El proceso constitucional chileno:

Una espectacular demostración de impotencia política de la burguesía

Esta impotencia del régimen, esta incapacidad de alcanzar legitimidad, es una expresión concreta del inaudito agotamiento de las ilusiones democráticas.

Por Wari

07/01/2024

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Por Gustavo Burgos

Sin que hubiese tan solo un mínimo interés popular en la gesta plebiscitaria, el pasado domingo 17 de diciembre, la segunda propuesta constitucional del régimen volvió a ser rechazada electoralmente. Con una notable abstención de un 20% —cerca de dos millones de electores no concurrieron siquiera a votar a pesar de las enormes multas— el voto En Contra se impuso con un 55% holgadamente, superando en diez puntos al voto A Favor. Con este resultado —largamente anunciado por las encuestadoras— el Plebiscito rubricó el amplio rechazo político hacia el régimen en su conjunto. Los agoreros que vieron en el triunfo del Rechazo el pasado 4 de septiembre de 2022 un crecimiento electoral de la Derecha e incluso una especie de neoliberalización genética del pueblo chileno, deben asumir con este resultado que el Rechazo del 4 de septiembre no fue otra cosa más que un macizo voto de protesta. Por lo expuesto, lo ocurrido este 17 de diciembre en las urnas —que algunos entusiastas quieren ver como un apoyo al Gobierno— vuelve a expresar una contundente manifestación de protesta que, aunque aún se nos presente sorda, ciega y hasta muda, no deja de restar toda legitimidad al régimen capitalista en su conjunto.

Mirado desde lejos, el largo proceso constitucional chileno fue la viga maestra de la reacción del régimen en contra de las masas y el pueblo explotado. El lacónico Acuerdo por la Paz del 15 de noviembre [2019], una página y media firmada temblorosamente por los partidos parlamentarios y por Gabriel Boric entre gallos y medianoche, tenía como único objetivo detener el levantamiento popular iniciado en octubre. Este objetivo explícitamente contrarrevolucionario se articuló en torno a dos ideas fundamentales: legitimar la feroz represión del Gobierno de Piñera y empujar el movimiento hacia la vía muerta de la institucionalidad democrática, proponiendo un proceso constitucional que estaba muy lejos de ser el centro de los reclamos en los que se apoyó el levantamiento del 18 de Octubre. Porque el levantamiento popular no fue algo sorpresivo —aunque magnífico— y ya venía anticipándose en las macizas expresiones de protesta en contra de Piñera, como lo fueron las protestas por la muerte del activista ambiental de Quintero, Alejandro Castro; las que repudiaron el montaje policial que rodeó el asesinato de Camilo Catrillanca y el glorioso paro portuario de noviembre-diciembre de 2018 en Valparaíso. El mismo año 2019 el portentoso e inédito paro de profesores, siguió sumando presión a la extrema agudización de los antagonismos de clase, dejando el terreno preparado para la intervención masiva del conjunto de los explotados que protagonizaron en octubre de 2019 una rebelión que hizo trizas al Gobierno de Piñera, cimbró al régimen y abrió paso a un torrente incontenible de expresión de ira popular en contra del orden establecido.

No es cierto que el pueblo se levantara en demanda de una nueva Constitución. El ataque a los símbolos del poder y de la maquinaria de explotación a partir del mismo 18 de octubre se hizo sentir dramáticamente en el ataque a las estaciones del Metro, instituciones financieras, AFP, portales de TAG, multitiendas y supermercados, evidenciando que el descontento era mucho más profundo que el simple repudio a Piñera. Que las organizaciones de izquierda no fuesen capaces de ofrecer otra respuesta que el reclamo constitucional tiene más que ver con su inveterado cretinismo parlamentario, que con la naturaleza del movimiento y de los reclamos populares. Esas mismas organizaciones de izquierda —adaptadas a 30 años de anticomunismo y posmodernismo— hasta el día de hoy son incapaces de reconocer el carácter de clase del levantamiento de 2019 y se apresuran a atribuirle a la supuesta falta de intervención de la clase trabajadora el curso frustrado que siguió el proceso. La verdad es que esta gente —reformista hasta la médula de los huesos— extraños como son a la lucha de clases, son incapaces de reconocer la intervención de los explotados en cualquier momento que esta se produzca, confundiendo a la clase obrera con los sindicatos, a la movilización popular con las campañas en las redes sociales y a las libertades democráticas y conquistas sociales con el entramado jurídico de la dictadura constitucional de la burguesía.

En efecto, la clase trabajadora chilena aún desarticulada política y productivamente, fue capaz de levantarse y arrastrar tras de sí al conjunto de los explotados y a la nación oprimida. Las movilizaciones se sucedieron sin solución de continuidad, metódicamente y a lo largo del país con inconfundibles rasgos de una insurrección. Este levantamiento de carácter revolucionario —hay un debate inclusive sobre cómo denominarlo— carente ya no de una dirección revolucionaria, sino que aún de una mínima referencia de clase, devino en incapaz de proseguir la tarea iniciada, lo que disipó la fuerza social del movimiento. Este último aspecto resultó determinante para que las capas medias y la pequeña burguesía —que inicialmente se plegaron a la lucha— sirvieran a la postre como base social de la reacción democrática articulada desde el frente político «noviembrista» del Acuerdo por la Paz. Y es la reacción, las fuerzas políticas del régimen, las que finalmente imponen el camino institucional frustrado el pasado domingo [17 de diciembre].

Ocurre a menudo que el arte —el arte mayor— acompaña los procesos sociales criticando, parafraseando y aun anticipando. Podemos decir de forma arbitraria y a vía ilustrativa, que el cine ha acompañado el proceso chileno de una manera llamativa. En efecto, el exitoso e inesperado estreno de The Joker en octubre del 19, anticipó indudablemente sino el carácter, al menos la estética del levantamiento chileno que formaba parte, a su turno, de un levantamiento mayor. Creo recordar que más de alguien se disfrazó del lúgubre payaso protagonizado por Joaquín Phoenix. El tema de esta película, huelga decirlo: la ira. Cuatro años después, con un estreno muy esperado, pero de crítica discreta, el mismo Phoenix nos trae —ahora dirigido por Ridley Scott— Napoleón, con una magnífica historia de amor, que es el amor también por la revolución, un amor que se pervierte y que es radicalmente impotente; no solo Josefina es impotente, también la burguesía lo es. El tema de esta película, ya lo hemos indicado: la impotencia. El cine —con una extraña sincronía— siguió el curso iracundo del estallido y la frustración impotente del proceso constitucional. Porque de la misma forma que los de abajo no fueron capaces de derribar el orden establecido, los de arriba igualmente han hecho explícita materialización de su impotencia para legitimar su dominación.

Esta impotencia del régimen, esta incapacidad de alcanzar legitimidad, es una expresión concreta del inaudito agotamiento de las ilusiones democráticas. Este fenómeno de alcance mundial ha hecho crujir las instituciones democráticas, la política de derechos, de minorías y el conjunto sistémico posmoderno que se abre con la caída del Muro de Berlín. Se trata del efecto de una imparable ola de uniformidad en las distintas variantes de izquierda, que lenta e imperceptiblemente, pero de forma invariable, pasaron a plantear la desaparición de la clase obrera (o la aparición de «otros sujetos» equivalentes), la desaparición del imperialismo (una curiosa forma de esgrimir las viejas concepciones yanaconas) o la elevación de la intervención electoral -o la Asamblea Constituyente- a la categoría de estrategia. Esta ola de uniformidad, uno de cuyos máximos referentes fue el recientemente fallecido Toni Negri, tuvo como efecto que la izquierda dejó por completo de interpelar a las mayorías explotadas y se quedó enclaustrada en las innumerables celdillas domésticas de la particularidad y las minorías. De esta forma, el camino quedó abierto para fenómenos como el de Trump, Milei y los fascistizantes europeos del tipo Vox, crezcan en su influencia apelando a un discurso popular, de mayorías y de cuestionamiento a la democracia burguesa. Esta es la base política del crecimiento de la extrema derecha: el abandono por parte de la izquierda de toda bandera revolucionaria, de todo discurso mayoritario, popular y anti institucional.

Sin embargo, la impotencia de la burguesía chilena para imponer una nueva Constitución, esta espectacular incapacidad para legitimar su dominación luego de un proceso constitucional de cuatro años, no es simétrica con la incapacidad de la clase trabajadora para dotarse de una dirección revolucionaria y alcanzar por esta vía el poder. Ello, por tanto, la descomposición del orden capitalista cimentado en la gran propiedad privada de los medios de producción—que tiene como base material el choque entre fuerzas productivas y relaciones de producción— solo puede sustentarse empujando a la humanidad hacia el abismo de la barbarie, un camino que adopta el discurso delirante de los fascistas y que conduce a los trabajadores al retroceso a formas serviles y semiesclavistas de explotación. Una clara demostración de este fenómeno lo podemos observar en el discurso de Milei en Argentina, quien está planteando la derogación de toda normativa laboral y el regreso a formas decimonónicas de trabajo a destajo, sin jornada y con un salario pagado parcialmente en alimentos. Que tanto Boric en Chile —identificado con la izquierda— como Milei en la Argentina —de extrema derecha— lleguen al poder para hacer exactamente lo contrario a lo que plantearon en sus respectivas campañas, no habla de la idoneidad de tales esperpénticos dirigentes, sino de la imposibilidad de la burguesía, de así sea formalmente, edulcorar su dominación con modales democráticos.

Por el contrario, la crisis capitalista motoriza objetivamente la resistencia de las masas, generando una y otra vez las bases materiales para la formación de una nueva dirección política de los trabajadores. El proceso en su conjunto opera como acicate de la lucha contra la gran propiedad privada, en una dinámica convulsa de miseria de las masas que empuja a miles y millones de trabajadores a las calles. Con esto lo que queremos plantear es que este empate virtual de las clases en pugna, cuya agudización crece y progresa geométricamente, disuelve la sustentabilidad del régimen y señala con claridad que no hay otra salida a esta crisis más que el gobierno de la clase trabajadora. Resulta, por lo mismo, impostergable que el activismo se agrupe en torno a las reivindicaciones inmediatas de los explotados y las proyecte como programa para el poder. La erosión de las ilusiones democráticas en las masas debe dar camino no a la defensa de la institucionalidad patronal que se cae a pedazos, sino que a la formulación de una estrategia de poder sustentada en la capacidad transformadora y movilizadora de la clase trabajadora. Si un dirigente fascista —como hizo un tal Espert en Argentina hace unos días— ofrece «cárcel y bala» a quienes se reclaman dirigentes de la clase trabajadora, la salida no es correr a esconderse en las polleras de la justicia burguesa, sino que ofrecer una respuesta de movilización y organización obrera.

Estas son las lecciones que nos da la coyuntura nacional e internacional. Hemos de aquilatarlas para plantear una salida a la crisis y afirmar con ello la voluntad de lucha de los explotados. Por ahora los patrones de Chile han fracasado en su intento de «constitucionalizar» la crisis. Muy pronto el Frente Amplio, el Partido Comunista, Socialistas, PPD, quizá algún democristiano descolgado, nos vendrán a proponer a Tohá o incluso a Bachelet «para detener el avance fascista» de Kast o el pelafustán que en un tiempo los medios patronales hayan ungido como candidato de recambio. No podemos esperar a que el calendario electoral nos marque el paso, porque a esa marcha nos conducen al matadero.

Gustavo Burgos

Las bombas que hoy caen en Ucrania, el feroz ataque de la fuerza de ocupación sionista contra el pueblo palestino, no son más que una escenificación acotada de la magnitud y profundidad de la crisis del gran capital. Ya no solo la Derecha chilena está pidiendo una intervención militar para disciplinar la vida social; sectores del llamado progresismo han hecho propio el discurso punitivista y de criminalización de toda forma de resistencia social. El Gobernador Orrego (DC) de la Región Metropolitana está pidiendo Estado de Excepción para su región. No es por simple belicosidad ni por mera obsecuencia para con los uniformes, es la burguesía la que se prepara para nuevos ataques. Debemos actuar en consecuencia.

Por Gustavo Burgos

Columna publicada originalmente el 24 de diciembre de 2023 en El Porteño.

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