La escuela como refugio

La constatación de la segregación neoliberal, complejo argumento para el retorno a clases

La constatación de la segregación neoliberal, complejo argumento para el retorno a clases.

Por Fernando Sagredo (*)

Quienes nos desempeñamos directamente en educación, en la escuela, en el trabajo con niños y adolescentes, sabemos que la teoría y el discurso político respecto al quehacer docente y a los fines de la educación, están teñidos de una ficción proverbial, una suerte de entelequia instrumental que reanuda cada tanto, la legitimidad de aquello que no termina de cuajar.

Los ejemplos en la política pública reciente son profusos, y a este historial tragicómico, se le suma ahora, el de la obstinación y la miopía de un Ministro y por supuesto, de un gobierno, que con toda certeza han asimilado las experiencias internacionales en el combate contra el Covid-19 como quien mira una teleserie en la tv a la hora de almuerzo.

Desde la insólita premura de abril y mayo, donde se solicitó a sostenedores y equipos directivos de las escuelas que diseñaran planes de retorno tomando en cuenta las recomendaciones y requisitos de la autoridad sanitaria y educativa, hasta la actual contraofensiva ministerial, en que incluso se ha caído en la barbarie cognitiva de comparar la jornada del próximo plebiscito con la rutina escolar, lo que se traza es una matriz normalizadora que apela al recurso emotivo (el de la escuela como espacio protector necesario y urgente) teñido, como era de esperar, del barniz misional, rasgo ahistórico o componente moral de una pedagogía que se espera entregada al rescate social, sin importar consecuencias.

Recordemos que el puntal retórico del actual ministro ha puesto al hogar como foco de aberraciones, abusos y violaciones, y en este sentido, la escuela es su némesis; el espacio antiséptico y sagrado por excelencia, espacio que requiere de profesionales a la altura de tamaña empresa cuasi trascendental.

De modo alguno somos ingenuos. Sabemos que la fraseología ministerial apunta a revivir aquel sentido común tan caro a los profesores, en que ellos, los docentes, serían profesionales con ciertos “privilegios” gremiales que los componen como sujetos acomodaticios de un sistema, que para el resto resulta plenamente hostil. No es casual que hace un par de semanas, en un gesto de transparencia sin precedentes, el relato simplón que anida en el corazón de la engolada preocupación del ministro por la seguridad y bienestar de los estudiantes, haya salido a la luz.

La insinuación respecto a la virtual comodidad en la que se encuentran los profesores sin clases presenciales, es parte de una insistente huella que desvaloriza permanentemente el ejercicio docente, justificación entre otras cosas, para mantener salarios bajísimos en comparación al resto de las profesiones. El docente hace un trabajo fácil, tiene más vacaciones que el resto de la ciudadanía, o el profesor cuenta con un estatuto que lo protege. El remate, inverosímil y escandaloso de este pésimo chiste, lo entrega ni más ni menos que la máxima autoridad educativa del país: los profesores no quieren volver al trabajo porque están cómodos en casa.

Tautología o no, el descrédito al que gratuitamente son sometidos los profesores, viene en esta ocasión acompañada por la necedad de nuestra autoridad como hoja de ruta. Lo primero que constatamos es que los casos de Israel, Corea del Sur o China, todas naciones en que el retorno a clases ya tuvo lugar, dan cuenta de la imposibilidad de una determinada vuelta a la normalidad, toda vez que la escuela es por definición un espacio de interacciones permanentes. Zona de desarrollo próximo en la terminología vigotskiana o lugar de encuentros en la tradición materialista que encuentra su cénit en Lucrecio y Spinoza (¡qué necesaria resulta una mirada spinozista de la educación!), la escuela no resiste la normativa del distanciamiento social por más planificado que esté.

El fracaso de Israel, en este sentido, es paradigmático considerando que en el diseño del retorno existieron premisas científicas: el criterio de aleatoriedad que respetaba los tiempos de incubación y contagio del virus, resultaron también insuficientes. La gradualidad, retorno escalonado, distanciamiento social (el consenso internacional habla de 15 estudiantes por sala), horarios diferidos y esquemas semipresenciales, son tropos que se acuñan como garantías de seguridad. No obstante, la clarividencia optimista de la que se nutre este discurso es un riesgo muy grande, demasiado, toda vez que implica a niños y adolescentes.

La interpelación a la seguridad y protección que, eventualmente entregaría la escuela sobre todo a sectores más vulnerables, choca con el diagnóstico de facto que ubica a nuestro país como una de las naciones con más contagios desde la métrica demográfica. Y el ministro, y por supuesto, aquel sector político al que representa, han dejado claro que la desigualdad es algo nuevo para ellos, un “hecho” con el que se encontraron de golpe a propósito de la radiografía socioeconómica que implicó el Covid-19.

Se asume por lo tanto, que las escuelas a diferencia de los hogares cuentan con mejores condiciones de infraestructura, de logística y de bienestar. Conclusión certera si reconocemos que el hacinamiento, la narcocultura, y la violencia, son entre otras, una tríada que socava día a día las posibilidades de nuestros jóvenes, no obstante, ésta conclusión resulta precipitada y perentoria, cuando entendemos que desde hace mucho, el sistema educativo chileno es justamente, el reflejo de la estructura económica chilena, y que en un sistema tripartito (régimen particular, subvencionado y municipal), están plenamente ubicadas nuestras clases sociales.

Durkheim nunca tuvo más razón que en el Chile postdictadura, “el afuera” social permea “el adentro” escolar con una violencia y una fuerza gestionada por todas partes desde el neoliberalismo y la institucionalidad que le es servil.

Sería interesante preguntarle al ministro, si el distanciamiento social, las medidas de seguridad e higiene, y sobre todo, las posibilidades de garantizar el buen cuidado de aquellos estudiantes que se contagien, serán las mismas para todos los establecimientos en el fértil terreno de la segregación social en la que se desarrolla nuestra educación. Si aún quedan mentes cándidas que creen que el virus es democrático, es quizás, porque aún (y afortunadamente) las escuelas han cerrado y el flujo animado de hijos de ricos yendo a colegios sólo para ricos, e hijos de pobres yendo a colegios donde ningún rico quisiera matricular a su hijo, han cesado.

De lo contrario, la falta de atención médica oportuna tan común en sectores populares y por otra parte, la rápida gestión del cuidado en sectores acomodados, seguirían ensanchando la brecha, que hoy más que nunca, se muestra radical y sin retorno. La muerte en el neoliberalismo, siempre está más cerca de los pobres, y sí, lamentablemente la educación en Chile, abandonada a la suerte del mercado, terminará siendo un refugio para que unos vivan y otros mueran.

Creemos que es mejor esperar, seguir perfeccionando los giros a los que nos ha llevado la coyuntura y tomar éste paréntesis que debiese hacernos cambiar de una vez por todas, para garantizar que cuando existan condiciones reales y materiales para la vida, la tristeza de un discurso que reconoce que la escuela evita una violación o puede alimentar a un niño (como antaño se justifico la JEC como límite al embarazo adolescente), sea un punto de partida para que en el futuro, sea en primer lugar, el hogar por definición, el espacio seguro y donde no falta la comida, y la escuela, el lugar donde se acaba la reproducción social y la miseria. Esa misma miseria que hoy, utilitariamente, justifica desde afuera, la necesidad de volver a clases cuando nada ha cambiado desde marzo.

(*) Fernando Sagredo es Profesor de Historia, Magíster en Curriculum y Evaluación, y Magíster en Filosofía Política U. de Santiago.

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