¿Qué se sana cuando se sana?: La salud como experiencia relacional

En el campo de salud en Chile se están discutiendo los mismos problemas estructurales que en otras áreas de la sociedad nacional

En el campo de salud en Chile se están discutiendo los mismos problemas estructurales que en otras áreas de la sociedad nacional. En el sector salud se expresan y reproducen las mismas inequidades sociales. También prima la idea de la sociedad como un gran mercado, la salud como un área de negocio, los bienes y servicios de salud como mercancías. Además se expresan crecientemente las demandas por sus condiciones laborales de grupos de trabajadores del sector público ante su empleador. Sin negar la relevancia de estas discusiones, existe una dimensión que podríamos llamar “micro” de la salud que por asumirse tan mínima se deja de lado, cuando en realidad es otra de las bases del éxito o fracaso de la medicina. Me refiero a la salud como experiencia encarnada en cada persona que participa del actor de sanar, es decir la sanadora y la sanada. En este nivel, que podría suponerse extremadamente subjetivo, individual y privado, en la práctica el límite entre lo personal y lo interpersonal se diluye, precisamente porque la experiencia de la salud es relacional;  y así también su mantención, promoción y recuperación.

Podemos partir recordando la definición más convencional de salud, aquella que hiciera la Organización Mundial de la Salud (OMS) en su constitución en 1948: “la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” . Lo central de esta definición es notar que identifica la salud como un estado, como una forma de estar en las diversas dimensiones de nuestra existencia (cabe destacar también que a la definición original que sólo menciona lo físico, mental y social, se le agregarían con posterioridad otras dimensiones como la ecológica, emocional, espiritual y simbólica). Se reconoce explícitamente que la salud no es simplemente ausencia de “algo”, la enfermedad como entidad o sintomatología fija; y, en consecuencia, tampoco la presencia de “algo”, que sería la salud como entidad fija. No es una definición basada en contenidos, sino que en las múltiples dimensiones del bien o mal estar, es decir, dimensiones relacionales que sitúan al sujeto.  Y entonces, si la salud es una manera de estar y no una entidad fija ¿Cómo la mantenemos? ¿Cómo la fomentamos? ¿Cómo la recuperamos?

Si la salud se definiera sólo por la ausencia de determinados entes patógenos, determinadas anomalías fisiológicas, determinadas conexiones erradas en nuestro cerebro o en nuestra sociedad, entonces bastaría con asegurarnos de eliminar o mantener a raya esos entes o condicionantes perturbadores. Si fuera básicamente producto de la investigación científica, podríamos seguir estrictos protocolos y asegurarnos el resultado deseado. Si fuera una mercancía, entonces bastaría con asegurarse los medios necesarios para adquirirla. ¿Pero por qué entonces no basta con tomar antidepresivos para volver a estar bien? ¿Por qué dos personas con el mismo cáncer, tratadas con el mismo riguroso protocolo, tienen evoluciones distintas? ¿Por qué no basta con pagar por un buen barrio, un buen colegio, una buena alimentación, buenas vacaciones y buenos servicios de salud para asegurarse el bien-estar? Sin duda, el control de agentes y situaciones patógenas, los avances científico-tecnológicos y la disponibilidad de recursos, bienes y servicios ayudan en el proceso de estar sanos. A veces son fundamentales.  No obstante el bien-estar no se encuentra en dichas herramientas, porque es una condición relacional y no una propiedad reductible a entidades.

Todo sistema médico contiene no sólo una serie de tecnologías y protocolos para mantener la salud y abordar la enfermedad como problema, sino también una serie de ideas sobre qué es la salud, la enfermedad y la relación entre ambas (1). La biomedicina moderna -el sistema médico que rige nuestro sistema de salud- a través de su organismo global, la OMS, definió oficialmente la salud como un estado dinámico y relacional. Entonces, propongo que revisemos la instancia relacional por excelencia de un sistema médico: el encuentro terapéutico. En esa relación -entre la persona que vivencia la enfermedad como una dolencia que afecta su bienestar y la persona o grupo de personas consultadas como ayudantes en el proceso de recuperación del bienestar-, es donde todo sistema médico existe (o no).  Y es aquí donde tantas veces la medicina convencional se torna profundamente inconsistente, porque niega la dimensión relacional de la salud al negar el diálogo entre la experiencia/conocimiento de la persona que sufre y la experiencia/conocimiento del que es consultado. Ya sea por justificaciones de poder, donde el conocimiento científico se asume suficiente para diagnosticar sin necesidad de conocer la experiencia del paciente, o por justificaciones administrativas, que obligan al despacho de soluciones rápidas en escasos minutos; la medicina de nuestro sistema de salud está mutilada. Esta brecha entre lo que el sistema médico convencional asume como su definición de salud y lo que finalmente se pone en práctica en los centro de salud, aparece una y otra vez en las entrevistas que realizo en el marco de mi investigación acerca de las prácticas de medicinas complementarias y alternativas en atención primaria.

“La semana pasada fui al consultorio a control. Voy todos los meses, aunque soy una persona sana, para no perder la inscripción y los exámenes básicos gratuitos. ¡Pero estas pastillas que me dieron la última vez, no me las pienso tomar! Resulta que ese día salí temprano y aproveché de hacer varios trámites antes de ir al consultorio; de repente me dí cuenta que se me estaba haciendo tarde y me apuré. Hasta tomé un taxi, que me dejó a una cuadra. Caminé rápido y llegué justo; la enfermera me tomó la presión y temperatura y me pasó a esperar a la doctora. Me atendió una doctora jovencita que no había visto nunca antes. No conversamos mucho, ella sólo se preocupó de la medición de presión y me preguntó si tomaba algún remedio para la presión. Yo le expliqué que no porque siempre he tenido la presión baja; y le conté que hoy había estado trajinando toda la mañana y que llegué apurada, por eso no más. La doctora no preguntó nada más  y me dio una receta de pastillas para la presión, insistiendo que necesitaba tomármelas. Las tomé tres días y me he sentido mareada y sin fuerza. Así que deben ser estas pastillas, que no tienen nada que ver conmigo, porque yo nunca he tenido la presión alta. ¡No me las pienso tomar más!”(Carmen, de Santiago, 80 años)

Esta cita refleja la experiencia de una mujer de bastante experiencia de vida, que no se sintió reconocida en el consultorio. Ella habló, pero no la escucharon. Aquí el problema no es si de verdad Carmen necesitaba las pastillas o no, sino que a ella no le hizo sentido alguno. Al igual que Carmen, muchas otras personas no encuentran en los centros de salud espacios relacionales-conversacionales donde poner su conocimiento experiencial a dialogar con el conocimiento técnico-experto de los profesionales de la salud. De hecho, la gran parte de las conversaciones se dan entre pacientes en la sala de espera. Van al consultorio para no perder la continuidad y el cupo, pero no confían en la medicina que reciben ahí, no se toman el remedio y siguen preguntando y buscando una mejor medicina. Se transforman así en las/los pacientes poli-consultantes que saturan el sistema público, o bien en clientes del sistema privado, que lo saturan igualmente, pero aquí eso no es tan problemático porque beneficia al negocio. ¿Y qué buscan estas personas? Al menos en atención primaria, la búsqueda termina cuando encuentran a otra persona que los llaman por su nombre, les preguntan cómo están, las miran a los ojos, las dejan preguntar, se ponen en su lugar y legitiman su versión de la enfermedad al conversar sobe ella. Eso da tranquilidad y confianza; da bienestar. Efectivamente, la medicina fracasa cuando la lógica técnica del tratamiento deja de reconocer la dimensión experiencial de la dolencia, cuando la verdad científico-experta relega al conocimiento de la dolencia a categorías de “creencias” o “ideas de la gente” y las silencia. Por eso, la negación del/la otro/a en su experiencia de la dolencia explica muchas de las ineficiencias del sistema de salud.

Existen vastos estudios dedicados a analizar la efectividad terapéutica de la conversación. Y no es de extrañar que en tiempos de extrema tecnificación de la biomedicina esta dimensión de la terapia esté siendo cubierta por medicinas no convencionales, pues ellas ofrecen hoy mayores y mejores espacios de conversación. Asimismo, Humberto Maturana ha explicado la importancia de la conversación como espacio relacional y constructor de realidad, en cuanto le “damos vuelta juntos” a un tema que nos ocupa, en un espacio de confianza mutua. En el caso del tratamiento de la enfermedad y la dolencia, conversar es el encuentro humano que constituye la terapia en cuanto permite ocuparse de la forma de estar de la persona que consulta en pos de mejor salud. Los buenos doctores siempre han sabido esto. Ya sea recuperando la dimensión relacional-humana de la biomedicina, nutriéndose de otras medicinas para enriquecer su tratamiento de la dolencia, o bien aliándose con otros sanadores que aporten la dimensión relacional, los profesionales de nuestro sistema de salud tienen la posibilidad de ser algo más que expertos, funcionarios o proveedores. Tienen la valiosa posibilidad de ser sanadores, de personas y de sus relaciones.

Patricia Junge Cerda

Tomado de VERDESEO

Notas

1) Ref. Kleinman, Arthur 2011 Cognitive Structures of Traditional Medical Systems: Ordering, Explaining, and Interpreting the Human Experience of Illness (Reprint 1974/5). Revista Curare. 34 (3).

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