Desde el manicomio

Tengo un amigo que ahora está muerto, lo conocí tras firmar un simple papel, una hoja que no me importaba lo que decía, así como tampoco me importaba que me hubieran golpeado en el ojo durante el traslado

Por Wari

21/11/2012

Publicado en

Columnas

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Tengo un amigo que ahora está muerto, lo conocí tras firmar un simple papel, una hoja que no me importaba lo que decía, así como tampoco me importaba que me hubieran golpeado en el ojo durante el traslado. Sólo quería firmarlo de una buena vez y que me dejaran en paz. ¿Adónde firmo? Era la pregunta que supongo tenía escrita en todo el rostro. Tomé el lápiz y sin pensarlo ni leer, firmé y me perdí. Sí, me fui a la mierda, pero en ese momento no me importaba nada con tal de escapar del pabellón 12. En la sala estaba mi abogado y un médico a cargo del tratamiento experimental, que supuestamente me libraría de mis demonios y con el tiempo quizás, me permitiría volver, reinsertarme en la sociedad junto a las demás ovejas grises. ¡Qué horror! Pero sin duda cualquier cosa era mejor que estar ahí.

No quiero decir que despreciara a mis compañeros de encierro, muchos eran de los tipos más inteligentes que tuve la ventura de conocer alguna vez, pero claro, no eran unas blancas palomas. Uno había perdido la cabeza por una chica y le había arrancado el corazón, rompiéndole las costillas con una pequeña sierra. Quería ver lo que ella tenía dentro, si acaso sentía amor o sólo estaba jugando con él. Otro, llamado Alfredo, se había prendido fuego después de disparar reiteradamente sobre todos sus compañeros de trabajo. Ahora su cuerpo estaba quemado casi en su totalidad, como si fuera un enorme pollo asado. “Deberían haberme dejado morir” y “eran unos malditos que se lo merecían”, eran de las pocas frases que brotaban desde la cicatriz que alguna vez fue su boca, cuando le preguntaba por aquel día de furia.

Toleraba bien sus historias y arrebatos de locura, me hacían perder el tiempo y me divertían de sobremanera, pero lo que no soportaba era que cada vez que aparecía una mujer, los muchachos del pabellón 12 la miraban fijamente desde el fondo de sus ojos vidriosos por las drogas, con la mano sobre el pene, tímidos, como si fueran perros en celo recién apaleados. Podía ser una cocinera vieja y gorda o una joven interna haciendo su práctica profesional. Les daba lo mismo.

De todos modos no eran unos malos chicos, los prefería ciertamente a los auxiliares y paramédicos que deambulaban por el recinto. Algunos eran seres horribles, los más jóvenes sobre todo, ejemplares despreciables que sólo sabían hablar de fútbol y tomar pisco en la discoteque del pueblo. Los médicos, en su mayoría eran obsesivos compulsivos que vivían bajo el influjo del modafilino. Por fuera se veían dinámicos y alegres, pero se notaba claramente que por dentro estaban hechos mierda.

La primera sesión, me dijo que se llamaba Dr. Calderón, pero que todos sus amigos le llamaban Dr. Stop. Fue la primera vez que nos vimos y fue el único amigo que tuve en mucho tiempo. Ahora está muerto y por eso lo recuerdo, lo mató un tigre y yo no pude hacer nada. Pero eso vendría después. Todavía recuerdo esa primera cita, comenzó por darme pastillas que nublaron de inmediato mi entendimiento, algún hipnótico por supuesto. Desde mi ensoñación le veía sonreír lejano y relajado, como si tuviera todo el tiempo del mundo, hasta que jeringa en mano se acercó lentamente hacia mí. “Ahora te voy a inyectar modecate”, me dijo.

De inmediato comencé a sentir sus efectos, no podía controlar la lengua, ni la mandíbula que se movían de forma involuntaria. Comencé a babear como un condenado. Pero luego con los meses, me terminaría acostumbrando incluso a eso, así como a ciertos cambios en la pigmentación de la piel que comenzaron a aparecerme, sin hablar de la impotencia sexual y un prurito en casi todo mi cuerpo. Luego de unas semanas ya no podía dejar de tomar el medicamento y Dr. Stop lo sabía perfectamente. Porque el mismo tampoco podía. Lo descubrí una mañana que me tocó compadecer en su despacho. Sin golpear entreabrí suavemente la puerta y sin que me viera, pude percatarme de que no estaba sólo. Estaba con un enfermero. Ambos estaban riendo, inyectándose y bailando sin música, hasta que cayeron desmayados.

No me iba a quedar sin mi dosis. Aprovechando que estaban en trance, ingresé a la oficina y me puse a registrar los cajones del escritorio. No encontré nada, pero bueno, tenía fe como tantos otros idiotas. Miré a Dr. Spot, inmóvil en el suelo y comencé a registrarlo. Entonces justo cuando palpé el frasco en el bolsillo de su delantal, abrió sus ojos y los clavó en los míos. Saqué rápidamente lo buscado, apartando su mirada como a un mal recuerdo. Pero antes de irme me fijé que las manos del enfermero se aferraban a un pequeño cuaderno verde. Sin dudarlo lo robé y me eché a correr por los pasillos. Jamás debería haberlo hecho… [Continuará]

Por Dr. Strange

El Ciudadano Nº133, segunda quincena septiembre 2012

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