El Rechazo como significante vacío

"Esta derrota, todavía inescrutable en el amplio margen de su significado, debe llevarnos a una reconstrucción de la masa encefálica de la izquierda chilena—y global. A una reformulación estratégica de este nuevo comienzo."

“El gran secreto del régimen monárquico, su interés profundo, consiste en engañar a los hombres disfrazando con el nombre de religión el temor con el que se les quiere meter en cintura; de modo que luchen por su servidumbre como si se tratase de su salvación”
Spinoza

La necesidad de escrutar el resultado del domingo 4 de septiembre produce al mismo tiempo ansiedad y desazón. El siguiente texto se basa en conceptos que han surgido en medio de un análisis—muchas veces apresurado, muchas veces poco amable—de los derroteros de la izquierda chilena en su historia reciente. No pretende ser un diagnóstico, sino una contribución al laboratorio conceptual que la realidad exige construir. Anticipo, sin embargo, que hay una fuerte responsabilidad en el Gobierno y el conjunto de la izquierda por el resultado del domingo.

La “ideología dominante”, el “miedo”, o la “alienación” son datos invariables que cualquier proceso de transformaciones debe enfrentar. Nuestra propia ideología del votante cívico y la ciudadanía informada, tejió parte de la derrota. También lo hizo la inefectividad de las respuestas neoliberales/monetaristas a la crisis social y económica: lo quiero decir claramente, no haber entregado los retiros de fondos de pensiones constituyó un error, amparado en razones técnicas que se convirtieron en una auténtica retórica miltonfriedmantiana al interior de la izquierda. El acopio simbólico y la no-sincronicidad, la imposibilidad de hacer coincidir en una única estrategia a la izquierda en el Poder Constituido y el Poder Constituyente, produjo un resquebrajamiento de sentido que la derecha aprovechó muy bien, reviviendo los ideales nacionalistas y securitarios. Finalmente, los guiños al Rechazo—inconscientes o no, situados en torno al “aprobar para reformar”—horadaron el texto constitucional, dejándolo expuesto al criticismo algorítmico de la derecha y su inmenso poder de fuego comunicacional y digital. La ilusión de que el votante está escindido de sus propias condiciones materiales y su reproducción clasista, le han jugado un duro revés a las fuerzas de izquierda. Reponernos parece una tarea de mediano plazo, sobre todo cuando las fuerzas de gobierno siguen dispuestas ya no sólo a la solución centrista, sino también a un viraje conservador.

1. El Rechazo como ideología dominante

Un año antes de la revuelta de octubre, el intelectual de derecha Carlos Peña, abogado y ex-rector de la Universidad Diego Portales, escribió un libro titulado Lo que el dinero sí puede comprar, situado al rededor de un debate con el filósofo norteamericano Michael Sandel—autor del famoso ensayo Lo que el dinero no puede comprar. La tesis de Peña es bastante simple: el dinero y el mercado son agentes democratizadores, que producen valores morales, y no simplemente un “reino del mal” destinado a pervertir las sociedades. En 2019, a meses de la revuelta, Peña profundizaría esa tesis en torno a las razones de la rebelión de octubre: lo que sucedió en Chile fue una revuelta de “consumidores insatisfechos”.

La elección del 4 de septiembre demostró que Carlos Peña estaba equivocado. Los protagonistas de la revuelta de octubre, ese contingente de millones de personas que coparon las calles de Santiago y otras ciudades, no eran meros “consumidores insatisfechos”, sino una franja de la población muy comprometida con procesos de cambio, más o menos politizada, que (dentro de ciertos límites) tenía conciencia de un deseo radical de justicia incompatible con el modelo. Los “consumidores insatisfechos”, en cambio, tuvieron su propia revuelta en el plebiscito de salida en el que se dirimió el futuro del proceso constituyente. Contra todos los pronósticos de la izquierda, e incluso contra el triunfalismo de derecha apoyado por el enorme poder de los medios de comunicación y las encuestas de opinión, la opción del rechazo a la nueva constitución triunfó con un 61% de los votos. La estupefacción es apenas ocultable, sobre todo para un gobierno que—si bien de forma tardía—se jugó por el triunfo.

Lo que confirmó de un modo trágico el nuevo 4 de septiembre chileno, es que la democracia del dinero preconizada y pontificada por Carlos Peña, sacerdote del estado portaliano, gozaba todavía de buena salud. Sobre todo porque esta derrota estuvo signada por el retorno del voto obligatorio y la baja abstención: un ejército de votantes de bajos ingresos impuso un brusco final al proceso constituyente.

La opción Apruebo apenas ganó en algunas comunas de la capital, entre las que se cuenta Ñuñoa—capital del progresismo “bien” y la llamada whisky izquierda. Es doloroso asumir que la opción de la izquierda tuvo mejor votación entre las comunas más ricas. El Rechazo, en cambio, ganó en todos los sectores populares, entre los más golpeados por la crisis y la inflación. Funcionó, parafraseando a Lacan, como un “paso al acto” de las clases laboriosas, de consumidores insatisfechos y agobiados por la crisis, en el marco de una democracia mercantil agotada. Paradójicamente, los “pobres del campo y la ciudad” devinieron mayoría en un contexto de regresión conservadora y clamor autoritario.

En rigor, la elección confirma algo que ya sabíamos desde el principio, refrendado—inclusive—por todos los sociólogos y especialistas de la izquierda chilena: que las ideas dominantes de una época son las ideas de la clase dominante. Marx dice aún más: incluso los productores no-capitalistas, en una sociedad dominada por el capital, “se hallan dominados por las concepciones capitalistas”. Lo que ha dicho Carlos Peña, su afirmación vana de una democracia consumista y mercantil, es una perogrullada. Como afirman los foucaultianos, la mentalidad neoliberal, el dispositivo cultural del capitalismo tardío, gira en torno al consumo de mercancías y el empresariado de sí. Fetichismo de la mercancía, reificación, ideología dominante. Como se quiera. El 4 de septiembre fue una revancha del sentido común contra una grieta cívica producida el 18 de octubre.

El 4 de septiembre fue una revancha del sentido común contra una grieta cívica producida el 18 de octubre.

¿Era probable, en definitiva, que una masa de electores privados, desafectados por la política, dieran un vuelco conservador? Si algo tiene la derecha, es su fascinación con la psicología de las masas, con los vuelcos afectivos del electorado. Al imponer el voto obligatorio para el plebiscito de salida, el centro-derechismo chileno creó un freno de mano al proceso constituyente, una “última instancia” favorable asentada en la ideología de los consumidores privados, que no era transformable en un plazo de dos años. Lo que la derecha no podía saber, es cómo las fuerzas de izquierda iban a lidiar con esa ideología dominante, cómo iba a actuar la Convención Constitucional en relación al sentido común, cómo íbamos a desempeñar nuestro rol como gobierno. Ese era nuestro margen de maniobra.

Por eso la crítica debe apuntar hacia adentro, hacia nuestra propia agencia como izquierda: echarle la culpa a la derecha, a los medios de comunicación o a la mentalidad neoliberal, es la pura constatación de un factum más o menos inviarable. El saldo positivo de esta catástrofe es que al menos sabemos que hay una potencia de obrar de masas que se puso detrás del proceso constituyente. Al mismo tiempo, las masas apruebistas—particularmente la clase media progresista—enfrentan hoy un límite claro: el fracaso de la ideología gradualista con la que Gabriel Boric arribó a la primera magistratura.

2. ¡Es la economía política, estúpido!

Ahora, después de la catástrofe, circulan una cantidad considerable de videos de personas diciendo que votaron Rechazo porque quieren “mejores pensiones”, o porque las “AFP se roban la plata”. La izquierda reacciona estupefacta. Una constitución que dignificaba el sistema de pensiones fue dramáticamente rechazada por ciudadanos que quieren recibir… mejores pensiones. Contradicción siniestra que hasta hace solo unos días permanecía—para la clase media en el poder—en el más absoluto silencio. “Al menos Piñera nos regaló plata” dicen otros. Este sinsentido doloroso ha salido del mutismo en la votación del 4 de septiembre. No pocos, sin embargo, anunciaron su posibilidad, indicando el riesgo de que se genere un “bloque histórico” a favor del Rechazo, constituido por la imposibilidad de discernir la crisis económica, el desfonde social, la crisis migratoria, el proceso constituyente y el desempeño del gobierno. La situación es riesgosa: la inmensa votación del Rechazo expresa, en otros términos, un cabreo emocional y una serie de contradicciones y antagonismos materiales. Un nuevo estallido, esta vez de otra índole, no es improbable cuando la decepción reaparezca.

La incoherencia de masas sólo es comprensible desde la perspectiva de la reproducción material de la vida. Como dice el filósofo marxista Alfred Sohn-Rethel, los conceptos con los que entendemos un mundo atravesado por la lucha de clases son “abstracciones concretas” derivadas de intercambios materiales. En otros términos: la mejor política comunicacional está en esos intercambios materiales, en el sucio fenómeno que los economistas neoliberales llaman consumo. En medidas que son de “cuchillo y tenedor”, en los términos de Rosa Luxemburgo. Cabe destacar, en definitiva, que la crisis estuvo del lado de la ultraderecha.

En todo caso, esta conversión contradictoria y ominosa del Rechazo en esperanza por mejores condiciones de vida, confirma aquello que algunos insistimos con mucha crudeza durante toda esta coyuntura: que la disputa constituyente en realidad encarnaba cuestiones más profundas que la mera disputa constitucional jurídica y superestructural.

Todo lo que hacía el Gobierno estaba estratégicamente anudado al Apruebo, porque representaba objetivamente ese significante. Y ya hay datos que demuestran que el apruebo se desplomó en las encuestas después del portazo al quinto retiro. El bombardeo comunicacional fue imparable desde ahí en adelante. Sumado a la experiencia material de la crisis, contribuyó a configurar una imaginación popular rechacista. Interpretar estos videos como muestras de una ignorancia popular irritante sólo demuestra nuestra propia impotencia estratégica y, lo que es peor, una falta de formación teórica inaceptable para la izquierda.

Nunca había sido tan claro, en fin, que la ilusión mesocrática en una comunidad civil de ciudadanos ilustrados lleva a la izquierda al fracaso. Si las elecciones son grandes movilizaciones nacionales que dirimen conflictos sociales que, de otra manera podrían convertirse en auténticas guerras sociales—como ha sucedido, en todo caso—es precisamente porque no existe un “votante inmaterial”. Comprobamos como nunca la diferencia radical entre la filosofía clásica de la ilustración, situada en torno al lema “sapere aude” (atreverse a saber) enarbolado por Kant, y la perspectiva pesimista de Marx respecto a la pedagogía de las letras. Marx no creía en lo que Rancière llama la “igualdad de las inteligencias”, sino en la imposibilidad de disociar la inteligencia material de los procesos de producción. Lo dice en El Capital cuando considera que la propia socialización capitalista del trabajo produce las condiciones para un modo de vida no-capitalista. Lo dice de un modo hegeliano en los Grundrisse, cuando afirma que el capital no forma sólo un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto. En este sentido, todo lo que hizo el Gobierno se basó en la premisa del sujeto civil, ilustrado, en la retórica de la ciudadanía que las clases medias progresistas hicieron suya desde 2011. Contra ello, el viejo concepto de ideología parecía más fuerte, más adecuado para la coyuntura.

Una política económica objetivamente neoliberal no iba a servir para exigirle a la multitud votar por la constitución-tumba del neoliberalismo…

Una política económica objetivamente neoliberal no iba a servir para exigirle a la multitud votar por la constitución-tumba del neoliberalismo—“algo ahí no funciona”, dirían los lacanianos. El Gobierno ingresó al vasto campo del disciplinamiento moral de la fuerza de trabajo. En una entrevista sobre el quinto retiro, Camila Vallejo señaló que la exigencia popular de los retiros era “neoliberal”. Parte de la militancia de izquierda y de la burocracia administrativa allegada al Gobierno, cuestionó abiertamente los patrones de consumo de la clase obrera, abriendo la vieja herida de una “fronda” aristocrática de “siúticos” que buscan disciplinar la relación de los trabajadores con su propio dinero: roteo en masa. Los personeros del Gobierno enrostraron a toda la militancia de izquierda su desconocimiento de la economía (monetarista) por apoyar los retiros o las bandas de precios, aludiendo a la sabiduría de Mario Marcel y la infalibilidad de los números—cuando habían y hay disponibles análisis alternativos a los de la ortodoxia de Chicago. ¿Estaba el Gobierno empeñado en producir un ciclo electoral virtuoso o en pelear contra el fantasma cliché del ultraizquierdismo y el maximalismo? De todas maneras, sin una conceptualidad de la crisis que no fuera la de los sacerdotes del neoliberalismo, el fracaso de esta estrategia era previsible.

3. La hipótesis simétrica y la no-sincronicidad

El presidente Gabriel Boric y su gabinete desplegaron una agenda poblada de gestos simbólicos. El acopio simbólico, sin embargo, comenzó a mostrar sus límites cuando el dato real del desfonde capitalista se impuso sobre los intentos por perturbarlo a través de gestos. Gestos que, indudablemente, contrastaban con el cansancio. Cuestiones que, miradas desde la perspectiva de la teoría del discurso y la lingüística estructural, parecen cómicas: el perro Brownie convertido en emblema nacional mientras en las calles y barriadas aparecían los primeros anticuchos caninos. Gente que come perros/perros presidenciables. Esta no-sincronicidad entre el cansancio de masas y los gestos simbólicos tocó a la Convención en un momento crítico de la coyuntura: cuando el gobierno de las “grandes transformaciones” y el “desmonte del neoliberalismo” viraba sistemáticamente hacia los equilibrios macroeconómicos y el ajuste fiscal, el poder constituyente ofrecía un país futurista de “seres sintientes” plenos de derechos sociales.

Así, surge el imaginario woke de la administración capitalista de los deseos de rebelión surgidos de las políticas de identidad. El pachamamismo y el mapuchismo contrastan con una política represiva, que incluye la militarización del Walmapu y los arrestos a comuneros mapuche. El ingreso triunfal de Izkia Siches al territorio en conflicto mostró no solo los límites del acopio simbólico, sino la incapacidad endémica del Estado para cumplir con viejas narrativas de izquierda como la desmilitarización, el fin de la Ley de Seguridad Interior del Estado, o el reconocimiento de la autonomía territorial contra el despojo y la desposesión capitalista en el sur chileno. Esta suerte de desacople de la realidad sobre sí misma—la coyuntura de no-sincronicidad, para usar un término de Ernst Bloch—logró que los sectores de derecha y el centro neoliberal encarnasen los viejos “significantes nacional-populares” que Laclau temía eran la base positiva del fascismo. No hay que esconderlo: el triunfo del Rechazo preconiza la posibilidad de una coyuntura prefascista.

No hay que esconderlo: el triunfo del Rechazo preconiza la posibilidad de una coyuntura prefascista.

La hipótesis simétrica del progresismo, por otra parte, provocó una cadena significante virtuosa para la derecha. Un nudo simbólico favorable articulado alrededor de la bandera de Chile y la re-sacralización de las policías (Utilizo la idea de hipótesis simétrica basándome en un antiguo texto de Etienne Balibar, donde señala que la clave para derrotar al fascismo es precisamente la evitación de las simetrías con los deseos de orden y autoridad de los que se nutre la ultraderecha). Por el contrario, la izquierda impulsó una agenda represiva, fortaleciendo un bukelelismo por abajo y un aumento inusitado del racismo y la xenofobia.

La hipótesis simétrica tuvo como corolario una defensa abierta, a ratos obscena, de los agentes de Estado involucrados en violaciones a los derechos humanos. Las policías, en particular el general Yáñez, siguen operando en los mismos términos consagrados por el viejo Estado portaliano y el presidencialismo monárquico que lo trasunta desde 1830. En El Príncipe Maquiavelo insiste con claridad en que, quien aumenta el poder, la gloria y la fama de aliados inestables o enemigos, labra su propia ruina. Esta potenciación represiva produjo los peores efectos, y en particular el blanqueamiento de una institución que durante todo el gobierno de Piñera producía una fuerte desconfianza de masas: Carabineros de Chile. Una destitución de los jefes policiales y una reforma a las policías, habría hecho viable un compromiso de nuevo tipo con el problema de la seguridad—convertido en el “punto de acolchamiento” de los discursos de orden. La polémica fotografía de Izkia Siches con José Antonio Kast pasó, en definitiva, del plano pictórico al plano material, convirtiéndose este último y sus múltiples epígonos en predicadores públicos del respeto a las fuerzas de orden.

El monopolio de la violencia, el terror de las policías, venció a la posibilidad de un “terror” republicano, más asentado en el deseo de justicia. Es paradójico que el Gobierno y la izquierda hayan fortalecido las narrativas nacionalistas y los gestos de reunión identitaria del “pueblo” chileno que contribuyeron a su propia derrota. La plurinacionalidad y el nacionalismo implicaban claramente un par de vías más o menos contradictorias, asincrónicas, y el Estado apareció donde debía estar: del lado de la nación chilena y sus clases dominantes. La Convención, por su lado, se sostuvo en una gesticulación simbólica incompatible con su naturaleza electoral: se confundió a sí misma con la revuelta. Con todo, esto todavía no quiere decir que un camino distinto y una pedagogía republicana lograran, en un corto tiempo, vencer los deseos de orden que, en medio de una crisis migratoria apabullante, pululan como hongos venenosos. Provisionalmente, se trataba de una reinvención estratégica del nombre de Chile fuera del nacionalismo tardío con sus imágenes plagadas de banderas tricolores. Una reinvención que, al lado de una economía política alternativa para enfrentar la crisis, podría haber tenido el efecto de aminorar la reposición de las narrativas belicológicas que son la columna vertebral de la ideología nacional. La pregunta es qué tanto afectó la disimilitud entre la Convención y el Gobierno en torno a estos problemas.

4. El Rechazo como significante vacío

El descontrol del terrorismo mediático no tuvo contrapeso. La narrativa liberal sobre la “libertad de prensa” se convirtió en una bandera de lucha del Frente Amplio, imbuido de formulaciones parecidas al free speech americano, contra una izquierda que proponía abiertamente una solución republicana: el control, la fiscalización e incluso el cierre de medios que atentan contra la democracia. “La experiencia nos muestra que cuando el Estado controla medios de comunicación las cosas salen mal” decía un personero del frenteamplismo en medio de la olvidada primaria con Daniel Jadue. En otros términos, la fantasía de una ecología mediática neutra, transmisora de “información” periodística, terminó siendo la tumba del Gobierno, atado en un anudamiento estratégico con el proceso constituyente. Se ve que, con el acentuado giro hacia el centro neoliberal que ha signado los días posteriores al 4 de septiembre fatídico, la relación condescendiente con el terrorismo mediático no va a terminar.

Las declaraciones del Presidente indicando que, de ganar el Rechazo, se convocaría a un nuevo proceso constituyente, terminaron por sepultar el trabajo de la Convención, todavía defendible pese a sus errores—debido a su carácter eminentemente democrático, a la rapidez con la que actuó, a la legitimidad de algunos de sus miembros. De ahí al “Apruebo para reformar” convino una suerte de destrucción reiterativa del trabajo de la Convención. El Poder Constituido, seguro de sus pulsiones centristas, de la ilusión de un pueblo concertacionista y bacheletista que buscaba la moderación y los “grandes acuerdos” transicionales, traicionó al Poder Constituyente en esa seguidilla de actos. No voluntariamente, sin duda, y quizás ni siquiera desde ese fondo oscuro al que llamamos malas intenciones. Pero es claro que el Rechazo encarnó la claridad política y la seguridad de sí, tuvo la fortaleza de un concepto, las capacidades de una tautología—un significante vacío, capaz de interpelar y aglutinar. El Apruebo en cambio quedó signado bajo el manto de una serie de excusas, peros y resquemores de la toda la clase política. ¿Cómo podía ser buena idea que los defensores de la Nueva Constitución se dedicasen a criticar lo que por otro lado nos venden? Desde el 15 de julio, día de la entrevista de Gabriel Boric, todo giró en torno a lo que necesitaba ser reformado. Abrió el flanco espeso de lo negativo, posibilitó que los resultados del proceso constituyente quedasen expuestos a una crítica despiadada apoyada por las fake news, el metaverso progresista y la ultraderecha.

Sin base social, habiendo perdido una conexión inédita con los sectores populares expresada en el contundente triunfo sobre Kast, es de esperar que el viraje neoliberal se acentúe. Si el gradualismo creció bajo el espejismo de un pueblo concertacionista, el nuevo espejismo de una población de rotos conservadores y “fachos pobres” va a permitir una disputa, ya no hacia el centro, sino lisa y llanamente hacia la derecha. Ambos espejismos constituyen el producto de una profunda bancarrota teórica, y de una incapacidad para entender el funcionamiento de la ideología dominante.

El materialismo riguroso de Baruch Spinoza en su momento lo planteó muy bien: se trata de entender y no de juzgar. Mientras que el juicio proviene de la impotencia, el entendimiento como ciencia de la multitud brega por desentrañar los afectos, los deseos y los significantes que habitan entre los excluidos. De momento, el dato más duro de lo real que vuelve a irrumpir el 4 de septiembre, es el hecho de que, contra todos los pronósticos, incluso las personas privadas de libertad votaron por el Rechazo. Este dato último muestra que el Rechazo operó como significante vacío, aglutinado de sentido, capaz de informar el descontento de masas y el hastío frente a la crisis y el desfonde de la reproducción material de la vida. Esta derrota, todavía inescrutable en el amplio margen de su significado, debe llevarnos a una reconstrucción de la masa encefálica de la izquierda chilena—y global. A una reformulación estratégica de este nuevo comienzo.

Por Claudio Aguayo Bórquez

Estudiante de doctorado en la Universidad de Michigan.

Columna publicada originalmente el 8 de septiembre de 2022 en Revista Rosa.

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