De la masa instrumental a una nueva ciudadanía

El desarrollo de la ciudadanía en Chile, referenciada por la adquisición de derechos políticos en condiciones de igualdad para todos quienes cumplieran ciertos requisitos conforme al Estado de derecho, se tradujo durante la transición en un acto mecánico, lleno única y exclusivamente con la dimensión objetiva del derecho que otorga una constitución ilegítima y la […]

Por Wari

06/10/2013

Publicado en

Columnas

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El desarrollo de la ciudadanía en Chile, referenciada por la adquisición de derechos políticos en condiciones de igualdad para todos quienes cumplieran ciertos requisitos conforme al Estado de derecho, se tradujo durante la transición en un acto mecánico, lleno única y exclusivamente con la dimensión objetiva del derecho que otorga una constitución ilegítima y la operación matemática devenida del conteo de los votos, que finalmente como instrumento revalida un procedimiento formal de participación y a la democracia representativa como régimen político. Sin embargo es una ciudadanía carente de sentido y contenido social y político, ya que el ejercicio mecánico del sufragio no alcanza a cubrir las expectativas de una sociedad que encuentra mayor satisfacción y bienestar en el desarrollo individual, en la felicidad particular, y en la esfera de lo privado. En ese sentido, durante los últimos 20 años fuimos mejores consumidores que ciudadanos, y aún cuando demostramos importantes índices de participación electoral, siempre fue el mercado la dimensión objetiva que guiaba el comportamiento de los individuos, y el ejercicio ciudadano se trivializa y naturaliza en el voto y la delegación. Esa falta de sentido y orientación, tiene su origen en dos aspectos: el pacto transicional, en las condiciones dadas y necesarias surgidas de dicho pacto –con el marco de la Constitución del 80-, y que borra o instrumentaliza los realizado por la sociedad civil que se enfrenta al Estado autoritario en los 80; así como también en la confusión y pérdida de orientación y sentido en la que cae la “clase política”, con la derecha aún confundida por la derrota electoral y el legado de Pinochet y la Concertación acomodada rápidamente a las bondades del sistema. Los objetivos a largo plazo ceden frente a las presiones inmediatas; la política pierde referencia, una brújula que le permita mirar planes a futuros. El ideal utópico de un mañana mejor se desdibuja frente a la inmediatez de los resultados. La racionalidad del costo/beneficio se impone a la subjetividad, y lo simbólico pierde sentido dejando un espacio abierto a la racionalidad absoluta. Las sociedades quedan huérfanas de sentido y la política y la ciudadanía reducidas al pragmatismo instrumental de la democracia representativa pierde toda conexión entre la base y la institucionalidad, eliminando la cohesión social y el sentido de identidad y pertenencia con el sistema político.

La reconstrucción de esos mapas simbólicos, de una identidad que cohesione, es el desafío que se plantea en un nuevo escenario. La necesidad de recomponer las relaciones que conducen nuevamente hacia lo social y lo político, aquello que se presenta como ciudadanía pero ya no instrumentalizada, sino que constructiva, crítica y transformadora. Una ciudadanía que busca la construcción de sus objetivos y que desafía a la naturalización de lo heredado, de lo institucionalizado y de lo establemente consensuado en el pacto. Hoy necesitamos reconstruir nuestro sentido social y político, que vuelva a sentir la valoración de la democracia desde la misma ciudadanía. Es un compromiso desde abajo hacia arriba y no impuesto por las pesadas estructuras que se heredan de un pasado dictatorial y en el cual las élites políticas se han asentado tan cómodamente. La nueva ciudadanía busca en el espacio público no institucional su espacio de acción, se toma la calle, los colegios, y todo aquello que le permita recuperar los símbolos: Educación pública, salud pública, vida pública. Una vuelta desesperada hacia la res pública, aquella que a lo largo de décadas se ha transformado en un espacio sagrado, privado, al cual acceden solo unos pocos. La nueva ciudadanía rompe con el inmovilismo reproductivo del orden social amparado en la estabilidad institucional y la gobernabilidad, y se construye desde el conflicto. En ese camino reclama legítimamente por las exclusiones sociales y económicas que ha generado el pacto, la gratuidad se vuelve un valor que choca la estabilidad sacralizada durante décadas y el conflicto recupera su espacio. En ese mismo momento, el lucro se demoniza como condición objetiva que determina nuestra relaciones sociales, políticas y culturales más básicas, llevándolo solamente a ser legítimo en las entrañas del mercado.

La política tiene una nueva oportunidad de recomponer un sentido que permita orientar a la sociedad, cuando a lo que realmente nos enfrentamos es a que las personas buscan reconstruir la ruta que logrará vislumbrar una nueva realidad. Y a lo largo del camino el conflicto adquiere sentido y coherencia, como el fenómeno necesario en las sociedades vivas. Para finalizar, un ejemplo como condición necesaria para entender esta nueva ciudadanía es reconocer también que se despoja de las ataduras autoritarias que definió la antigua ciudadanía. El orden y la estabilidad eran un valor que se construye junto a la violencia del Estado y las violaciones a los DD.HH. En ese sentido existe la necesidad de redefinir los símbolos en torno a nuestra propia historia, el valor de la democracia a cualquier costo por sobre las dictaduras y los golpes de Estado, y junto con ello el rechazo completo a las violaciones a los derechos humanos y su expresión más cruel con la tortura. Era explícitamente necesario desprendernos de nuestra imagen de estabilidad y pulcritud y expresar a viva voz un deseo de reconocimiento basado en la condena explícita hacia la dictadura, la tortura y especialmente a quienes la desarrollaron. Las expresiones en el último aniversario del golpe en ese sentido marcan un punto de inflexión, de partida si se quiere, como una catarsis que nos condujo a un reconocimiento sincero aunque parcial –aún falta justicia- de nuestra historia y nuestros fracasos. Perder el miedo a nuestra memoria, es un primer paso desde el que podríamos reconstruir el sentido de lo político y la expresión de esta nueva ciudadanía.

Por Rodrigo Gangas

Profesor de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano

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