¿De qué hablamos cuando hablamos de aprobar?

Proyectemos la próxima meta, y a nosotros cruzándola. Deshagámonos del peso muerto de las inseguridades, fruto de la propaganda. No olvidemos dónde y porqué partimos esta carrera. Tengamos presente que en el resultado del plebiscito de salida no solo se juega un texto constitucional. Lo que se juega al mismo tiempo, es quizá más relevante aún, pues define la vitalidad de la fuerza transformadora que nos ha conducido hasta este punto de inflexión, donde los protagonistas somos nosotros.

Por El Ciudadano

03/08/2022

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Por Marcelo Cárdenas Álvarez

Si el ciclo político que vivimos desde 2019 fuese una maratón, estaríamos precisamente en el tramo final, a pocos kilómetros de la meta. Es en este punto donde nos aborda la fatiga, pues hemos utilizado buena parte de nuestra energía durante las primeras horas de carrera. Los corredores de larga distancia experimentados saben que en ésta fase hay que hacer uso de la fuerza mental para abordar el próximo tramo con energía renovada. Es la herramienta del maratonista para evitar caer presa del cansancio y mantener el ritmo del trote. Con la fuerza mental debemos proyectar nuestra imagen cruzando la meta. 

Murakami, el conocido escritor, no tan conocido como corredor de fondo, de quién he tomado la idea para titular ésta columna, confesaba que solo querría como recompensa, luego de haber completado una maratón de 100 kilómetros, que en su lápida se esculpiera la frase “Al menos aguantó sin caminar hasta el final”. 

En esta etapa, pensamos más en lo que falta por recorrer que en lo ya recorrido. Aquí comienza la verdadera maratón, pues revela de qué están hechos los corredores. Separa a los que llegarán a la meta de aquellos se quedarán al lado del camino. En esta coyuntura vertiginosa, debemos tomarnos un momento para preguntarnos ¿De qué se trata ésta carrera? ¿Qué se juega en ella? Y ¿Qué representa la meta? Para responder estas preguntas, en apariencia simples, intentaré interpretar el actual ciclo político desde dos ejes que considero propios: primero, desde la visión progresista y regionalista, y segundo, desde fuera de la órbita de las elites tradicionales. Hablar desde “la región” o “el territorio” lo resume bien, pues Ñuble es quizá la región desplazada por excelencia, ya que gracias a nuestro perfil rural y elevada pobreza resulta poco atractiva para los planes de la política centralista. 

Cuando partí en la política, lo hice motivado como muchos otros por el deseo de reparar las injusticias de las que fui testigo durante mi infancia y juventud, pues desde temprano compartí la certeza de que la política debe estar al servicio de la gente, como punto de partida. Para construir esta visión fueron claves la vida familiar y de barrio. Luego, durante la universidad, cuando fui dirigente estudiantil, comencé a madurar estas ideas, a lo que aportaron las reflexiones compartidas con amigos y colegas fruto de lecturas tempranas y de nuestros análisis de la realidad nacional, pero sobre todo desde mi experiencia de la región y la comuna, siempre invisible para la “gran política”. Nuestro objetivo, era instalar estas ideas sobre la mesa y abordar a serie de cambios políticos que las materializarían. 

Esta visión, tras los años de optimismo luego de la recuperación de la democracia, se había transformado en una mera poesía que facilitó la consolidación de una elite política que, confiada y conforme, no vió o no quiso ver que Chile necesitaba cambios, pues habían conseguido amarrar un sistema de equilibrios en base a pactos y acuerdos que ligaron el poder político con el económico en un modelo de estrecha interdependencia que aseguraba de forma más o menos estable el lugar de cada cual en la estructura de poder. En este hervidero, mi generación, y yo, comenzamos a trabajar por la descentralización, la sustentabilidad de la economía, el fortalecimiento de derechos sociales como salud, educación y pensiones dignas, todas cuestiones que en el fondo nos conducían inevitablemente a promover una nueva constitución. En retrospectiva, durante los primeros diez años, nuestro trabajo estuvo marcado sobre todo por decepciones, y algunas (pocas) alegrías. Durante este tiempo pude constatar que la instalación de una agenda social, y de los cambios normativos que implicaba su operacionalización, debían primero superar la barrera conservadora impuesta por los poderes, a esas alturas, tradicionales. 

No bastaba tener razón. La disputa por el espacio semántico es quizá la más dura de todas, pues quién está en el poder es muy consciente de que la realidad social está sostenida por palabras y la lucha por instalar nuevos conceptos es el eje que permite (o contiene) los cambios concretos en el destino de los pueblos. Pero el cambio era inevitable y más temprano que tarde la gente comenzó a mostrar su disconformidad, visibilizando sus necesidades y poniendo en juego una batería conceptual que pregona hasta hoy por cambios sociales, desplazando las antes prestigiosas y oscuras formas de la tecnocracia liberal, hasta el punto en que la tensión se volvió inmanejable para la elite, que, ya sin herramientas ni legitimidad, se vió sobrepasada y obsoleta. 

Las movilizaciones de 2019 marcaron un poderoso hito en esta (nuestra) historia. Los cambios por los que trabajamos, antes bloqueados con excusas como “mantener la estabilidad institucional”, “proteger la inversión” y “fomentar el crecimiento”, se transformaron en “La Agenda” y la energía política, representada por personas provenientes de los sectores antes excluidos, se enfocó en materializar la agenda social. Con ello emergieron las voces de las clases invisibilizadas, los trabajadores, las mujeres, los territorios, con sus particularidades y necesidades específicas. 

Durante este tiempo, de discusión y tensiones, vimos lo bueno y lo malo de nosotros, fuimos testigos de nuestra fuerza para lograr cambios y de la fragilidad del sistema político emergente ante la presión por mantener los viejos equilibrios. Como sea, hemos sido artífices y testigos de un proceso de cambio cultural que ha puesto sobre el escenario político una imagen de la sociedad chilena donde podemos reconocernos, desplazando a la vieja guardia a un rol secundario. Hoy, la expresión “sociedad chilena” es percibida de forma renovada. 

Claramente, esto no ha terminado aún. Muy por el contrario, queda mucho por recorrer. En lo inmediato, la campaña por el plebiscito Constitucional de salida representa los kilómetros finales de la maratón que actualmente corremos, a la que seguramente le sucederán otras. En ella, se dirime no solo un texto constitucional que requiere discusión y perfeccionamiento, sino también, y sobre todo, la continuidad de un cambio social y cultural del que somos parte activa; nuestra responsabilidad, si la aceptamos, es persistir, mejorar y materializar la agenda social que nos convoca, proyectarnos hacia el futuro, resistir la fatiga y la incertidumbre, evitando ceder a la tentación de volver al viejo orden, a estas alturas imposible. 

Proyectemos la próxima meta, y a nosotros cruzándola. Deshagámonos del peso muerto de las inseguridades, fruto de la propaganda. No olvidemos dónde y porqué partimos esta carrera. Tengamos presente que en el resultado del plebiscito de salida no solo se juega un texto constitucional. Lo que se juega al mismo tiempo, es quizá más relevante aún, pues define la vitalidad de la fuerza transformadora que nos ha conducido hasta este punto de inflexión, donde los protagonistas somos nosotros: nuestros padres y madres, nuestros hijos, nuestros amigos y vecinos.  Nuestra tarea es continuar empujando la agenda de derechos sociales, y nuestra responsabilidad es que el resultado sea un mejor país, más justo, digno y, por qué no, feliz. Mi invitación es a que proyectemos nuestro esfuerzo hacia ese horizonte y crucemos juntos la meta. 

Marcelo Cárdenas Álvarez

Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Publicista

@ Magister en Ciencias Políticas y Pensamiento Contemporáneo.

 Militante Federación Regionalista Verde Social.

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