Chile, ¿una izquierda iletrada en el deseo?

Si no somos capaces de ver que el proceso constituyente abierto el 15 de noviembre de 2019 estableció una ruptura estratégica con el contenido social de la revuelta del 18 de octubre, estamos destinados a masticar el polvo amargo de la derrota durante otros cuatro años.

Por Claudio Aguayo

20/10/2022

Publicado en

Chile / Columnas / Política

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¿Qué se asoma terrible cuando comparamos este 18 de octubre de 2022 con el 18 de octubre, no ya de 2019, sino lisa y llanamente de 2021? Que el quiebre producido en el orden simbólico y en los significantes de la democracia neoliberal por la revuelta, ¿no fue definitivo? Para algunos, su reversión tampoco fue paulatina: el 2 de septiembre en la noche, cuando una masa enorme de santiaguinos copó la Alameda, todavía podíamos decir que estaba vivo ese quiebre—pero estaba «vivo» únicamente en las mentes y en los corazones observadores de un paralaje de izquierda progresista, mesocrático.

Situación que confirma la parcialidad clasista que determina las coyunturas políticas. Ver y venerar la revuelta desde Ñuñoa o Santiago centro, no es seguramente lo mismo que vivirla en la violencia local de los saqueos y las ollas comunes. Para algunos, particularmente para una masa de activistas y el votante histórico de la izquierda, octubre seguía vivo en septiembre. El «no lo vimos venir» expresaba el 17 de octubre de 2019 una cerrazón ideológica de la oligarquía y el capital financiero en el poder. El «no lo vimos venir» del 3 de septiembre, una cerrazón ideológica de las clases medias y del progresismo como su punta de lanza ideológica, su atmósfera. Había—y lamentablemente hay, como pude comprobar anoche escuchando por un rato el debate de las listas de Convergencia Social, el partido del presidente—una seguridad monolítica en torno a la continuidad entre el «estallido destituyente», el proceso constituyente y el gobierno de las «grandes transformaciones». Esa continuidad misma es la que permanece impugnada para grandes masas indispuestas a identificarse con una nueva élite de papás y mamás gatunas y perrunos saliendo felices, a las tres de la mañana, borrachos de amor y de amistad, del bar Liguria con pañuelos verdes y frases «deconstruidas».

Nadie es capaz de asumir el anacronismo radical que dirime esta situación, que la desangra, porque implica el terror. Solo el terror, como muestra Hegel, puede cumplir una función estabilizadora apoyado en la paranoia, en momentos de crisis terminal. Y el terror del fascismo sabe que está en condiciones de asumir esa función: proscribir a la izquierda, destituir a Gabriel Boric, reponer el disciplinamiento laboral y eidético de la clase trabajadora, en fin, «refundar» Chile como en el ciclo que va de 1973 a 1980—pero ahora sin los militares, que no están dispuestos a pasar por los tribunales de justicia otros cincuenta años. Y, ¿cuál es ese anacronismo, esa no-sincronicidad, ese desfase que está en el corazón de las revoluciones traicionadas?

Si no somos capaces de ver que el proceso constituyente abierto el 15 de noviembre de 2019 estableció una ruptura estratégica con el contenido social de la revuelta del 18 de octubre, estamos destinados a masticar el polvo amargo de la derrota durante otros cuatro años. Esa ruptura es la expresión de un divorcio, de una dislocación. La izquierda se aferró a la Nueva Constitución como a un viejo árbol capaz de anudar el vértice institucional (el término es de Luis Corvalán) y la violencia popular. Nos aferramos todos a la tesis de que lo constituyente era la continuación de lo destituyente por otros medios. Y ese barco, que nos llevó a la navegación gestual y ornamentaria del progresismo, nos hundió en el terrible acceso de lo Real que simboliza ahora el 4 de septiembre.

Pero por debajo, la destitución de los oropeles con los que la clase política hacía gárgaras de su capacidad de conducción de un «estallido inorgánico», seguía creciendo en unos términos diferenciales, que ya no eran los del imaginario revoltista del «Chile despertó» y el perro Matapacos, sino los del Rechazo como significante vacío, capaz de aglutinar a su alrededor el malestar social y los deseos de seguridad, trabajo estable, acceso al consumo e impugnación de la llamada «clase política». Una revuelta, la del 18 de octubre, que se tradujo en términos insospechados, y que todavía está ahí en el resultado del 4 de septiembre en unos términos que nadie se atrevería a escrutar, por miedo a que el rostro del proletariado diga una verdad que los teóricos de la «gubernamentalidad» devenidos en burócratas de la «gobernabilidad» antineoliberal (sic) no están dispuestos a aceptar. A saber: que el mejor momento para los salarios reales en el horizonte de la pandemia, estuvo dado por las medidas paliativas del gobierno de Piñera.

Deshacerse de lo que Althusser llamaba el discurso de la «Gran Ruptura» es primordial para reconstruir una izquierda atrapada en el marasmo institucional y en su propia reproducción como auxiliar burocrático del neoliberalismo con «rostro humano». Ese discurso funciona en ambos sentidos: para una ultraizquierda que creyó en octubre como apertura de un vacío del que no se podía o no se debía regresar—como «verdadero estado de excepción»—y para un reformismo que sigue confiando en octubre como el primer paso de un «desmonte palmo a palmo» de la racionalidad neoliberal. Contra el discurso de la Gran Ruptura, habría que invocar aquí a Trotsky y Lacan: las revueltas se realizan sólo en los términos que las llevan a efecto. En otros términos: los sujetos que van a la sublevación son portadores de la misma ideología que parecen echar al traste. Por eso, decía el revolucionario ruso, las masas van a la calle sin ideas preconcebidas sobre una sociedad futura. Ponen ahí solamente lo que ahora todos llaman malestar, pero sin darse el trabajo (o el lujo) de leer a Freud.

Por un retruécano dialéctico incomprensible para el pensamiento de izquierda después de la caída del muro de Berlín, las ideas de las clases desposeídas y subalternas son las ideas de la clase dominante incluso ahí donde se rebelan contra el orden establecido. Como dice Lacan, inversamente, el ideal del esclavo es el ideal del amo. Esta suerte de reconocimiento es el mínimo sobre el cual se funda y se dinamiza la propia lucha de clases. Freud había dicho algo así sobre la pulsión de muerte, que no es otra pulsión surgida de la nada, una revuelta negativa exterior al principio del placer, sino la capacidad de producir una fuerza antagonista del propio principio del placer, que deviene pulsión de muerte. Esa es la tragedia de nuestra teoría: haber escapado de la dialéctica del deseo para ponerle toda la confianza al horizonte impoluto de los universalismos.

De tal manera que no, el quiebre del 18 de octubre no era definitivo: ahí donde las masas salieron a la calle, lo hicieron bajo la égida de las mismas ideas que la izquierda vino a conmutar por el proceso constituyente: las ideas del neoliberalismo. Pero también, en el centro de esas ideas estaba una verdad del deseo: que el clamor por la dignidad y por una vida mejor, aunque plagado de todo lo que se les achaca a los sujetos cuando no usan significantes universitarios, requería una ruptura social rápida, un horizonte programático inmediato. Una estrategia anclada en la lucha de clases que pudiese sacarle un pedazo de la torta al capital en esos meses, aumentando drásticamente los salarios reales, eliminando el sistema de AFPs, y promulgando la gratuidad y la universalidad del acceso a la educación en todos los niveles.

El quiebre del 15 de noviembre, por ello, fue más profundo que el quiebre del 18 de octubre. Desplazó el contenido social de la revuelta, anclado en el deseo y en la lucha de clases, por una ruta institucional que se volvió progresivamente ajena. Restauró la vieja división hegeliana entre sociedad política y sociedad civil—la tragedia de la modernidad según el filósofo. Propulsó un vortex en el que la revolución se convirtió en una conminación de desfases, de incomprensiones, de oídos sordos, que ya ni siquiera las encuestas podían desentrañar. Ya en 2020 un estudio del PNUD mostraba que el debate constitucional estaba produciendo hastío. El triunfo de Boric, completamente previsible por el comportamiento histórico del electorado chileno, terminó por obnubilar a una izquierda que todavía contaba muy orgullosamente los réditos de un crecimiento electoral más o menos impecable, pero que en las elecciones municipales había concitado a menos del 30% del padrón.

El presidente Boric hoy día citó a Carlos Ruiz («Octubre Chileno») en su discurso, repitiendo por enésima vez que el 18 de octubre trajo consigo la demanda por otro tipo de sociedad, pero además un clamor por la «autonomía individual y la libertad». Una lectura inconsistente de sociólogos. ¿Todo eso no existía el 17 de octubre de 2019?, ¿y en qué formas existía esa demanda por autonomía y libertad, sino en las formas heredadas del disciplinamiento capitalista y el fetichismo del consumo? Boric es tan hijo del discurso teórico liquidacionista de la Gran Ruptura como lo es la Lista del Pueblo y su obsesión con la fidelidad estética a los meses de la revuelta. Lo que se ha llamado octubrismo y noviembrismo, en el fondo, no constituyen más que dos formas de evitar el nudo traumático del 2019. En 1927, Alberto Edwards decía que había una «armonía superclásica» en la política chilena. Habría que tomárselo en serio, y mirar qué es lo que «Las luchas de clases de 2019 a 2023» tienen para enseñar. A ver si hay una forma de reinventar el comunismo chileno.

Por Claudio Aguayo

18 de octubre de 2022

Fuente fotografía encabezado.

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