El Chile de hoy y su juventud

Mi madre solía afirmar que la juventud no existía, que era una invención

Por Wari

05/08/2012

Publicado en

Columnas

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Mi madre solía afirmar que la juventud no existía, que era una invención. Y quizás tenía mucha razón. Mujeres que tuvieron a su primer hijo de varios antes de los 20 años, y sobre todo ella que tuvo al primero a las 16 y a los 23 años tenía cinco hijos (yo el quinto de siete hermanos). Mujeres que sus madres migraron del campo a la ciudad y que consideraban normal que los niños trabajaran para contribuir a la economía de la casa. Para ellas, como para la mayoría de las personas nacidas durante la primera mitad del siglo pasado, hablar de juventud no tenía sentido, era algo que no compartían ni entendían.

Y no estaban totalmente equivocadas; la juventud, en tanto como clasificación por edad, no es universal, ni equívoca, ni anti histórica. La juventud es una invención sociológica, pero no es arbitraria ni resultado de las concesiones institucionales. Es producto de luchas sociales por asignar un papel protagónico a la población que oscila entre los 15 y los 29 años. Al menos así lo es en Chile y en buena parte de América Latina, donde las juventudes contemporáneas son herederas de las revueltas sociales y políticas de finales de la década de los años setenta. Con gobiernos dictatoriales y de derecha casi en todos.

Antes de estas movilizaciones la juventud tenía un sentido social, por muchos factores: como el que la mayor parte de la población fuera pobre, donde lo juvenil no es un criterio extendido de clasificación; como la rígida organización social que asignaba edades para casarse, tener hijos y trabajo formal. También como la escasez de espacios sociales para gente de poca edad, como las universidades. Hoy, tanto en la capital como en las ciudades, la juventud tiene otras condiciones y posibilidades que demuestran la importancia que ocupan en la organización social.

Las movilizaciones de los años sesenta dejaron claro que la edad no es lo único que define lo juvenil; para éstas la juventud es una actitud política de rebeldía, cuya principal característica es su transitoriedad. No se puede ser siempre joven, porque la juventud arriesga, porque no tiene nada por perder y sí mucho por ganar, porque desborda, porque no conoce los límites, porque construye esperanzas ante las falsas ideas, porque cree en lo imposible, porque duda, porque siente y descubre. Hay un viejo refrán que grafica muy bien a la juventud: “Apúrate en cambiar al mundo, porque el mundo lo cambia a uno”. Las revueltas de los años sesenta demostraron que la juventud es la política de lo espontáneo y lo irreductible, que asusta porque no se somete a los criterios de organización social ni de acción política. Por eso es potencialmente peligrosa.

Ante el peligro, la respuesta en Chile fue doble: aparte de la política dictatorial y la represión lo fue la apertura al consumo. Ser joven es una amenaza, al mismo tiempo que un potencial espacio de ganancias económicas. A la represión se sumó la ambigüedad emanada de las relaciones comerciales, con la intención de cancelar el carácter político de las revueltas. Este camino de doble vía no ha dejado de implementarse en Chile post dictadura y ha sido igual la respuesta, tanto en los gobiernos de la Concertación, como ahora el de Piñera. La represión sistemática está detrás de la apertura al mercado para los jóvenes.

HIJOS DE PINOCHET Y DE LA CONCERTACIÓN, ES DECIR, DEL NEOLIBERALISMO

Hoy la juventud en Chile tiene como huella de nacimiento el neoliberalismo que han vivido en los gobiernos concertacionistas y las contradicciones sociales que le acompañan. Los jóvenes no se pueden explicar (sin las reformas sociales y económicas iniciadas en la década de los años ochenta por Pinochet), que hoy más de una quinta parte de la población total del país viva en pobreza económica. Los jóvenes de hoy son los vástagos de las reformas estructurales, de la democracia de mercado, del aparente triunfo del capitalismo como único mundo posible. Al mismo tiempo, son hijos de las crisis recurrentes del neo liberalismo, de la falta de espacios políticos y de la violencia sistemática.

A pesar de la exclusión económica, la juventud se representa como algo que se puede comprar. La fuente de la vida eterna produce juventudes enlatadas. En esta dinámica lo transitorio de la juventud no se define por la posición política, sino por la ambigüedad del consumo, que la convierte en uno de los fetiches culturales más característicos de la época. Para eso funciona la enorme industria cultural chilena, que produce imágenes y actitudes de la juventud ideal: una rebeldía políticamente correcta, caracterizada por la belleza, la felicidad y la poca crítica. Estas imágenes se reproducen en todo el país, gracias al control comunicacional de la televisión y de las editoriales de periódicos de nota roja y de revistas de espectáculos. La juventud vuelta mercancía exacerba la cualidad juvenil como comportamiento, que deja de ser político para volverse de consumo. Los “jóvenes” de la industria cultural y del mercado consumen bienes para ser siempre rebeldes, pero nunca políticos.

Atrás de esta juventud ideal, hay un sistemático proceso de limpieza social dirigido contra los jóvenes reales, miles de excluidos de los beneficios económicos, que son una amenaza real y potencial a los intereses del sistema político, de la que han resultado afectados miles de jóvenes, que son uno de los cuerpos privilegiados en los que se juega esta guerra social (llámese descontentos, indignados o encapuchados).

EXCLUSIÓN DE LA POLÍTICA OFICIAL

Una cuarta parte de los 15 millones de chilenos se encuentra entre los 15 y 29 años. En este sector se presenta el mayor número de abstenciones en los procesos electorales. Los jóvenes no suelen participar en el calendario político institucional. Sus ritmos y tiempos de actividad política son otros. Están ligados a la construcción de espacios de identificación por prácticas. La política juvenil se realiza en los espacios públicos, su objetivo no es ganar un puesto en las elecciones, sino un lugar en el espacio social. Un sector privilegiado son los jóvenes que estudian y que son cada vez más dañados en las universidades públicas, por los altos costos (uno de los más caros del mundo) y por los altos costos de la educación privada (endeudados de por vida). Para este sector la actividad política tiene un lugar privilegiado en las universidades, desde las que se pueden vincular con diversos actores políticos en el país.

Una de las mayores exclusiones de las reformas neoliberales es la negación de la participación política institucional a los jóvenes, que es fuero de un reducido sector que ha expropiado el privilegio de calificar lo normal y lo anormal en el horizonte político. Los jóvenes no tienen ningún canal de participación política en las instituciones estatales, tampoco en la discusión y rumbo de la agenda política. Los jóvenes no tienen habla en el orden discursivo de la política estatal ni institucional, ni tampoco partidista (me refiero a la Concertación y la Derecha).

Hay una condición general que marca a la juventud chilena: la orfandad política. Los jóvenes de hoy son los huérfanos de las luchas sociales que marcaron el siglo XX. Pocos o nulos son sus referentes con los movimientos obreros, con las luchas guerrilleras, con las movilizaciones ciudadanas, con las revueltas culturales, con la lucha por la igualdad social como horizonte posible. El mayor referente que tienen es la lucha que dieron sus padres por conquistar la democracia durante la dictadura militar de Pinochet. La memoria juvenil también está marcada por la represión que se dio durante esa negra época de nuestra historia. Esta represión deja la marca de la protesta contra los abusos del poder y la defensa de la dignidad.

El último referente de una gran movilización juvenil, fue la movilización estudiantil del año pasado y la revolución “pingüina” durante el gobierno de la “mamy” Bachelet, que por más de seis meses mantuvo la protesta contra el sistema educacional. Esta demanda expresó la falta de espacios sociales y las incertidumbres que el neoliberalismo tenía destinado para los jóvenes. La aparente irracionalidad de esta movilización estudiantil desnudó el desfase generacional de la política gubernamental y de la Concertación, cerrada a toda demanda que no se sirviera de la liturgia institucional. Es decir, de la dirigencia que dicta las normas de comportamiento.

LA BATALLA QUE VIENE

A pesar de la exclusión, ser joven es la marca de la política institucional del siglo XXI. Las anquilosadas estructuras políticas, cuya máxima expresión son los partidos políticos, promueven desde hace dos lustros una imagen pública renovada.

Los jóvenes emprenden una batalla contra el cinismo, hecho razón de estado. No aceptan un régimen político que usa una imagen mediática renovada para vender la misma vieja mercancía política. Este movimiento encontró en la calle su espacio de autorreconocimiento, en la consigna su voz colectiva, en la asamblea su colectividad política. Estamos ante la emergencia (en doble sentido de la palabra) de lo juvenil. Emergencia de una fuerza política que durante años permaneció clandestina y que sale a la luz para impugnar la falta de espacios políticos y de certezas temporales. Pero también emergencia como situación de peligro, de una forma social que es insostenible y que de seguir el mismo rumbo amenaza con eliminar a un sector político que ahora la impugna.

El dilema es si los jóvenes pueden trascender lo electoral y construir una práctica política que permita defender sus principios, sin ser corrompidos por la política institucional y de los partidos políticos que cohabitan el sistema electoral (Alianza y Concertación). Al mismo tiempo queda en el aire la duda si existe la capacidad y el interés de la política estatal para oír las demandas de la población juvenil del país. Ante la falaz apertura democrática y la artificial integración de los jóvenes a la política, hay un rugir que llama por ser escuchado.

Por Hugo Farias Moya

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