Caceroleo gay

A veces el terror de una barricada en llamas asusta al mundo gay comprimido en la preocupación de legalizar su sortija matrimonial en sus afanes domésticos y faranduleos deco-fashion

Por Wari

20/11/2011

Publicado en

Columnas

0 0


A veces el terror de una barricada en llamas asusta al mundo gay comprimido en la preocupación de legalizar su sortija matrimonial en sus afanes domésticos y faranduleos deco-fashion. La contingencia o la política, parecieran debilitar este mundo individual, optando casi siempre por lo suntuario, “lo que marca tendencia”, lo estético, lo regio; ganándose el rótulo de “insoportable levedad”, título de un artículo publicado el año ‘92, a raíz de la primera aparición del mundo gay en una marcha política. Fue un texto crítico, que les cayó como una patada en el orto a mis queridas amigas fundadoras del entonces primer Movilh. Primerísimo gesto de aunar demandas en pos de la dignidad homo. “Todas fuimos las primeras en algo”, nos reímos ahora sobre el atarantado gesto de declararse miss number one.

Nunca pensamos entonces en un barrio homosexual o mejor dicho gay town, como lo catalogan las siúticas que toman el cafecito en las mesitas firulas, sentadas de medio lado ojeando una revista de moda. Pero este retrato un poco banalizado del barrio Bellas Artes, se trastocó hace unos días cuando se hizo urgente dar la cara y tocar la cacerola en adhesión a la movilización estudiantil. Y fueron cientos de manos lésbicas y homosexuadas que golpearon las ollas con rabia al ritmo del corazón marica que habita la zona.

Fue emocionante sentir el tamboreo reiterado de la patota gay sumándose al pulso del descontento. Por ahí, una loca rubia de verdad, apenas tintineaba la platería de la abuela con una cucharilla de plata. Por acá, dos leslis le daban al ollón como bombo de circo. Por allá, una coliza chistosa tocaba la campanilla del sidario. En las ventanas y balcones, las más atrevidas, mostraban sus torsos de gimnasio al helicóptero que enfocaba la protesta. En las esquinas, se juntaban las locas bailando el reiterado zumbar de la palangana, la sartén, la paila y la cacerola. Hasta los perros finos del zoo gay, ladraban a dúo con el retumbar de la manifestación. Ningún grito, ninguna consigna, ni un alarido de proclama, eso es de rotos, dijo una loca regia haciendo sonar sus pulseras, solamente el clap clap del aluminio marcaba el tamboreo acompasado de la demanda.

Alguna vieja facha, o escritor maricoide de derecha, que todavía enlutan la cuadra, cerraban sus ventanas con evidente molestia. Pero eran las mínimas, porque se imponía la bulla del desacato como un eco timbalero de política sexuada, como un solo repicar de jóvenes y abuelas tocando la misma cantinela ensordecedora y palpitante. Sin duda, era otro barrio, tocado, fragilizado, intervenido en su ritualidad doméstica de santuario cola. Por fin, los cafecitos de broderie, bajaron las luces y cerraron las cortinas con terror ante el vibrante ímpetu de la violencia sonora. Las tiendecitas de decoración coliflai, cerraron sus vitrinas con miedo ante la inesperada reacción política del vecindario rosa, ahora en la calle, ahora manifestándose sin miedo por una causa colectiva. Ya no era por las nupcias maricuecas, ni siquiera por el precio del condón, la tintura de pelo o la gasolina del auto sport. Tampoco era la histeria disco del dancing halero. Y también podría ser todo esto expresado en un rabioso descontento zumbón, machacando la presencia del desagrado.

Aquí, en medio del glamoroso escenario de la homosexualidad de diseño, a metros del Forestal, a media cuadra de la Librería top Metales Pesados, junto a la tienda Cañamo Stile, donde era impensable imaginar una barricada de fuego, una hoguera que iluminó las caras alegres de los gays y lesbianas en rebeldía. ¡A quemar las plumas chiquillas!, gritaba una loca en la ventana. Que te crees que estás en una población, respondía otra… y todas reían y todas golpeaban la vajilla de palacio con cierto guardado resentimiento, con cierta inesperada generosidad social. ¿Y por qué no? Si era una noche de invierno en que la causa gay miraba mas allá de sus pestañas mochas.

Por Pedro Lemebel

El Ciudadano Nº109, primera quincena septiembre 2011

Síguenos y suscríbete a nuestras publicaciones