El mito del progresismo y la desigualdad

Uno de los discursos más escuchados en respaldo a los gobiernos progresistas durante la última década es que contribuyeron a disminuir la pobreza y la desigualdad

Por Wari

04/11/2015

Publicado en

Columnas

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raul_zibechi1Uno de los discursos más escuchados en respaldo a los gobiernos progresistas durante la última década es que contribuyeron a disminuir la pobreza y la desigualdad. Lo primero es enteramente cierto; lo segundo no es así, al punto que la desigualdad, donde se ha podido medir, no solo no disminuye sino que tiende a crecer, aunque de forma menos pronunciada que en los años anteriores.

En los países con gobiernos progresistas (Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y Uruguay) la pobreza cayó a menos de la mitad de los niveles que ostentaba en el pico de la crisis regional, a comienzos de la década de 2000. Puede discutirse, y en este punto no hay acuerdo entre los especialistas, hasta qué punto esa disminución se debió a las políticas sociales y hasta dónde influyó el ciclo económico expansivo de la última década.

Es probable, como viene sucediendo en Brasil, que los ajustes decididos por algunos de estos gobiernos para hacer frente a la crisis provocada por la caída de los precios de las commodities represente un retroceso en aquella reducción de la pobreza; aún es pronto para saberlo. Pero no existen dudas en cuanto a los resultados. Incluso la medición conservadora del Banco Mundial estima que 25 millones de brasileños salieron de la pobreza y que la pobreza extrema desapareció entre 2001 y 2013 (‘El País’, 23 de abril de 2015).

Sin embargo, las mediciones recientes sobre la desigualdad no dicen lo mismo. Contamos con dos análisis coincidentes: el del Instituto de Economía de la Universidad de la República de Uruguay para tres años (2009-2011) y el del Instituto de Investigación Económica Aplicada (Ipea por sus siglas en portugués) para siete años (2006-2012) en Brasil. En el primer caso se trata de un instituto universitario estatal y en el segundo de un organismo gubernamental, por lo que no se puede decir que sean instituciones opuestas a los gobiernos.

En ambos casos, los investigadores trabajaron sobre las declaraciones de impuesto a la renta, más fiables y exactas que las encuestas de hogares que suelen incluir solo a los asalariados y no las rentas del capital y las herencias.

Las conclusiones no dejan lugar a dudas. En Uruguay, que es el país menos desigual del continente, el 1% con mayores ingresos acapara entre el 12,5 y el 14% de la riqueza total del país, porcentaje que se mantuvo constate entre 2009 y 2011, pero «con ligera tendencia al crecimiento». El Instituto de Economía en su estudio «Desigualdad y altos ingresos en Uruguay», de enero de 2014, destaca que las mediciones oficiales de la encuesta de hogares concluyen que hubo reducción de la desigualdad, mientras asegura que la reforma del impuesto a la renta del Gobierno uruguayo provocó «una redistribución moderada en el ingreso total, las rentas laborales y las de pensiones y jubilaciones, al tiempo que es ligeramente regresivo en relación a las rentas del capital».

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En el caso de Brasil, uno de los países más desiguales del continente, el Ipea asegura que el 1% más rico acaparaba el 24,4% de la renta del país en 2012 y que ese porcentaje era del 22,8% en 2006. Entre el 10% más rico, la renta apropiada pasó del 51,1 al 53,8% en el mismo período (‘Valor’, 16 de octubre de 2015).

Los investigadores brasileños aseguran que no están seguros de que hubo un aumento de la desigualdad porque el porcentaje en que habría crecido es pequeño, pero sí pueden afirmar que no hubo una disminución de la desigualdad. Los dos investigadores que llevaron adelante el trabajo decidieron renunciar a su cargo en el Ipea, porque la institución les prohibió divulgar las conclusiones del estudio por tratarse de un año electoral, según declararon a los medios.

Hasta ahí los datos. A partir de ellos es posible trazar algunos elementos explicativos. El primero se relaciona con las razones por las cuales no disminuye la desigualdad aunque lo haga la pobreza. La caída de la pobreza tiene tres causas básicas: el aumento del salario mínimo que en Brasil fue constante bajo los gobiernos de Lula y Dilma Rousseff, las políticas sociales como Bolsa Familia y el ciclo económico de alza que promovió el aumento del nivel de empleo.

Este «ciclo virtuoso», como lo catalogaron algunos, o «lulismo», como lo caracterizó el cientista político André Singer, quien fuera portavoz de la Presidencia durante el primer Gobierno de Lula (2003-2007), fue «un modelo de cambios dentro del orden, y hasta de refuerzo del orden, que no puede ser movilizador». Por esa razón, explica Singer, el conflicto social no puede tener «una expresión política partidaria, electoral e institucional» (IG, 30 de setiembre de 2012).

Véase, de paso, la enorme diferencia entre una concepción tecnocrática e institucional de la lucha contra la pobreza, de aquella que formuló Hugo Chávez cuando dijo: «Si queremos acabar con la pobreza debemos darle poder a los pobres». (‘Correo del Orinoco’, 30 de abril de 2011).

La desigualdad no disminuye por el modelo económico imperante. Un modelo asentado en la minería a gran escala, los monocultivos y la especulación inmobiliaria, o sea un modelo impuesto por el capital financiero que solo beneficia a los grandes bancos y a las grandes multinacionales no puede sino generar mayor desigualdad. Desde este punto de vista, las políticas sociales apenas consiguen mitigar algunos de los peores efectos del modelo, pero no alcanzan para neutralizarlos, ni en lo social ni en lo ambiental.

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El segundo elemento a tener en cuenta es qué va a suceder ahora que se terminó el ciclo de los altos precios de las materias primas, cuando los países se desindustrializaron y son cada vez más dependientes de los precios internacionales al no haber realizado reformas estructurales profundas.

En varios países de la región hay datos que avalan que la pobreza está en aumento y, sin duda, la desigualdad también crecerá. En Argentina el «Barómetro de la Deuda Social» difundido por la Universidad Católica (UCA), asegura que la pobreza alcanza al 28,7% de la población. La cifra es poco creíble, como también lo es el dato oficial del Indec que dice que está por debajo del 5%. Pero hay dos datos que sí pueden ser verídicos en el trabajo de la UCA: la pobreza aumentó entre 2013 y 2014 en un punto porcentual y más del 28% de los hogares reciben programas sociales.

El primer dato es creíble por la elevada inflación que padece el país. El segundo muestra que una década de gobiernos progresistas no ha conseguido superar la fragilidad económica y laboral de una importante franja de la sociedad. En Brasil, un 25% de la población recibe el programa Bolsa Familia, lo que revela también un elevado grado de vulnerabilidad social.

La tercera cuestión es estrictamente política: para modificar los altísimos niveles de desigualdad y consolidar la caída de la pobreza es necesario dar un golpe de timón que supone afectar los intereses de los más ricos, en particular del sector bancario y la gran empresa. Pero la realidad marcha en un sentido opuesto. En Brasil, Dilma colocó a un representante de la banca privada al frente de la economía, que representa los intereses del 1% más rico. En Argentina el próximo presidente será más conservador que Cristina Fernández, al igual que ya sucedió en Uruguay con el sucesor de José Mujica.

Si el escenario político gira hacia la derecha, aun dentro de los márgenes del progresismo, es evidente que ese no puede ser el camino de los cambios. No hay otra opción que trabajar para desplegar un nuevo ciclo de luchas capaz de colocar a ese sector tan poderoso a la defensiva y aislarlo de la sociedad, para forzarlo a ceder privilegios.

Por Raúl Zibechi

Publicado originalmente en octubre 31 de 2015, en Naiz

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