Columna de Opinión

De la relación humano-perro en la vida y la muerte

El vínculo entre humanos y perros, especialmente en contextos de muerte, está mediado principalmente por los afectos. No se trata solo de cariño entendido en términos emocionales, sino de una disposición relacional que se expresa en el cuidado, la atención al otro y la preocupación constante por su bienestar.

De la relación humano-perro en la vida y la muerte

Autor: El Ciudadano

Por Gabriel Marín Bascuñán

La pregunta por el destino de nuestros muertos me ha acechado desde que tengo memoria. Mi relación con la finitud de la vida se ha modulado principalmente por medio de mis perros. Estos seres han estado siempre presentes en la composición del orden familiar al que pertenezco y, debido a su ciclo vital más reducido que el del humano, me ha tocado experimentar la partida de muchos de estos compañeros. Los recuerdo a cada uno con su nombre, incluyendo a los que me antecedieron, y los celebro cada vez que paso por el lugar donde descansan sus restos a las afueras de mi casa. Con ellos me di cuenta de que la muerte no era el final de su existencia; seguían presentes en múltiples formas después de fallecidos.

A partir de una investigación antropológica y etnográfica, pude explorar las experiencias de muerte canina en familias de la Región Metropolitana de Chile y observar los alcances que tiene la relación humano-perro en la vida y la muerte. La investigación se centró en personas que han vivido la muerte de un perro al que reconocen como parte de su familia, y fue posible acercarse a las formas en que ese vínculo se experimenta y se transforma tras la muerte. Esta aproximación permite interrogar no solo el lugar que ocupa el perro en la vida humana, sino también problematizar el lugar del propio ser humano en el mundo. Esto resulta especialmente relevante en un contexto de crisis ecológica, ya que invita a buscar caminos para generar relaciones de correspondencia y respeto con el planeta y sus múltiples habitantes.

A continuación, presentaré, de manera sintética, algunos de los hallazgos principales de mi investigación. Estos se ordenan a partir del encuentro entre dos ideas clave: la extensión de la noción de parentesco y la continuidad entre vida y muerte. Estos hallazgos no buscan ofrecer una teoría general, sino poner en circulación formas particulares de vivir y pensar la muerte canina que emergen desde las voces de quienes participaron en la investigación. Me detendré en algunas ideas generales que permiten reflexionar sobre la muerte de un perro pariente y en cómo ésta puede convertirse en una vía para repensar los vínculos, los afectos y nuestras formas de estar en el mundo con otros. Aunque algunas de estas ideas pueden parecer esperables, su potencia radica precisamente en permitirnos detenernos, pensarlas y ponerle atención a capas de sentido que muchas veces pasan desapercibidas.

La muerte de un perro que ha sido parte de la familia es un hecho profundamente significativo. Lejos de ser vivida como una pérdida menor, esta experiencia marca un quiebre importante en la vida cotidiana de quienes la atraviesan. En los relatos de quienes participaron en esta investigación, la muerte de sus perros no fue comprendida como el fin de “una mascota”, sino como la despedida de un pariente cercano. En palabras de muchos, el perro es un hijo, un hermano, un compañero. Al morir, su ausencia altera la configuración del hogar y abre un espacio existencial extraño. La relación previa al deceso —marcada por el cuidado— reaparece en la forma en que se enfrenta la pérdida: con dolor, pero también con respeto, memoria y gestos que intentan honrar esa vida compartida.

Pero la muerte no es el final del vínculo. Para muchas personas, el lazo con sus perros continúa más allá del deceso biológico. Lejos de cerrarse con la muerte, la relación se transforma y se mantiene viva a través de distintas prácticas: visitar el sitio donde fue enterrado, disponer un lugar especial para su ánfora dentro del hogar, conservar objetos que le pertenecieron, hablarle, recordarlo. Son formas de cuidado que persisten incluso cuando el cuerpo ya no está y que permiten que la presencia del perro fallecido permanezca vigente. En estas prácticas se expresa cómo las personas componen su mundo. La memoria no aparece como una evocación pasiva, sino como una forma activa de mantener presente al otro en la vida.

Las prácticas y los lugares son clave en esta continuidad. A través de ellos, las personas no solo sostienen el vínculo con sus perros fallecidos, sino que también componen un mundo propio, donde se difuminan las fronteras de lo humano y lo no humano, la vida y la muerte. Desde rituales íntimos, como despedidas y entierros, hasta visitas a cementerios de mascotas, estas acciones dan cuenta de una forma particular de estar en el mundo, en la que el afecto, el cuidado y la memoria se materializan en prácticas, materialidades y espacios. En este sentido, lugares como el Parque de Asís —cementerio privado para mascotas ubicado en las afueras de Santiago— funcionan como verdaderos paisajes de muerte, donde se cruzan emociones, memorias y formas de duelo que escapan a los cánones humanos tradicionales.

Nuestra sociabilidad va mucho más allá de lo humano. Las experiencias presentes en esta investigación muestran que las personas no solo establecen vínculos profundos con sus perros en vida, sino que también continúan relacionándose con ellos tras la muerte. Esta continuidad no se vive como una excepción, sino como parte de una trama más amplia de relaciones que incluye a distintos seres y formas de vida.

Estamos insertos en redes de correspondencia —como propone el antropólogo Tim Ingold— donde lo humano, lo animal, lo vegetal y las distintas materialidades en su totalidad se entrelazan en procesos compartidos, trazando líneas de relación que configuran nuestro habitar. En esa ecología, siguiendo las ideas de Vinciane Despret, la muerte no es necesariamente un corte, sino un momento de reorganización de las relaciones. Los perros fallecidos siguen presentes: acompañan, enseñan, inspiran y su presencia incide en el modo en que quienes quedan siguen habitando el mundo. Y al hacerlo, cuestionan los límites tradicionales entre naturaleza y cultura, vida y muerte.

La muerte ilumina cómo es que las personas entienden al perro como un pariente. No se trata de una metáfora ni de un juego afectivo, sino de un reconocimiento pleno de su lugar en la composición familiar. Para quienes compartieron sus experiencias, el perro no es “como un hijo”: es un hijo. No es “como parte de la familia”: lo es. En sus palabras, aparecen términos como hermano, compañera, amigo, hijo, incluso maestro. Esta forma de nombrar y de sentir revela una noción de parentesco que se aleja de la consanguinidad y que se construye en el tiempo, en la convivencia, en el cuidado mutuo. La muerte, al marcar una pérdida profunda, deja al descubierto la densidad de ese lazo.

El concepto de “mascota” no alcanza a dar cuenta del tipo de vínculo que muchas personas construyen con sus perros. En los contextos familiares que componen esta investigación, ese término es insuficiente para describir relaciones tejidas en la cotidianidad, sostenidas en el afecto, la atención y el cuidado recíproco. Además, la categoría de mascota homogeniza un conjunto de vínculos y dinámicas relacionales que son profundamente diversas. No es necesariamente lo mismo la relación que se establece con un perro que con un gato, un conejo o un ave, y más aún, no es lo mismo el vínculo que se construye con un individuo que con otro, aunque sean de la misma especie. Cada relación es singular, situada, y se compone a partir de las trayectorias compartidas, las formas de comunicación y los afectos particulares.

Dicho eso, la noción de mascota sí puede resultar útil para observar otros fenómenos: por ejemplo, los mercados que se han desplegado en torno a los animales de compañía —desde la industria alimentaria hasta los servicios veterinarios y funerarios—, o para pensar en las especies compañeras como fenómeno más amplio. Pero cuando se trata de hablar desde dentro del vínculo, cuando se trata de nombrar lo que ocurre en la intimidad de un hogar, en el duelo o en la despedida, “mascota” aparece como una categoría ajena, incluso reductora. El lenguaje cotidiano de quienes participaron en esta investigación lo deja claro: no hablan de mascotas, hablan de familia.

El vínculo entre humanos y perros, especialmente en contextos de muerte, está mediado principalmente por los afectos. No se trata solo de cariño entendido en términos emocionales, sino de una disposición relacional que se expresa en el cuidado, la atención al otro y la preocupación constante por su bienestar. En los relatos de esta investigación, las personas no solo cuidan a sus perros: los acompañan, los observan, se preguntan por su subjetividad y se dejan afectar por ellos.

Esta forma de relación puede pensarse como una práctica de correspondencia, entendida de manera sencilla como responderse mutuamente, un modo de habitar el mundo con otros seres, donde lo que importa no es controlar ni definir, sino la responsabilidad entendida en los términos de Donna Haraway: como capacidad de responder, estar atentos y abrirse al encuentro desde la curiosidad. En ese sentido, los afectos son la base misma del vínculo. En la muerte —y en todo lo que la rodea— es ese tejido afectivo el que permite que la relación no se interrumpa sino que se transforme y continúe.

Lo que vemos con los perros es parte de un fenómeno mucho más amplio. Las relaciones interespecie no se agotan en el vínculo humano-perro, aunque este sea especialmente visible y cargado de sentido. Lo que aparece con fuerza en estas experiencias es la posibilidad de pensarnos como una especie compañera más, como sugiere la antropóloga Marina Weinberg al reflexionar sobre Haraway. No se trata de proyectar humanidad sobre los otros seres, sino de reconocer que compartimos con ellos un mundo que co-habitamos, co-respondemos y co-creamos.

Desde esa perspectiva, el duelo por la muerte de un perro no es solo una experiencia íntima. Es también un gesto de apertura ética, una forma de decir que la vida importa más allá de la especie, y que nuestros vínculos más significativos no siempre se ajustan a las categorías heredadas. Ampliar las redes de parentesco hacia otros seres vivos —y también hacia nuestros muertos, humanos o no— no es solo un gesto simbólico: es una forma de llevar la vida en correspondencia. Tal vez el perro sea un puente. Uno que nos permite conectarnos con el resto del mundo vivo —y muerto—, y pensar formas de convivencia más atentas, recíprocas y responsables.

Por Gabriel Marín Bascuñán

Antropólogo


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

Sigue leyendo:


Reels

Ver Más »
Busca en El Ciudadano