Columna

Familia es familia

Estoy acostumbrado desde chico a fiestas y velorios llenos de familia, abundantes en prim@s y tí@s mareados que hacen saludes por lo que sea

Por Arturo Ledezma

26/10/2014

Publicado en

Columnas / Sexualidad

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Estoy acostumbrado desde chico a fiestas y velorios llenos de familia, abundantes en prim@s y tí@s mareados que hacen saludes por lo que sea. Me resulta necesario saberme en mitad de guitarreos obligados o en explicaciones de porqué todavía no tengo descendencia. Así es como aprendí y así es como me resulta cómodo. La forma de familia que me fue heredada es una intensa imagen que me confirma y me permite ser eso que parezco ahora.

Probar callado cuanto concho de vino o pilsen que quedara en alguna copa sobre cualquier mesa de mi infancia, era mi manera torpe y pendeja de querer ser parte de las risotadas de mi viejo y su compadre, era una secreta mimesis para querer alcanzarlos en sus verdades de grande. Esos hábitos fueron los que armaron mi propia construcción de familia: la mesa abundante, tíos casados con tías que eran responsables de mis primos y primas, conversaciones llenas de mensajes como “Pinochet de mierda”, “tócate Samba Landó”, “préstame diez lucas”, “pásame el fuego”, en fin. No me imagino otra forma de haberme construido: siempre pasado a humo, viviendo muchos veranos con mis viejos más conversadores, más relajados.

Desapareciendo a Nicolás

Esta semana ha sido tema este asunto de la aparición de un cuento infantil, en donde los personajes son una familia en que hay dos papás y un hijo llamado Nicolás. La tirria, la resistencia a este ejercicio literario y político, han sido una foto ruidosa que agita al proyecto. La religión, el machismo, las viejas construcciones culturales enquistadas en muchos de nosotr@s, son el soporte para tratar de silenciar la experiencia abierta, verdadera, de que se puede articular una forma de familia diferente a la que nos fue legada y juzgar esta forma de amar, instalándose en el resguardo de la tradición, me parece un acto tan injusto como cabrón.

Fui formado en una familia en donde mis viejos, cada uno con sus infancias proletas y provincianas, se encargaron de transmitirme, con mayor o menor devoción, una manera de enfrentar la vida instalada en el imaginario cristiano, pero por sobre todo, en el esfuerzo diario para que tratara de entender y de aceptar a quienes no se parecieran a mí. Ellos quisieron que aprendiera a leer, socializara y me escolarizara en un colegio de inspiración canuta y desde esa trinchera, por olvido u omisión, no recuerdo algún gesto descarnado contra la homosexualidad entre las clases y los cultos de los sábados. Por más que busco alguna escena que evidencie algún cachetazo homofóbico, no logro recordarlo. Recuerdo haber recibido algún tríptico moralista demonizando la masturbación o los bailes apretados y cachondos o el lenguaje soez, pero por más que busco, no logro el detalle de un ánimo anti gay.

Cuestión de respeto

Revisaba hace algunos días el cuestionado relato y la verdad es que la simpleza de la narración y la naturalidad con la que se describe la historia de este niño que tiene dos papás y una mamá, desencaja con las afiebradas declaraciones de muchos dogmáticos y conservadores que pretenden silenciarlo. Es tan potente como descontextualizado, presenciar la virulencia de una parte de la ciudadanía que castiga con tanta prepotencia algo distinto a lo que dicta su horma mental. Y aun cuando intento a diario vivir y promover el ejercicio de la expresión abierta, libre, escuchar voces como las que ampara la UDI, llenas de rencor en contra de dinámicas de amor distintas a las que ellos dicen practicar, me golpea en lo profundo, me violenta en mi ideario de que querer habitar un país libre y justo.

Mis viejos distan mucho de ser la punta de lanza del libre pensamiento y la vanguardia; mis amigos y amigas, no necesariamente son embajadores de la apertura mental y moral; los espacios en donde me divierto, no son bacanales ni lugares calcados a algún barucho progresista extranjero. Lo único que tienen en común los espacios que habito desde hace tiempo y por los que ahora he elegido transitar, es que todos intentan vivir en el respeto. Todos esos espacios le ponen empeño a diario para entender, aunque sea con dificultad, las decisiones de un otro, de una otra. Todas estas personas que me rodean, intentan aprender de sus torpezas y mandar muy lejos sus prejuicios y por eso es que me gusta que sigan siendo parte mía.  Y estoy seguro de que si me llamara Nicolás y tuviera una mamá soltera, dos viejos y una mamá, una abuela-mamá, lo que sea, estos locos y locas con los que ahora cuento – y que son una muestra de cómo me gustaría el país en el que vivo-, aun me seguirían pasando a buscar para conversar un par de puchos, para regalarme algún abrazo. Aún me seguirían queriendo.

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