellas palabras de mi amiga. En aquel entonces, yo era una adolescente descubriendo mi pasión por las letras, había comenzado a asomarme al mundo de la literatura y cada paso que daba en esa dirección se volvía todo más fascinante, y crecía mi entusiasmo y mis ansias por querer conocerlo todo. Mi todo, por supuesto, incluía la poesía. Nunca había sentido la distancia que este género tenía con los demás, que es esa distancia que la aleja y la margina. Yo leía cuentos y novelas con el mismo encantamiento y la misma facilidad con la que leía poemas y poemas. Sin embargo, podía percibir aquel desagrado, aquella burla tácita que se instalaba en el ambiente cuando las clases de literatura se dedicaban a desgranar poemas (de Borges, de Cortázar, de Salinas, de Neruda). La sentencia de mi amiga me hizo comprender: la poesía es el silencio más elocuente que existe. Se define por su introversión, por su hermetismo, propio de la economía del lenguaje que se requiere para escribir poesía, esto hace que muchos la sientan como inaccesible. Hace que, a los dieciséis años, sientas que un poema en una hoja está desperdiciando la hoja.

Y cuando es de noche, siempre,

una tribu de palabras mutiladas

busca asilo en mi garganta,

para que no canten ellos,

los funestos, los dueños del silencio

Estos versos de mi queridísima poetisa Alejandra Pizarnik ilustran muy bien mi sensación respecto a lo que sucede con el género poético. Siempre ligada a lo oscuro, a lo difuso y a lo impreciso, la poesía se nos presenta como «una tribu de palabras mutiladas», como un conglomerado de sustantivos y adjetivos que no encuentran asidero, que no van a ningún lado. Es importante rescatar a la poesía de esta categorización, dotarla de un sentido superior que va de la mano de su naturaleza, de su origen. Hay que entender, y para entender esto, el ejercicio de la lectura de este tipo de textos resulta vital: la poesía conlleva ese carácter críptico porque su esencia se lo pide. Los recursos que la caracterizan (las metáforas, las hipérboles, las metonimias, las personificaciones) están todos apuntando hacia esa ley primera que gobierna en la poesía: la economía del lenguaje.  Por eso dije, anteriormente, que la poesía es el silencio más elocuente que existe: no hay otro género literario que diga tanto con tan poco (¿o con tanto?).

Había yo ya cumplido diecisiete años cuando tuve en mis manos, por primera vez, un libro de Alejandra Pizarnik. Mi desconcierto y asombro se incrementaban con cada verso que leía, con cada página que pasaba. No estaba segura frente a qué me encontraba, no podía precisar la intención de las palabras, mis sentimientos se debatían entre la perplejidad y una gran admiración. Fue un desafío a mis lecturas anteriores, una ruptura a mi esquema, a mi mapa literario: por primera vez no entendía, no había sentido. Pero si había sensaciones. Había dolor, había amor, había oscuridad, infancia, monstruos, jardines, paraísos, muerte, pájaros, flores, sexo. La poesía de Pizarnik significó para mi la entrada a un mundo paralelo: paralelo a mi vida real y paralelo también al resto de la literatura que me fascina. Su libro significó darme cuenta de que la poesía está viva, que no descansa en sus significaciones, que no es estática en sus versos, que no es vacua en su síntesis, que no es débil por su extensión. Por el contrario, la poesía se resignifica y se recrea en cada lectura, es dinámica en su ritmo y a su tiempo, es trascendente en cada sílaba, es aguerrida por su extensión.

Tal vez esta noche no es noche,

debe ser un sol horrendo, o

lo otro, o cualquier cosa…

¡Qué se yo! ¡Faltan palabras,

falta candor, falta poesía,

cuando la sangre llora y llora!

¿Llora la sangre de la autora porque su poesía no logra saciarla, o llora su sangre por otro motivo, para el cual la poesía sería un bálsamo restaurador? En cualquier caso… ¡poesía, poesía, poesía!

Lo que sucede con la poesía me lleva inevitablemente a pensar en la famosa polémica del arte abstracto, tan característico de este siglo. Es común escuchar la opinión de que este tipo de arte está sobrevaluado, de que, en realidad, el arte de calidad era el de antes, aquel arte artificioso y pomposo del Renacimiento. La sensación con la poesía es la misma. Se cree que por su extensión y por la simplicidad de su estructura es un género que conlleva menor trabajo, que su calidad literaria es inferior y que la dedicación que supone es menor. ¡Como si cualquiera pudiese escribir un poema que haga vibrar los huesos! ¡Como si fuera fácil la tarea del poeta, de aquel maestro supremo de la pluma que es un poeta! Desde los autores, es interesante observar cómo generalmente todos los buenos escritores son antes poetas… ¿qué más se puede agregar al dato de que el primer escrito de Borges fue Fervor de Buenos Aires? Otro dato curioso, también, es el que representa la poesía olvidad de Cortázar, ese genio argentino asociado a Rayuela, a Final del juego, a Bestiario, obras en prosa de una excelencia tal que lo colocan en el lugar que tiene hoy, literariamente hablando. Pero dónde quedaron aquellos versos de Salvo el crepúsculo, libro en el que Cortázar nos dice:

Empapado de abejas,

en el viento asediado de vacío

vivo como una rama,

y en medio de enemigos sonrientes

mis manos tejen la leyenda,

crean el mundo espléndido,

 esta vela tendida.

Esta mala predisposición a la poesía, ¿de dónde viene, cómo y cuándo empezó? Mi opinión es que, a todo lo que ya mencioné, se le suma el hecho de que no hay un cultivo apropiado de la poesía. Las aproximaciones a ella siempre son frívolas, triviales, insustanciales. Se creó una falsa idea alrededor de este género, se piensa que es el género de los intelectuales, de la alta alcurnia literaria, que su acceso está limitado a personas que manejan un gran conocimiento de la literatura. Incluso el gran poeta mexicano Octavio Paz decía que, en el fondo, la poesía es una práctica que funciona como una sociedad secreta, en la que unos poetas se leen a otros. Esto es falso y es probablemente también la causa de que la mayoría de los best-sellers sean novelas. La novela es un tipo textual que encuentra mucho lugar en el mercado, una gran recepción por parte del público lector. La gran cuestión es porqué este fenómeno no se da con la poesía. Tomo prestada una cita de una nota titulada «La poesía, un ejercicio para pocos», publicada en el diario mexicano Informador. Señala Luis Vicente de Aguinagaque que

quien escribe poesía lo hace desde un principio, interiorizando que no se trata de un arte masivo, consciente o inconscientemente, como sí podrían serlo el cine o la música popular. El éxito editorial y la novela van de la mano, así viene dado desde los inicios de la literatura.

Sin embargo, Luis Vicente descarta que se trate de un ejercicio que realicen «los elegidos» o «alguna élite». Dice:

Simplemente no es para muchos. Es como cuando se te antoja cocinar; uno prepara un platillo para un par de amigos, para unos cuantos, no invitas a todo mundo. Porque la poesía al igual que la cocina, tiene un proceso ceremonial [1].

Esta cita es clara y contundente en cuanto al problema del alcance de la poesía: el proceso ceremonial (y por tanto, hermoso y sublime) que requiere la creación y la lectura poética no encuentra lugar en la vorágine de este siglo XXI que nos apresa. La lectura rápida de novelas «fáciles» que no requieren grandes desafíos ni esfuerzos intelectuales e íntimos de superación es la receta literaria de nuestro tiempo. Con esto, vuelve a mi recuerdo aquella sensación inmensa que tuve frente a los poemarios de Pizarnik, aquellas ganas incontenibles por descifrar esa torre de Babel que se alzaba frente a mis ojos, y me invade una sensación de pena por ese afán que no tiene lugar hoy.

El lenguaje silencioso engendra fuego.

El silencio se propaga, el silencio es fuego.

Era preciso decir acerca del agua o simplemente apenas nombrarla,

de modo de atraerse la palabra agua para que apague las llamas de silencio.

Estas líneas de Pizarnik podrían funcionar como una definición de la poesía, de su función. Ya hablé sobre cómo creo que la poesía es un silencio que habla, que dice y expresa las cuestiones más primordiales del hombre. Esas cuestiones son el fuego del que habla la autora. El silencio tan elocuente que es la poesía, esas combinaciones truncas de palabras perdidas para los ojos de muchos, son, en realidad, lo más íntimo, lo más secreto de nuestra alma, lo que viene de ese lugar recóndito de nuestro interior sobre el cual no poseemos ningún dominio, ninguna capacidad de refrenar, de someter. Precisamente por eso, la poesía es fuego, porque expresa y exorciza ese magma interior. Pero, nótese el poder que Pizarnik le confiere a la poesía: es ese fuego, y es también la capacidad de nombrar al agua y de que ese «nombrar», que es también poesía, sane.

¿Por qué entonces la poesía sigue siendo tan ajena para muchas personas? ¿Por qué gran parte de los lectores no se aproxima al género poético y, si lo hace, lo hace con una actitud titubeante, cargados de preconceptos y recelo? Se me ocurre pensar que, tal vez, la poesía es como ese amigo al que le perdimos el rastro, como ese abrigo que hace mucho no desempolvamos, como un sabor dulce y tibio que no nos animamos a probar. Esto sucede porque esa criaturita escurridiza y vivaz que es la poesía no se deja atrapar cómodamente. La poesía se exhibe y retrocede, se nos da, se nos entrega y luego, de un verso a otro, sin más, se esconde, se vuelve caleidoscópica y vaporosa. Ese movimiento incesante de su comportamiento es lo que para muchos la vuelve inalcanzable e incluso le quita su atractivo, su poder de conquistar. Pero volver la atención a la poesía, que es lo que a mí me generó aquel comentario lapidario de mi compañera del secundario, significa rescatarla de todo esto. Devolverle su poder creador, su magia para permitirle elevarnos, llevarnos, con «pocas palabritas perdidas» a lo más alto de nuestra sensibilidad.

Alejandra Pizarnik titula «La palabra que sana» un poema que reza:

Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.

Me parece injusto agregar alguna palabra a estas líneas que dicen tanto sobre lo que significa el acto de escribir, sobre la intensidad que requiere una actividad que nos pide todo de nosotros, que no se anda con medias tintas. Desenterrar el lenguaje es desenterrarnos a nosotros mismos, es erradicar el silencio para hablar de lo que es necesario decir, por nosotros y por los demás. La poesía es la expresión máxima de esto por ser la forma de comunicación más delicada y aguda, porque nos desafía a conglomerar páginas en estrofas, párrafos en versos, oraciones en palabras, palabras en palabras, vida en poesía. Y por eso ninguna palabra dice más que la palabra poética.

Quisiera terminar este ensayo citando una vez más a mi admirada autora, ya que creo que estas líneas destacan la mejor de las cualidades de la poesía, que es la capacidad que tiene para crear y para evadirnos, a la vez que nos hace encontrarnos con lo más primitivo y genuino de nosotros mismos:

Escribes poemas

porque necesitas

un lugar

en donde sea lo que no es.

Mirando para atrás, después de todo el tiempo transcurrido, después de tantos autores descubiertos y de tantos versos leídos (y algunos también escritos), quisiera volver mi atención hacia mi compañera, como aquella vez la volví hacia la poesía, para contestarle que sí, que una hoja entera, y que un corazón entero, también.

 

Escribió: Victoria Gómez

[email protected]

Bibliografía:

  • Pizarnik, Alejandra. Poesía completa. (ed. Ana Becciu). Octava edición. Buenos Aires: Lumen, 2010.
  • Cortázar, Julio. Salvo el crepúsculo. Primera edición. Buenos Aires: Alfaguara, 2011.
  • Cortázar, Julio. La vuelta al día en ochenta mundos (tomo I). Primera edición. Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 2009.
  • López, J. «La poesía, un ejercicio para pocos». Informador (México, 2 de enero, 2011).
  • wordreference.com

[1] Luis Vicente de Aguinaga, poeta, ensayista, traductor y profesor mexicano nacido en México en 1971. Es Licenciado en Letras hispanoamericanas por la Universidad de Guadalajara y Doctor en Letras Románicas por la Universidad Paul-Valéry de Montpellier.

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