Mi vuelta del exilio y el retorno a Puchuncaví

Algunas reflexiones

Por Wari

11/09/2019

Publicado en

Columnas

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1991. Vuelta al país después de 15 años de exilio. La alegría del reencuentro con los seres amados y el largo proceso de adaptación a otro Chile muy diferente al que dejé el año 1976, cuando fui desterrado por la dictadura militar luego de pasar por diferentes lugares de tortura y recintos de prisión.

Mi primera idea era revisitar esos lugares. Partí por Grimaldi aún cerrado. Solo pude mirar hacia el interior por un agujero del portón. Mucha maleza y abandono: un tristísimo reencuentro lleno de rostros de camaradas y los duros recuerdos de aquellos aciagos días. Luego Tres y Cuatro Álamos. Nuevamente, los veo solo por fuera. El lugar está cercado por una muralla altísima y rodeada de casas. Muy lejos de como lo veía en mis recuerdos, con grandes espacios baldíos, tierra de nadie, torres y la memoria del día de mi salida desde allí, solo y muy desorientado. Frente al portón de acceso en el pasaje un sacerdote completamente solo que me dio su bendición. Cosas curiosas que rayan en la fantasía. Nunca sabré quién era aquel hombre y menos si realmente existió o fue parte de mi imaginación.

Pero mi mente decía Puchuncaví. Tenía que volver a ese lugar alejado de la urbe y donde viví largo tiempo mi presidio antes de tener que abandonar el país por exigencia de la autoridad militar.

Puchuncaví en esa época era un pequeño poblado rural, tranquilo y taciturno, cercano a Ventanas hacia el sur y Maitencillo hacia el norte. Allí me casé y conviví con camaradas maravillosos. En ese lugar que alguna vez recibió a trabajadores y sus familias para vacacionar -en el marco de la medida 29 del Presidente Salvador Allende-, la historia quiso que se transformase en un campo de concentración a cargo de la marina y custodiado por los famosos cosacos, la infantería de marina. Tipos inescrupulosos, enseñados a maltratar y castigar sin motivo alguno a los prisioneros. A ese lugar llegamos en abril de 1975 después de Semana Santa, en dos buses desde Tres Álamos. La mayoría o casi todos, habíamos pasado por la dura experiencia de Grimaldi y Cuatro Álamos, ambos recintos de la nefasta Dina. En el viaje debíamos permanecer quietos, con las manos abajo y sin hacer ningún tipo de movimiento, so pena de los quintos infiernos. Resultaba emocionante ver gente en las calles y paraderos de buses que de alguna forma intuían nuestra condición de prisioneros y que, de alguna manera, nos expresaban a través de gestos su apoyo y solidaridad. Sentimientos muy gratificantes e importantes en esos momentos para nosotros.

Recuerdo la entrada al campo de concentración Puchuncaví en la tarde y la bajada de los buses. De inmediato a formarse y recibir las primeras ordenes y advertencias de los dueños del campo, los cosacos. Había un grupo de prisioneros que estaban allí desde quién sabe cuándo y que nos recibieron. Algunos muy solidarios; otros muchos muy desconfiados y, en algunos casos, hasta molestos por nuestro arribo obligado al campo. Esa noche hubo canturreo, algo que nosotros poco entendíamos y, naturalmente, las letras de los sones marciales nos eran aún más desconocidas. Lo importante era cantar bajo un farol que poco o nada alumbraba y un camarada haciendo las veces de atril humano sujetaba un papel con las letras y los demás tratábamos de balbucear los himnos.

Paulatinamente, el campo de Puchuncavi también conocido como Melinka, nombre puesto por los propios infantes de Marina, fue transformándose en un pequeño villorrio de hombres en que se convivía con mineros, trabajadores, estudiantes, artistas de las más diversas áreas y connotados profesores de la Universidad de Chile, todos detenidos en Santiago y trasladados al campo. Entre otros estaba Juan Rivano, que en las visitas semanales  daba clases de filosofía a sus alumnos que le visitaban. El viejo Carrillo, doctor en lenguas, don Alfonso Stephens y otros destacados académicos cuyos nombres ya no recuerdo. Nuestra vida giraba en torno a la lectura, el deporte, la artesanía, los diversos cursos que se impartían y las actividades artísticas, como “los viernes culturales”, con teatro y música, que eran el deleite de la concurrencia, incluido el Comandante de turno y algunos infantes presentes.

Historia aparte eran los trabajos forzados, que iban desde limpieza del chiquero vecino donde llegaban las aguas y heces de los baños que permanentemente debían ser limpiadas, aseo del Campo, trabajos en la cocina y un largo etc.

A eso de las 19.30, antes del encierro, se arriaba la bandera y un grupo de camaradas debían cantar la canción nacional, con “valientes soldados” y todo lo demás… Esta historia se repetía muy temprano en la mañana, día tras día, y se iba rotando entre las distintas compañías, como solían llamarnos.

También por las noches se nos obligaba a cantar diversas melodías de la marina, como el himno al cuerpo, mi fusil y yo, libre y otras yerbas que se daban  en las famosas “retretas” que según el humor del comandante eran cortas o larguísimas. En este último caso, las habíamos bautizado como retreta tipo longplay, como alusión a los discos 33 de esa época.

Los castigos iban desde los “zafarranchos de combate”, una verdadera guerra interna para defender el campo de terroristas que supuestamente nos venían a liberar. El comandante de turno salía de su cabaña en cualquier momento, disparaba al aire y se iniciaba la guerra con los infantes disparando a diestra y siniestra, lanzando bombas de humo y el fin era el caos total. Los prisioneros debían permanecer como estatua en el lugar en que los pillase esta batalla campal. Luego de un rato todo volvía a la normalidad. Otro castigo eran los llamados “plantones” en que los prisioneros permanecían horas en posición firmes hasta caer extenuados no sin antes recibir un duro castigo con golpes de culata, patadas y todo tipo de violencia. Con las “puchadas” (push-ups) se obligaba a los prisioneros a hacer una cantidad enorme de abdominales que naturalmente terminaban con golpizas surtidas por varios infantes y todo aquello que denigrara a los prisioneros.

Para el 21 de Mayo, acontecimiento de la mayor importancia para la Marina, se preparaba al personal, o sea a nosotros, durante días desfilando, haciendo encajonamientos y un cuánto hay de rarezas. Aún tengo en la memoria a un sargento bien bronceado que nos hacía marchar y repetir todos sus memorables dichos… ”adiós María Luisa, adiós Encarnación”, frases divinas que nosotros repetíamos como buenos loros aprendices. El almuerzo era diferente al rancho cotidiano. Empanadas y hasta una copa de vino blanco, un poco diluido.

Así fueron transcurriendo los días y meses, entre muchas penurias y algunas alegrías, como eran las visitas que generalmente traían el calor de la familia, el amor de las parejas y las madres y abuelas con niños. Era en esos momentos que podíamos abrazarles y jugar en la plaza de visitas que nosotros mismos levantamos por turnos voluntarios, durante varios días, y donde nuestro recordado Eduardo Charme trabajaba en turnos corridos hasta caer exhausto para evitar los “caldos”, tan comunes por esos tiempos. Estos eran simplemente la nostalgia y el pensamiento de la libertad  y el recuerdo de la familia.

Fuera de las actividades cotidianas, de carácter forzado y voluntario, estaban las largas caminatas por esos circuitos franqueados por largas alambradas y la tierra de nadie. Esas caminatas nos permitían volar por sobre las púas y salir mas allá de ese mundo tan real, pero a la vez irreal. Recuerdo las interminables marchas con el viejo Rivano y Armando Barrientos, alguna vez alcalde de Viña del Mar en los años del querido presidente Salvador Allende. Si bien ellos me doblaban en edad, siempre me acogieron desde un principio con gran cariño y deleite para mí, al poder compartir esas conversaciones tan ricas y llenas de contenido que me llenaban el espíritu.

Un día de mayo de 1976, el comandante de turno me anunció que abandonaría el campo. No asimilé inmediatamente la noticia y seguí en lo que me encontraba, sin creer que de verdad me iba.

Vino un segundo aviso, ya más en serio, y entendí que era el momento tan largamente esperado. Al fin sería libre. Preparé mis cosas y junto a un pequeño grupo de prisioneros que serían expulsados a Estados Unidos, nos preparamos para abandonar el campo. La rutina de las despedidas se repetía, una larga cola de camaradas cantando el barco de papel, los abrazos y el dolor tremendo de tener que dejar a ese grupo de queridos amigos con quienes compartimos duros momentos desde Grimaldi, pasando por 4 y 3 Álamos, para finalmente recalar en ese pueblo casi desconocido que era Puchuncaví.

Era paradojal un sentimiento así, estando cercanos a la libertad. Sin embargo, ese pequeño villorrio de hombres jugados por ideas de libertad nos ofrecía una especie de seguridad que no teníamos al otro lado de la alambrada. Al salir de ahí entrábamos a un mundo lleno de incertidumbres. Ya habían sido asesinados algunos queridos camaradas poco después de ser liberados, como El Loquillo o Eduardo Charme, entre otros.

Mi visión, a medida que iba despidiéndome, se fue nublando y un nudo en la garganta me impedía hilvanar una sílaba.

Finalmente, subí al auto de un grande como fue Roberto Kozak, quien salvó la vida de tantos y tantas chilenas, y con quien tuve el privilegio de considerarme su amigo hasta sus últimos días. Él solicitó permiso para llevarme a Santiago, dado que mi decreto de expulsión estaba firmado desde hacía varias semanas.

Pero antes, un corto paso por 3 Álamos que duró una noche, el consabido discurso antes de abandonar ese campo de concentración a cargo de un oficial de apellido Guarategua. La firma de un documento en que yo reconocía que había sido bien tratado durante la larga estadía cómo prisionero, revisión médica luego y, finalmente, la salida a la calle: solo y sin saber qué hacer, dado que no ubicaba el sector y no tenía un peso.

Curiosamente, había un sacerdote completamente solo frente a esa puerta de metal. Me vio salir y me dio su bendición sin cruzar palabra alguna. Luego, el encuentro con mi madre y mi compañera, con quien nos habíamos casado el año anterior en el campo de Puchuncaví. Todo era tremendamente difícil. Me sentía fuera de foco y muy perdido. Me dieron diez días para abandonar el país. Volví al campo, a buscar las pocas cosas que quedaron y ver a los amigos en un día de visitas a la distancia. Yo estaba en el camino frente al campo y ellos en cautiverio. Ese cuadro no me encajaba, yo pertenecía a los de adentro y esta situación de “libertad muy vigilada” no era para nada algo que yo deseaba.

El Gato Cárcamo, compañero de pieza, osornino y muy querido, me llevó un par de cosas que había dejado hasta la entrada del campo. Allí nos dimos un largo y fuerte abrazo y nos despedimos. A la distancia se levantaban las manos al viento de muchos camaradas en señal de despedida.

Ese fue el último día que vi ese Campo lleno de vida y esperanzas.

Mi primera visita al país fue en 1982, inmediatamente después que se me permitió volver y se me borró la fatídica L que impedía el retorno al país de manera indefinida. En esa ocasión, volví a Puchuncaví junto a mi hermana Victoria. Aún estaban las cabañas en pie, aunque abandonadas. Tomamos unas fotos y nos fuimos. Yo con sentimientos muy encontrados al ver tanta soledad y abandono, después de toda la vida que desarrollamos en los años de cautiverio.

Mi retorno definitivo se produjo en septiembre del año 1991, luego de 15 años, junto a Silvana y nuestros dos hijos, Carolina e Ignacio, ambos nacidos en Suecia, nuestro país de exilio.

Chile era un país aplastado por la sombra de una dictadura presente en cada rincón y con un pueblo tan distinto al que conocí otrora. Había que adaptarse a lo que se veía y venía. A poco de volver sentí la necesidad de regresar a Puchuncaví. Había algo que me llamaba y atraía. Junto a Silvana y mis hijos volvimos al campo; quería que ellos conocieran el lugar donde nos habíamos casado. Silvana no quiso quedarse mucho rato, pues las imágenes del pasado suelen ser a veces difíciles de asimilar y este lugar dejó profundas huellas en cada uno de nosotros, pese a que ya no quedaba mucho de ese pasado.

Quizás este abandono fue lo que me llevó a buscar la forma de recuperar tantas historias, tantas memorias que el tiempo, el clima y el ser humano fueron borrando.

La labor sería titánica, pero junto a otros queridos compañeros, llenos de fuerza y principios, decidimos emprender este camino que sabíamos sería muy duro. Estábamos ciertos que la única forma de perpetuar la memoria era trabajando por ella y así fuimos a golpear las puertas del municipio de Puchuncaví, con más fracasos que éxitos.

Fueron cinco años de luchar permanentemente por el propósito que nos habíamos puesto, conseguir que el ex campo de concentración fuese declarado Monumento Nacional y que el municipio nos entregase en comodato esos terrenos.

Así fue como nos constituimos en Corporación de Memoria y Cultura de Puchuncaví el año 2014 y el año 2018 conseguimos el comodato y la declaratoria de Monumento Nacional con carácter de Histórico.

Hay muchas personas que han participado desde sus inicios para que esto fuese posible: Gonzalo Silva (el gran Maestro Roscalata), quien enganchó desde el primer día, grabando cada reunión que tuvimos con el municipio y cada visita a terreno. Silvana, mi compañera eterna. Sin ella, la labor se habría hecho casi imposible, por su enorme capacidad de trabajo, sistematización y búsqueda de información. Gerardo, un luchador eterno, compañero de prisión y de sueños. Miguel, otro habitante del campo, arquitecto, con quien hemos compartido sueños desde Grimaldi y hasta que las fuerzas nos acompañen. Rafael, quien nos orientó desde el principio en la elaboración de los estatutos y permanente compañía a través de los años. Patricio, quien se integró llamado por su historia con el campo y su necesidad de aportar a la causa, luego de muchos años de exilio.

También han sido fundamentales Pablo y su gran trabajo en el Consejo de Monumentos Nacionales, así como María José, actualmente en la Municipalidad de Valparaíso, quien nos apoyó y orientó en momentos muy difíciles. Sin olvidar a Juan Carlos, que desde el Municipio nos ha tendido una mano de forma permanente, y a su alcaldesa, quien finalmente se la jugó para entregarnos el comodato.

Este es un relato que solo pretende poner en contexto la historia que creo representa a muchos que pasaron por ese campo y explicar el porqué de nuestra porfía para evitar que la memoria no se desvanezca en el tiempo. Creemos firmemente que el trabajo con la comunidad de Puchuncaví nos permitirá dejar un legado importante a los jóvenes, que serán el natural relevo a nuestra generación.

Finalmente, nuestro trabajo es un homenaje a todos nuestros compañeros que han partido, pero que siempre estarán presentes en nuestras mentes y en nuestro trabajo.

Por Rodrigo del Villar Cañas

Presidente Corporación de Memoria y Cultura de Melinka

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