La salud incompatible de Piñera con el cargo de Presidente

Por Patricio Araya González / Hasta hace muy poco tiempo era bastante común que entre los requisitos para optar a un trabajo se exigiera “buena presencia”, entendiendo que ello implicaba tener aspecto caucásico, es decir, ser de tez blanca, rubio(a), alto(a), ojos azules, en suma, poseedor de un fenotipo centroeuropeo, lo que se certificaba mediante […]

Por Patricio Araya González / Hasta hace muy poco tiempo era bastante común que entre los requisitos para optar a un trabajo se exigiera “buena presencia”, entendiendo que ello implicaba tener aspecto caucásico, es decir, ser de tez blanca, rubio(a), alto(a), ojos azules, en suma, poseedor de un fenotipo centroeuropeo, lo que se certificaba mediante la respectiva fotografía que avalara dicha pertenencia o procedencia; semejante precisión descriptiva descartaba de plano al estereotipo de alguno de los pueblos originarios de Chile.

Por fortuna, hoy eso de la “buena presencia” no se puede explicitar como requisito, aunque a la hora de la entrevista también es evaluada. Lo que sí ha ido ganando cada vez más espacio es la “salud compatible con el cargo”, una especie de prexistencia que busca eximir al eventual empleador de potenciales complicaciones del futuro trabajador, ante las cuales el primero puede deshacerse del segundo sin cargo de conciencia.

La pregunta es por qué –independiente de la naturaleza de sus servicios– esa exigencia solo es aplicable a la mayor parte de los trabajadores, mas no para quienes ejercen cargos de elección popular, o del mero ámbito público, como las autoridades designadas. En rigor, toda persona que opte a un cargo público debiese someterse a una exhaustiva evaluación médica y psicológica que descarte ciertas dolencias y falencias. De esta forma podrían evitarse una serie de inconvenientes, como los que ha venido evidenciando el Presidente Piñera –en particular en su segundo mandato– que le han dificultado el cabal ejercicio de su cargo.

Si tal como se empeñan en afirmar sus cercanos, el Mandatario gozara de buena salud en estos momentos, al punto de hacerla compatible con el desempeño de sus funciones y, en consecuencia, razonara de manera correcta, con toda certeza no habría cometido la cantidad incontable de errores que han caracterizado sus dos gobiernos, comenzando por su renuncia en 2010 a Renovación Nacional, partido que lo llevó al Senado en 1990.

En su editorial del 1 de julio, El Mostrador válida el derecho de la ciudadanía a saber si el Presidente está o no enfermo, por tratarse de “un asunto del mayor interés nacional”. El mismo medio se pregunta si “la opinión pública tiene derecho a saber si los tics, andar vacilante, rigidez del brazo izquierdo y espasmos incontrolables, y descontrol físico en general, además de las conductas y decisiones erráticas, contradictorias e incoherentes, en lapsos cortos, son consecuencia de una enfermedad, física o mental, o no”.

En un sistema de partidos políticos como el chileno, resulta incomprensible que un Presidente gobierne siendo independiente, una condición que no es bien valorada al interior de una coalición gobernante. Desde ya esa independencia puede ser leída como una falta de compromiso con sus aliados y como de escaso ánimo de asumir responsabilidades políticas, tanto a nivel del Ejecutivo como a nivel del Parlamento.

Piñera no palpa la política de la misma manera que los alcaldes, concejales, consejeros regionales, diputados y senadores de RN, ni tampoco sus pulsiones coinciden con las de la UDI. Él no es un político, sino un inversionista; no es un estadista, sino una persona que pudo ser Presidente porque no necesitó pedirle plata a Carlos Larraín, como muchos en RN, que tuvieron que acudir a este, o a otros financistas de la derecha.

Esa falta de pertenencia del Jefe de Estado con el mundo político que lo rodea tal vez sea el origen de su precaria empatía respecto a la compleja realidad que hoy viven millones de sus compatriotas frente a dos fenómenos, uno social y otro sanitario. Piñera no comprende la magnitud de ninguno de esos fenómenos; en octubre comía pizza con sus nietos mientras el país se incendiaba de norte a sur, y a poco de desatarse la pandemia del coronavirus planteó regresar a una “nueva normalidad”; por lo tanto, es imposible que pueda resolver ambos de manera atinada.

Por ello, la desprolijidad que ha evidenciado en sus distintas actuaciones y decisiones, como la de elegir a sus colaboradores –desde ministros a funcionarios de menor rango– ha permitido que muchos de ellos no cuenten con las debidas competencias o trayectorias, o que lleguen a sus cargos con agendas propias y muy desvinculados de sus verdaderos roles; muchos mirando a una eventual diputación, o algún directorio.

Cuando, a diez días de haberse desatado el estallido social del 18 de octubre, Sebastián Piñera despidió a su primo Andrés Chadwick del Ministerio del Interior, quizás no dimensionó la cuantía de esa decisión, la que no solo implicó la persona de Andrés Chadwick, sino también significó la abrupta expulsión de la UDI desde ese poderoso bastión político, cediendo su lugar a Evópoli, partido que quedó representado por un joven ingeniero, dotado de más lealtad personal hacia el Mandatario, que de la necesaria experiencia política requerida para comandar el gabinete y liderar la seguridad ciudadana.

Dos tareas incumplidas, que hoy la UDI le enrostra a ese muchacho llamado Gonzalo Blumel. A ese mismo comité político también ingresó otro militante de sus filas, el economista Ignacio Briones como ministro de Hacienda. Ahora, ese partido está pensando si continúa en el Gobierno.

Este jueves 8 de julio, tras el avance en la Cámara Baja del proyecto de reforma constitucional que busca autorizar de manera excepcional a los cotizantes a retirar hasta el 10% de sus fondos previsionales, La Moneda volvió a sufrir un nuevo traspié, leído por la UDI como un nuevo error de Piñera, una derrota que incrementa la ya tensa relación al interior del oficialismo, luego que 13 diputados de Chile Vamos (nueve de RN y cuatro de la UDI) se sumaran a la oposición, dándole luz verde al proyecto que ahora deberá seguir su trámite en la comisión de Constitución.

¿Por qué Piñera designó en un cargo clave a un colaborador suyo de la época de la Fundación Chile Avanza, con escasa experiencia política, dejando fuera del naipe a la UDI? ¿Acaso no previó el conflicto que le orquestarían los coroneles de Suecia 286? Desde esa colectividad hoy hablan de que la paciencia ya se agotó, se habla de derrota del Gobierno por no ser capaz de alinear a los diputados oficialistas, permitiendo que el proyecto de retiro de fondos continúe su curso; se habla de confianza al límite.

El más quejumbroso dentro de las huestes oficialistas es el gremialismo, qué duda cabe, allí aún no se reponen del schock de perder Interior. Si al Presidente le importara la buena convivencia de su gobierno, en vez de sacar a la UDI de la jefatura de gabinete, solo debió cambiar a Andrés Chadwick por el actual ministro de Justicia Hernán Larraín, un político de larga trayectoria en el Senado, al que daban como Canciller, y quien responde a esa necesidad planteada en La Tercera por el gerente de Cadem, Roberto Izikson, “alguien con trayectoria, redes con el Parlamento, mucha muñeca y liderazgo para generar consensos”. 

Pero, a estas alturas, cabe preguntarse si se le podrá pedir a una persona tan terca que rectifique la marcha, si su propia sanidad mental se lo impide. Chile es un país que va con los frenos cortados, sin conducción, a manos de un desgobierno. En una de esas Piñera “reflexiona” y hace las paces con la UDI, nombrando a la psiquiatra Jacqueline van Rysselberghe como ministra del Interior, suponiendo que ella posee salud compatible con el cargo. Los creyentes, a creer; los agnósticos, a pensar.

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