Juan Rivano, maestro inagotable

Todavía recuerdo cuando el maestro, en una clase de lógica, nos dijo que iba a traer la luna a su bolsillo a través de una operación irrebatible

Por Wari

23/04/2015

Publicado en

Columnas

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vila2Todavía recuerdo cuando el maestro, en una clase de lógica, nos dijo que iba a traer la luna a su bolsillo a través de una operación irrebatible. Cuando terminó de hacerla, todos estábamos como cabros chicos esperando que, en cualquier momento, sacara la luna del bolsillo de su chaqueta medio descuidada, arrugada, medio ancha para su físico. Solía entrar a la sala de clases silenciosamente, con la cabeza medio ladeada hacia la derecha, el cuello de su chaqueta subido como si tuviera frío, y luego se instalaba frente a la pizarra y, anotando una o dos cosas, nos hacía un comentario como si nada, el que nos dejaba pensando hasta el día siguiente y, de alguna manera, se guardaba celosamente en nuestra memoria.

En aquellas épocas prehistóricas en que era tan importante “hacer universidad”, como corresponde, las mejores clases se hacían en los patios. Y entre esas clases estaban las conversaciones con Juan Rivano quien, con un entusiasmo fuera de duda, nos hablaba de una novela que estaba leyendo o de una película que había visto con sus comentarios siempre enriquecedores y, a veces, con algunas risas por lo que se comentaba o criticaba o evocaba. En ocasiones dichos comentarios daban paso a una cerveza en la Fuente Soda frente al Pedagógico, Los Cisnes, y alrededor de una mesa en la que el maestro hacía sus análisis y preguntaba a todos nosotros con una mezcla de seriedad y humor a toda prueba porque, como todos los estudiantes de estos y otros tiempos, nos atrevíamos tímidamente, apenas, a dar una opinión personal frente a tal despliegue de inteligencia y cultura, y lo que el maestro sorteaba estimulándonos a equivocarnos sin ninguna vergüenza o a no equivocarnos sin ninguna soberbia.

Es ya una leyenda cuando se armó un debate en el anfiteatro del Pedagógico entre Humberto Giannini y maese Rivano sobre la existencia de Dios, haciendo de moderador el profesor y escritor Armando Cassigoli. El culto al utilitarismo todavía no se instalaba en toda su magnitud ni las genuflexiones frente al género económico en toda su vergonzosa servidumbre. Era posible “perder el tiempo”. Y por eso, ese debate terminó, como era de esperar, en nada, pero fue, como dirían algunos, “una fiesta del pensamiento”.

Cuando se habla, ahora, del pensamiento crítico, tendríamos que nombrar a Rivano en primer lugar. Nunca pudo concebir la filosofía como algo desligado de la vida concreta, política y social y económica. La filosofía está aquí para dar cuenta del mundo. Y no puede ser de otra manera sin ponerse en duda a sí misma, a menos que el mundo no nos interese y “el mundo de las ideas” sea algo que no requiere ser puesto en cuestión a cada instante. Cuando pensamos tenemos que pensar sobre algo, sin duda, pero también en el por qué pensamos eso y cómo vamos a continuar pensándolo. Y por eso mismo no hay pensamiento sin un ahí y un ahora, porque somos lo que somos, humanos demasiado humanos, y estamos insertos, para bien o para mal, en lo que somos y la otredad que es ella a pesar de nosotros. El viejo Rivano siempre tenía en cuenta todo eso y nos lo hacía pensar hablándonos de la condición aquella que es estar “entre la lucidez y la impotencia”. En algún momento, un profesor muy querido de la Sorbona nos dijo que la filosofía era el “ejercicio de hacer la experiencia de la decepción”, y tuve más que nunca presente a mi maestro Rivano que, no por estar en Chile o ser chileno, no tenía esa altura o esa lucidez. Por eso recuerdo la generosa respuesta del escritor argentino Ernesto Sábato, cuando el maestro estaba preso en Cuatro Alamos, quien al pedirle su ayuda me responde con una carta en blanco y su firma abajo, más una lista de sus amigos escritores, diciéndome “escriba lo que considere oportuno”. Así lo hice. Entre otros firmaron Heinrich Böll, Günter Grass, Jean-Paul Sartre, Yves Montand, Simone Signoret, Simone de Beauvoir, Miguel Otero Silva, Octavio Paz, Julio Cortázar, Juan Goytisolo, etc… Por supuesto que a los milicos les importó un carajo la carta, pero igual sirvió de algo, porque se difundió en las altas esferas estadounidenses y de algún modo su “caso” fue expuesto por la comitiva de Kissinger en su visita a Chile en los primeros años de la dictadura.

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Creo que el maestro Rivano fue uno de los grandes exponentes del pensamiento chileno, cuando nadie se dignaba a mirar hacia este lado del globo: junto a Felix Schartzmann y Jorge Millas, maese Rivano formó esa pléyade de pensadores originales de este largo país de desastres, con Humberto Giannini y Carla Cordua. Los que siguen, algo les deben a todos ellos. A mi juicio, sigue siendo el más grande, sin que desmerezcan los demás. Su concepción de la filosofía como algo que se ejerce en el cotidiano y en la crítica total de lo que somos, la función del pensamiento acorde al episteme y sus cambios de rumbo y de influencia, el hecho de estar aquí no como meros espectadores ni partes de un hipotético ser ahí sino que como protagonistas a parte entera del suceder humano, lo hicieron y lo hacen un referente insoslayable de cualquiera deba pensar esta realidad latinoamericana y, ahora, “globalizada” realidad humana.

Algo importante, creo: a todos sus discípulos siempre nos paró frente al mundo con toda la crítica total y toda la impotencia que la lucidez nos provocaba. Sí, la filosofía es el ejercicio de la decepción. Pero también de esa luminosidad, extraordinaria o no, que el pensamiento sin concesiones (lo que Jorge Millas llamaba “llevar la filosofía al límite”), conlleva como un imperativo. No se puede pensar el absoluto sin el detalle, no se puede pensarlo sin la cotidianeidad que se expone en la miseria y en las manifestaciones de la naturaleza. El bueno de Karlitos quería escribir la historia humana como historia natural, y ese fue, de algún modo, su lucidez y su impotencia. Como nos dice maese Spinoza, la naturaleza actúa según su propia necesidad. ¿Qué vamos a escribir nosotros, simples humanos, sin que madre natura nos demuestre lo contrario? El viejo Rivano se movía entre la lucidez y la impotencia y nos decía a nosotros, sus discípulos, “hay más cosas entre el cielo y la tierra de lo que sueñan los filósofos”. Así era mi maestro.

Ese Juan Rivano, que siempre tuvo presente la enseñanza de Diógenes, el cínico: al observar a una rata me di cuenta que ella era mi maestra, en los márgenes y en la libertad que eso puede suponer. Es difícil, claro. Siempre es difícil, sobre todo ahora, mantenerse “limpio”, de algún modo fuera de cualquier sistema que aherroja nuestras libertades y nuestro pensamiento. Peligroso, además. Pero nada puede ser no peligroso cuando uno tiene algo que decir. Di algo como se debe y ahí que te cae un enemigo. Generalmente por el Malentendido, que es dios y profeta de esto que somos. Nunca seremos capaces, parece, de comprender exactamente lo que el Otro quiso decir. Nunca seremos capaces de ser el Otro que somos todos.

En fin. El amado maestro se nos fue, después de una larga agonía. Cuando despertaba se dedicaba a analizar lo que era morirse. Estos viejos maravillosos eran así. El último día, un domingo, en que tuvo un momento de lucidez, tomó las manos de sus hijos y les dijo que con el morir había que tener “una infinita paciencia”. Al menos nos consuela que murió tranquilo, sin dolor, como agua que se escurre entre los dedos.

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Algún día hablaré de su pensamiento. Algún día haré un homenaje a mi amado maestro como se debe. Por ahora vayan estas palabras para alguien que formó a generaciones en el pensamiento crítico, en la opción de la lucidez insobornable y en la tristeza (también lúcida) de la impotencia del que quiere que todo cambie de verdad, aunque el adorado Heráclito nos diga que todo siempre está cambiando.

Por Cristián Vila Riquelme

Escritor. Doctor en Filosofía Política por la Sorbona de Paris. Académico.

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